Jesús dijo a los judíos: “Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás”. Los judíos le dijeron: “Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices: ‘El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás’. ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?”. Jesús respondió: “Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman ‘nuestro Dios’, y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: ‘No lo conozco’, sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría”. Los judíos le dijeron: “Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?”. Jesús respondió: “Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy”. Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.
Jn. 8,51-59
La invitación de Jesús es clara: guardar la Palabra. La Palabra es Él mismo, que nos invita a guardar el vínculo con él. Por eso, el que cree en Él, tiene vida. El que no cree, no tiene vida. Guardar la Palabra para tener vida.
Si nosotros buscamos un lugar donde observar cómo es esto de guardar la palabra, cómo se hace y qué significa hacerlo, en María encontramos la referencia. Ella canta la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra de gozo en Dios su Salvador. Ella es el modelo a seguir. Como dice el Evangelio: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Y también: “Su madre conservaba estas cosas en su corazón” (Lc 2, 51). Las guardaba y las conservaba, meditándolas. Rumiándolas, dejando que la Palabra vaya empapando la tierra de su corazón, para producir mucho fruto. Como la llovizna tenue que cae durante el día y que penetra lentamente la tierra hasta lo más hondo de ella.
Y nosotros somos como la tierra, sedienta de agua, necesitada de ser regada. Nosotros nos abrimos para recibirla. Ésta es la actitud mariana: silenciosa, orante, contemplativa. Guardar en el corazón y meditar es entrar en esta dimensión de mirada contemplativa, orante, silenciosa. Y obediente, como enseña María a los sirvientes en las Bodas de Caná: «Hagan todo lo que él les diga». (Jn. 2, 5). María medita la palabra, la contempla, la reza en silencio. Deja que penetre en su corazón, como el rocío de la mañana, para vivir de la Palabra, para hacer lo que la Palabra sugiere, suscita, indica.
El Evangelio hoy nos dice: «Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás» (Jn. 8, 51). Nosotros queremos vivir. Y no a medias, sino que anhelamos en lo más hondo de nuestro corazón vivir la vida con intensidad, en plenitud, ordenada, armónica y en comunión con las personas que amamos.
¿Desde dónde podemos soñar un proyecto de vida convivencialmente armónico? ¿Desde dónde podemos anhelar una vida en el trabajo bien sostenida, con capacidad de desarrollo y crecimiento, con posibilidades de revertir lo que en justicia hace falta revertir, con nuestro compromiso personal puesto sobre ello, cuidando nuestros vínculos primarios, familiares? Lo podemos soñar desde la Palabra, que produce fruto por sí misma, “sea que nosotros estemos despiertos o dormidos”, porque es penetrante. Y tiene la fuerza de transformar lo que toca. La palabra da vida, mucha vida.
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