Las virtudes de la paciencia, el temor de Dios y la humildad

miércoles, 25 de mayo de 2022
image_pdfimage_print

25/05/2022 – En “Terapéutica de las enfermedades espirituales”, el padre Juan Ignacio Liébana presentó las virtudes de la paciencia, el temor de Dios y la humildad, al tiempo que se refirió a la salud recobrada que tiene quien transita esos caminos. “La acedia tiene la particularidad de afectar a todas las facultades del alma y poner en marcha casi todas las pasiones buscando la muerte de todas las virtudes, como una muerte que acosa al hombre por todos lados. De ahí que necesite una terapéutica multiforme. En primer lugar, sacándola a la luz, ya que se caracteriza por ser algo inmotivado, inconsciente o incomprensible, cegando la mente y oscureciendo el alma. La paciencia y la perseverancia es una de las terapéuticas más eficaces para esta pasión. A su vez, la esperanza en Dios sostiene fuertemente en esta lucha. Así mismo, el arrepentimiento, el duelo y la compunción reprimen la acedia. Otro remedio importante, para los Padres de la Iglesia, es la memoria de la muerte, viviendo cada día como si fuera el último, evitando malgastar el tiempo precioso para la salvación, viviendo cada momento con la mayor intensidad espiritual posible. Entre los remedios prescritos por los Padres, no podemos dejar de citar el trabajo manual, que ayuda a evitar el aburrimiento, la inestabilidad, el sopor y la somnolencia. A su vez, el trabajo contribuye a establecer o a mantener la asiduidad, la concentración, el esfuerzo y la atención que supone la vida espiritual y que la acedia intenta romper. Sobre todo, el trabajo se opone frontalmente a la ociosidad, que es una de las formas principales que la acedia puede adoptar y que es fuente de incontables males. La oración, por último, constituye el remedio más importante de la acedia, pues el hombre no puede librarse por completo de esta pasión sino por la gracia de Dios”, dijo el sacerdote porteño.

En la terapéutica de la ira, la mansedumbre y la paciencia son las virtudes que se le oponen. Puesto que el amor al placer constituye una causa fundamental del uso patológico de la potencia irascible, es lo primero que tenemos que extirpar si queremos curarnos de la pasión de la ira. Como la ira procede del orgullo es posible curarla atacando esta pasión. El silencio es el comienzo de la lucha contra la ira, sobre todo cuando el corazón está agitado. Pero no se debe contener la ira de manera que se eviten solo sus manifestaciones exteriores, su expresión en palabras y en actos. Debe efectuarse sobre todo a nivel de los pensamientos. La mansedumbre no tiene nada que ver con la indolencia ni con la apatía; no es una actitud pasiva, sino activa; es un estado de estabilidad del alma, de serenidad. Ella se adquiere sobre todo con la oración, es un don de Dios, un fruto del Espíritu. A la mansedumbre los Padres asocian a menudo la paciencia, que posee el mismo poder de oponerse a la ira y de preservar al alma de ella. Está ligada a la resistencia pacífica, a soportar los golpes, los ataques, las injurias, padeciendo mansamente el combate que los demonios nos hacen. También tiene su sentido activo de perseverancia, de coraje, de constancia en la vida espiritual. Por último, los Padres proponen la caridad como virtud opuesta a la ira. Caridad que se vuelve misericordia hacia los demás y que llega hasta la oración y el amor por los enemigos”, acotó.

“El temor y los estados que pueden relacionarse con él, como el miedo, la inquietud, la ansiedad, la angustia o la tristeza, están, como hemos visto, fundamentalmente ligados a un apego a los bienes sensibles. El hombre no puede, por tanto, curarse de ellos más que desapegándose de este mundo, más que poniéndose en las manos de Dios, con la firme esperanza de que, en su Providencia, Él proveerá a todas sus necesidades. La primera fuente del temor es la falta de fe. La oración de Jesús es el remedio más eficaz, porque nos devuelve la confianza y disipa todos los miedos. La terapéutica del temor supone correlativamente la renuncia del hombre a su voluntad y una actitud de humildad. El miedo está ligado al orgullo y, mientras el hombre pone su confianza en sus propias fuerzas, está sujeto a esta pasión. Para poder vencerla por la fuerza de Dios mismo, para recibir esta fuerza y conservarla, el hombre debe renunciar a sí mismo y reconocer su impotencia; sino, la energía divina no hallará sitio en él. El temor-pasión debe desaparecer para dejar sitio a un temor-virtud, el temor de Dios. Hay dos grados en este temor. El primero se deriva del temor al juicio divino, actual o futuro y de las penas que pueden resultar de él, y que los Padres designan a menudo con el nombre de castigo. La segunda forma de temor procede del amor, lo que se teme no es a Dios, sino estar separado de Dios. Es una mezcla de respeto y de cariño atento que un hijo tiene por un padre lleno de indulgencia. No teme los golpes ni los reproches, lo que teme es herir al amor, ni aun con la herida más ligera. En esto consiste el temor perfecto, al que es imposible acceder sin pasar antes por el primer temor, el que mira el castigo”, manifestó Liébana.

“En cuanto a la vanagloria y el orgullo, ambas pasiones enceguecen al hombre de tal modo que le impiden reconocerse como ciegos o enfermos, siendo inconscientes de estas enfermedades que lo habitan, y de ahí el peligro de no buscar la salud, por considerarse plenamente sanos. La señal de que el hombre se ha curado de la vanagloria es que ya no experimenta pena por ser humillado en público, ni siente rencor hacia quien le ha ofendido, despreciado o insultado, hacia quien ha hablado o sigue hablando mal de él, sino, por el contrario, le da gracias como a un bienhechor. El recuerdo de los propios pecados, la compunción y las lágrimas son un gran antídoto contra la vanagloria que procede del propio interior, la autocomplacencia. Cuanto más tiende el hombre a la gloria divina, más se desinteresa de la gloria que viene de los hombres. El orgullo se traduce en una serie de actitudes: confianza en uno mismo, autosatisfacción, arrogancia, seguridad, pretensión de saber, confianza en el propio juicio, certeza de tener razón, manía de justificarse, espíritu de contradicción, voluntad de enseñar y de mandar, negativa a obedecer. Para adquirir la humildad, los Padres recomiendan principalmente no prestar atención a las faltas del prójimo, no juzgarlo, no encolerizarse, ni irritarse con los que nos humillan; dar muestras de caridad para con ellos en toda circunstancia; considerarlos superiores a nosotros mismos y, sobre todo, considerarse inferior a ellos, quienes quiera que sean. El verdadero humilde sabe que su única realidad delante de Dios es la de ser un pecador”, sostuvo el padre Juani.