28/07/2021 – El Evangelio del día, Mateo 13,44-46, es un hermoso texto donde Jesús compara el Reino de los Cielos con un hombre que vende todo para quedarse con el tesoro encontrado o con un vendedor de perlas que hace lo mismo para quedarse con la perla más valiosa que encuentra. En los dos casos lo que ocurre es que la persona es sorprendida por el tesoro que encuentra, deja todo ante el valor de lo que delante de si se le ofrece como novedoso.
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. Mateo 13,44-46
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.
Mateo 13,44-46
El hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada; el tesoro se encuentra de improviso. Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchas veces viene después de un tiempo de ardua búsqueda. En otros momentos el encuentro es impetuoso, furtivo, inmediato, sorprendente. Dios irrumpe, dice presente, es inconfundible su estar allí, no hay dudas de que es Él, y casi sin pedir permiso. El hombre que descubre esta presencia, este llamado y este encuentro, no puede sino darlo todo para quedarse con aquello. Una vez descubierta la perla, el tesoro, es necesario dar un paso más. La actitud que se toma es idéntica en las dos parábolas, y está escrita con los mismos términos: ir, vender todo cuanto se tiene y quedarse con lo que se ofrece. El desprendimiento, la generosidad, es la condición indispensable para alcanzarlo.
Este pasaje del Evangelio cae dentro de nosotros echando raíces. Uno lo ha leído tantas veces sin terminar de darse cuenta de qué se trata, y poco a poco va como cayendo en la cuenta de que no se trata sino de la donación de Dios y la entrega que Él hace de sí mismo por nosotros pagando con su propia sangre el habernos
Habiendo sido redescubiertos por el que nos dignifica con su entrega de si mismo nos invita a algo semejante. Si esto hizo Jesús por mi que haré yo por Jesús.
¿Qué estoy llamado a entregar en este tiempo en el que Dios viene a mi encuentro y me pide más? De más tras más va Dios por nosotros, haciéndonos crecer no con la exigencia del deber ser, sino involucrándose con nosotros desde el amor que transforma.
El llamado que Dios nos hace, a pertenecerle desde el descubrimiento del Reino, nos pone luz para mirar hacia delante. Ni el hombre que encontró el tesoro ni el que halló la perla echan de menos lo que antes poseían y que vendieron. ¿Por qué? Porque es más grande lo que se ofrece, es la nueva riqueza que no permite añorar ninguna otra cosa dejada. Cuando de verdad se produce el encuentro no hay añoranzas, melancolía ni miedo para el futuro. Todo es certeza, convicción, centralidad en el misterio, es lo que le sucede a aquél que se desprende de todo por amor a Jesús Todo pasa a ser “relativo a” el encuentro. Dios pasa por la vida de una persona en una circunstancia bien determinada, a una edad concreta, en situaciones distintas y exige de acuerdo con esas condiciones, que Él mismo ha previsto desde siempre. Jesús pasa y llama: a unos a la primera hora, cuando aún tenemos pocos años y pide sus ambiciones, sus esperanzas, sus proyectos; a otros a mitad de camino y pide su crecimiento, su madurez; a otros ya cuando la vida está hecha, como a Abrahám, por ejemplo.
Cuando Dios llama, sacude la estructura, nuestras posesiones, el modo cómo estamos aferrados al camino de la vida y nos lleva por otros caminos. San Juan de la Cruz, en la noche oscura de la fe, dice Dios conduce a dónde uno no sabe, por donde uno no sabe. Tal vez, esto sea como una clave para caminar en fe en estos tiempos de cambios epocales. En Dios podemos pensar en el tiempo nuevo que vendrá si nos animamos con confianza a dejarnos conducir por Él, yendo a donde no se sabe, sin saber por dónde se sabe, pero con una certeza: es Él el que conduce. Esta certeza no es la evidencia científica, es la evidencia existencial discernida en el corazón por los signos que van apareciendo en el camino y por el sentir interior pacífico gozoso, alegre, sencillo y simple, como son las cosas que Dios construye, que Dios hace nuevas. Claro que dejar lo conocido, lo ya sabido, y reaprender desde una perspectiva, desde un paradigma, desde una mirada nueva, no es simple ni fácil. Sin embargo, en esa entrega, cuando es en Dios, percibimos el gozo de la entrega que cuesta, que duele, pero es más el gozo, y allí ponemos nuestra mirada.
Esta es la perspectiva con la que el Señor nos invita a avanzar por la vida, sabiendo que si a Él le entregamos todo, nada se pierde, todo se multiplica, se transforma, se hace nuevo. El Reino de los Cielos es semejante a un comerciante que buscaba perlas finas y al encontrar una preciosa, vende todo lo que tiene para comprarla. Así es el encuentro con Jesús. El alma abandona todo porque sólo brilla la preciosura de la perla escondida. Jesús nos invita a seguirlo, entregándonos, dejándolo todo para ponerlo a Él en el centro. Para un padre de familia, por ejemplo, dejarlo todo significa más dedicación a su familia, más empeño en la educación de los hijos; darlo todo no es abandonar los compromisos asumidos sino que supone vivir la vida desde un lugar nuevo, cumpliendo mejor con los propios deberes legítimos, trabajar más y mejor, vivir heroicamente las obligaciones familiares, hacer de las familias un lugar de puertas abiertas, con más entregas. El amor determina más. La entrega es en profundidad, el bien tiene la capacidad de ir más allá de lo que la propia naturaleza puede sostener, más allá de las propias fuerzas.
Cuando uno se suelta y se deja llevar, nada cuesta tanto. A esto se refería Juan Pablo II cuando dijo suelten las amarras, abandonemos la costa, vayamos a lo profundo. Cuando uno se lanza a lo profundo, cuando va mar adentro, se pierden las referencias. Pero hay una brújula que conduce. Nada cuesta tanto si nos dejamos llevar por el Espíritu y vamos mar adentro.