Los nombres divinos del único nombre

jueves, 13 de mayo de 2010
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Espiritualidad para el siglo XXI. (Cuarto ciclo) Programa 6: Los Nombres divinos del único Nombre  ,

Texto 1.

    El ser humano nomina todas las realidades para poder identificarlas y también, de alguna manera, para controlarlas. Vivimos en un mundo donde todo tiene nombre, el lenguaje designa lo que es y lo que no es. Si hay mucho silencio alrededor de alguna realidad nos causa perturbación, fascinación y temor a la vez.

    Los que tenemos fe necesitamos de la certeza de un Nombre para Dios. El ser humano lo necesita nombrar para tener –al menos- alguna seguridad de que exista. El nombre es lo que hace a una cosa diferente de otra. Las categorías indican designación, apropiación, clasificación y distinción.

    El mundo es lo que se nombra. El ser humano conoce y  domina a través del acto de nominar. Lo conocido tiene un nombre y lo que no es conocido -aquello que es innombrable- resulta temido porque se escapa fuera del control y la dominación.

    En la primera página del libro del Génesis, cuando Dios creó todas las cosas, le pide a Adán que les dé nombre e inmediatamente le dice que domine todo lo creado, que sea el señor de la Creación. Todo lo nombrado -de alguna manera- es poseído y conquistado.

    Nosotros mismos nos nombramos para saber quiénes somos, para constituir nuestra identidad y nuestra historia,  para saber de dónde venimos. Lo primero que hacemos al conocer a una nueva persona es preguntar por su nombre. Ese simple acto, rompe el anonimato y genera confianza. El nombre nos indica originalidad, exclusividad, privacidad. Aunque sea un nombre común, cada uno le da un tinte particular, un modo nuevo y personal de llevarlo y pronunciarlo.

    Para los seres humanos, el nombre hace referencia a un “yo” que se va consolidando a partir de  las representaciones sociales  y de la construcción interpersonal junto a otros.

    Algunos piensan que Dios, el Ser absoluto en sí mismo, no es posible que tenga un Nombre porque no le hace falta referirse a un “Yo” como si fuera un “ego” capaz de ser designado y  representado. Por lo cual concluyen que Dios no tiene Nombre. Es innombrable e inefable, total silencio y vacío, infinito imposible de ser pronunciado. Un Dios sin Nombre y sin rostro nos remite al mutismo. No podemos nunca nombrarlo. Nuestras palabras no llegan a rozarlo.

    Los cristianos que confesamos un Dios personal creemos que Dios tiene un “Yo”. No sólo un “Yo” sino además existe un “Tú” y un “Nosotros”: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Jesús nos reveló ese misterio y ese Nombre de Dios.

    Sin embargo, la historia del Nombre o de los Nombres de Dios –en todas las religiones- ha sido una cuestión fundamental de la fe. De hecho ha resultado una de las búsquedas más prolongadas del espíritu humano. Una indagación que -para muchos- sigue siendo un misterio. Un interrogante aún no  develado.

    ¿Vos cuándo te dirigís a Dios, cómo lo nombrás?; ¿cuál es el Nombre que más te gusta usar para invocar a Dios?; ¿ese Nombre despierta algo particular, alguna resonancia especial?; ¿tenés algún nombre con el cual le digas a Dios todo lo que lo amás?

Texto 2.

    En la Biblia, los nombres –al igual que los números- siempre tienen algún significado. Los nombres y los números son simbólicos, expresan y aluden a realidades espirituales. Los nombres de las personas en la Biblia así lo atestiguan. El mismo Jesús recibió su nombre de parte del Ángel revelándose así su misión. El Nombre Jesús significa “el que salva a su pueblo de todos los pecados” (Mt 1,21).

    Jesús era un nombre común. El pueblo lo llamaba “Jesús, el Nazareno” para aclarar de quién se estaba hablando. Que el Hijo de Dios haya tomado un nombre popular nos revela esa misteriosa condescendencia e identificación de Dios con lo más común de los seres humanos. No quiso tener, ni siquiera en el nombre, una distinción especial o privilegiada. Tuvo un nombre ordinario y frecuente, usual y habitual entre los suyos.

    En la Biblia los nombres son descripciones del ser, la condición, la esencia, la misión, el destino, el camino y la función de  cada uno en la existencia. Nuestro propio nombre marca -de alguna manera- la identidad, el designio y nuestra historia.

    En el Nuevo Testamento, unos demonios son llamados “Legión” porque son muchos. Hay ángeles en el libro del Apocalipsis llamados “Muerte” y “Abbadón” que significa Destructor. El nombre Satanás significa Adversario u Oponente. Así también el Nombre de Dios es simbólico. Nos dice quién es. Nos manifiesta algo de su ser,  de su misterio y de su obrar.

    En el libro del Éxodo, Moisés es el primero que le pregunta a Dios por su Nombre. No le dice  cómo lo debe llamar sino que directamente lo interroga: ¿cómo te llamas?, ¿cuál es tu esencia y tu secreto?, ¿cómo es tu misterio? (Cf. 3, 13-22).

    Moisés -frente a la zarza ardiente- recibió como contestación divina: “Yo Soy el que  Soy”. Lo cual es más una descripción que un Nombre. Con esa respuesta, Dios aumentó en Moisés aún más la perplejidad. Le responde de manera sucinta y contundente. Moisés recibe una contestación que no dice nada y dice todo a la vez. Si Dios es el Ser por antonomasia, no necesita un Nombre en particular o bien su Nombre está por sobre todo otro nombre.

    Los dioses paganos del tiempo de Moisés y del antiguo Israel sí tenían diversos nombres. El pueblo de Israel los llamaba “ídolos”  ya que a través de esos nombres se podía manipular a las divinidades según el antojo humano. La palabra “ídolo” viene del griego “eidolom” que significa imagen, reflejo sin realidad. Los falsos dioses eran simplemente eso: imágenes, representaciones, máscaras, sombras sin realidad, sin misterio y sin vida.

    Cuando Moisés está frente a la zarza ardiente y Dios pronuncia el nombre de Moisés, Dios se presenta a sí mismo: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Dios no da ninguna descripción, ni explicación de sí mismo. Tampoco se refiere a sí con algún nombre especial. La única identificación que da es el nombre de los hombres, el de los seres humanos, el de sus seguidores, el de aquellos que han hecho Alianza con Él. Dios se emparienta con el ser humano y con los nombres y el linaje de los hombres. Asume la historia de su pueblo y las generaciones de los integrantes de una comunidad determinada. El Dios de Israel -desde el primer momento- sale al encuentro de Moisés y  quiere relacionarse con los otros seres humanos, se manifiesta inmerso en el tiempo, en los lugares y en la vida de un pueblo concreto. Desea relacionarse en forma humana. Está lejos de la concepción pagana en que los dioses permanecían alejados de la vida y de los dramas humanos. Al contrario, es un Dios condescendiente. Se deja nombrar, aliando su destino al de los seres humanos.

    ¿Has pensando alguna vez que Dios se asocia a tu propio nombre, a tu historia, a tu tiempo y  lugar, a tu familia y comunidad?; ¿has considerado que Dios quiere manifestar su misterio enlazado a tu propio misterio?… Dios también lleva tu nombre. Ha asociado su secreto al de tu propio nombre, a tu propio designio y camino. Cuando Dios nos nombra se acaba nuestra búsqueda y ya no duele la incertidumbre porque hay tanto qué aprender.  Hay puertas que sólo se abren alguna vez…

Texto 3

    Cuando Dios le manda a Moisés que vaya ante el Faraón y saque a los hijos de Israel fuera de Egipto, éste se encontró con dos problemas: el primero -¿quién era él para ir delante del Faraón con pretensiones?- y el segundo -¿quién era el Dios que lo mandaba?  Por eso le pregunta el nombre a Dios como para sostener la autoridad de ese nuevo Dios frente al poderoso Faraón. 

    Moisés había crecido y vivido en Egipto, en una cultura pagana y politeísta. Ni sospechaba de la existencia del Dios de Israel. El pueblo de Egipto creía en diferentes dioses y diosas, cada uno con su nombre. La contestación del Dios hebreo –“Yo soy el que soy”- revela y oculta a la vez.

    El Dios familiar de los padres –Abraham, Isaac y Jacob- toma una prudente distancia de autoafirmación ya que con ese Nombre pareciera que dijera: “Yo soy yo mismo”. Más que un nombre es una afirmación y una descripción. Es un nombre para no designarse, un nombre para no tener nombre y para no confundirse con los dioses paganos que lo tienen. El Dios de Israel no necesita un nombre porque no puede ser abarcado, ni contenido por nadie. Reconoce la existencia de otros dioses, sólo para de rechazarlos. En repetidas oportunidades afirma que no hay otro Dios fuera de Él.

    Dios luego le exhorta a Moisés: “dile  a los hijos de Israel «Yo Soy» me ha enviado a ustedes. Di a los hijos de Israel, Yavé, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham,  de Isaac y de Jacob me ha enviado. Ese es mi Nombre para siempre y así  seré invocado de generación en generación.” Dios a pesar de que le concede a Moisés el deseo de ser como los otros pueblos de su alrededor en relación a la divinidad ya que cada uno de los cuales tenían dioses con nombres, el Nombre Yavé es un “Nombre innominado”, un término para designarlo que pareciera que casi no es propiamente un nombre.

    Según la tradición judía, algunos afirman que la palabra y el nombre Yavé (יהוה) surgen de la tercera persona del imperfecto singular del verbo “ser” significando “El es” –“El que está siendo”- o  incluso “El será”. Es un verbo que alude capacidad y poder. Se puede traducir como “haré porque haré” o “yo seré porque seré”. Algunos prefieren “Soy el que soy”. No en un sentido estático sino dinámico. El ser es movimiento para los judíos. Dios es dinamismo. Yo soy el que “el que es, el que está siendo y el que será”. En definitiva, el “Siempre”, el eterno, el que abarca pasado, presente y futuro humano. El que excede la medida del ser humano y su tiempo fragmentado. Esta explicación concuerda con el significado del Nombre dado en el libro del Éxodo 3,14, donde Dios usa la primera persona diciendo: “Yo Soy”. Esta expresión no hay que entenderla como “autoexistente” o autosuficiente. La concepción abstracta de una existencia pura propia de las ideas filosóficas es totalmente ajena al pensamiento bíblico, en el cual Dios es dinamismo de vida y presencia en la historia humana.

    ¿Cómo Dios estuvo en tu vida?; ¿cómo está ahora?, ¿qué presencia ha tenido y tiene?; ¿no te parece que cuando a Dios no se lo puede nombrar, su ausencia y su silencio nos abrazan?

Nos quedamos sin el amparo de su mirada, solos y vacíos, buscando lo que fue, sin encontrar el regreso, parados y quietos en el camino, en el borde del olvido…

Texto 4.

    El nombre más importante de Dios en la Biblia no es –en verdad- un nombre. Es una palabra formada por cuatro letras del alfabeto hebreo que se escribe de atrás para adelante, de izquierda a derecha. Es  la pronunciación de las cuatro consonantes, sin las vocales correspondientes, ya que el hebreo antiguo no disponía -a diferencia del actual- de un sistema de representación de sonidos vocálicos. Sus vocales originales son desconocidas.

    Se lo llama “Tetagrama” o “Tetragrámaton”, término griego que significa “cuatro letras”. En español el equivalente más apropiado de esa especie de nombre sería Yavéh. Las raíces hebreas de estas letras significan “el Ser”.

    A lo largo de los siglos la pronunciación de este Nombre se ha ido modificando y los diversos nombres se fueron sustituyendo. Existen muchos en la Biblia, algunos de ellos son: Adonai (“mi Señor” Cf. Is 40, 3-5, Ez 16,8; Hab 3,19),  Elohim, un nombre plural de Dios que se usa para indicar la majestad y la dignidad divina (Cf. Gn 1,1-3; 1, 26;  Dt 10,17, Is 6,8), Hashem Shemá que -en arameo- quiere decir “El Nombre”,  el Shadai  (Cf. Ex 6,2-3) que significa Altísimo o Yavéh Sabaot, Dios de los Ejércitos (Cf. 1 Sm 17,45) o Quadosh,  el Santo,  Betel, Dios de la casa o Shalom, Dios de paz.

    Los judíos del tiempo bíblico no podían pronunciar, ni escribir el Nombre de Dios. Esta prohibición se aplicaba al Tetragrama y a algunos nombres divinos más cercanos. El Tetragrama  sólo podía ser pronunciado por el Sumo Sacerdote, el día de la Expiación –conocido como Yom Kippur (Cf. Lv 16,303-31; 23,27-28,31-32; Nm 29, 7) ritual de purificación del  pueblo y del templo donde se sacrificaba un animal y otro se lo lanzaba al desierto cargando con todos los pecados. El Sumo Sacerdote dentro del lugar más santo del templo, llamado el Santo de los Santos, allí pronunciaba el impronunciable Nombre de Dios.

    Esta prohibición del pronunciamiento de Nombre de Dios viene porque cuando en la Antigüedad un pueblo conquistaba a otro, lo primero que hacía era borrar o profanar el nombre del Dios de su enemigo. Los judíos no querían ni la posibilidad de que esto ocurriera pues –según la mentalidad hebrea- no era el Nombre lo que profanaban sino al mismo misterio de Dios.

    El Nombre de Dios no era sólo la designación sino  la presencia viva y actuante, la esencia misma de la representación divina. Era algo demasiado sagrado como para ser pronunciarlo (Cf. Ex 20, 7; Lv 24, 11). No podía ser dicho, ni tampoco podía ser escrito completamente. Nadie podía saber su pronunciación original.  Los escribas, al leer en voz alta, preferían decir la palabra “Señor” y escribían las vocales de esa palabra (“Adonai”) en las consonantes de Yavé como un recordatorio para quienes leyeran las Escrituras de que en ese lugar debería ir el Nombre impronunciable de Dios. Los traductores del hebreo creyeron que las vocales pertenecían al Nombre de Dios. No todos sabían que sólo era un recordatorio para no pronunciar la palabra sagrada.

    En la Biblia, el Nombre de Dios manifiesta la condición divina y la relación de Dios con su pueblo. Por respeto a las diversas denominaciones divinas que reemplazaban al Nombre de Dios, los que escribían y copiaban los textos sagrados,  pausaban el ritmo de la escritura antes de copiarlos y usaban términos de reverencia que sustituían y mantenían oculto el verdadero Nombre de Dios. Esas diferentes denominaciones, esos distintos Nombres –que escondían al verdadero y único Nombre- representaban las múltiples manifestaciones divinas y sus variados atributos.

    El más importante de esas designaciones, el más fundamental, el “Nombre sobre todo nombre” estaba contenido en el Tetragrama. Los judíos consideraban una blasfemia pronunciar el Nombre de Dios. El que lo pronunciaba era castigado con la pena capital de la muerte por lapidación, moría como blasfemo apedreado. Recordemos que a Jesús -en su juicio- el Sumo Sacerdote, quien podía pronunciar sólo en algunas ocasiones privilegiadas el Nombre de Dios, lo acusa –precisamente- del crimen de blasfemo (Cf. Mt 26, 62-66). Sin embargo, al ser entregado a los romanos, lo ejecutan con el castigo de muerte del Imperio, la crucifixión.

    Todas las posturas modernas del judaísmo aún enseñan que está prohibido pronunciar las cuatro letras del Nombre de Dios, excepto por el Sumo Sacerdote en el Templo y puesto que el Templo de Jerusalén ya no existe- fue destruido en el año 70 de nuestra era por los romanos-  nunca se pronuncia este Nombre en los rituales religiosos judíos. No se pronuncia nunca, por ningún motivo. En vez de proclamar el Nombre Sagrado durante la plegaria, los judíos dicen “Adonai”. En la conversación, muchos llaman a Dios “HaShem” que es la palabra hebrea para “el Nombre” (Cf. Lv 24,11).

    Ciertamente los cristianos, a partir de las prácticas de Jesús, tenemos una gran libertad y una extrema confianza en Dios y en el pronunciamiento de su sagrado Nombre. A nosotros se nos ha vuelto cotidiano y coloquial, cercano e íntimo. No obstante, tenemos que cuidarnos de no banalizar el Nombre de Dios. No utilizarlo para cualquier pretexto y de cualquier manera. Quizás tendríamos que emplearlo menos de lo que hacemos. Respetarlo más. Resguardarlo con un halo de profundo silencio. Tendríamos que nombrarlo menos y cantar más con el alma y con la voz, entonar la plegaria de su Nombre y su silencio. Detrás de su Nombre todo se esconde. Todo queda más allá…

Texto 5.

    En el Islam existen noventa y nueve nombres de Dios o de Alá. La mayoría hacen referencia a sus atributos divinos. La existencia de los 99 nombres se debe a un dicho atribuido al profeta Mahoma: “Dios tiene noventa y nueve Nombres, cien menos uno. Quien los enumere entrará en el Paraíso. Él es el singular y le gusta que sus Nombres sean enumerados uno a uno”.

    Los especialistas musulmanes afirman que la lista de Nombres no es obra de Mahoma sino de los transmisores. Existen varias versiones de la misma. La recitación de los 99 Nombres -utilizando un rosario islámico- constituye una especie de letanía. Los musulmanes piensan que Dios tiene más Nombres, aunque no son conocidos. En particular el “Centésimo Nombre” ha sido objeto de búsquedas y reflexiones espirituales. Se piensa que “el Nombre número 100” es el auténtico Nombre,  símbolo del ser trascendente de Dios, ya que todos los demás son adjetivos que lo describen. La espiritualidad se convierte en el camino de esa búsqueda de ese Nombre oculto de Dios, el Nombre secreto y escondido. Hay quienes afirman que ese Nombre, Dios sólo lo ha revelado a sus profetas.

    En nuestra tradición judeo-cristiana el segundo Mandamiento de la Ley de Dios nos manda respetar y usar correctamente el Nombre de Dios. No tomarlo en vano. Debemos tener un gran respeto al santo Nombre de Dios. No hay pronunciarlo de manera irrespetuosa o innecesaria. No debemos jurar en falso o sin necesidad. Jesús nos enseñó a decir en el Padrenuestro: “Santificado sea tu Nombre”. En nuestra vida cotidiana lo empleamos a menudo: “gracias a Dios”; “si Dios quiere”, “Dios te bendiga”, “Dios mío”, “¡por Dios!”, etc. El Nombre de Dios es santo, sagrado, sólo debemos invocarlo para orar, adorarlo, alabarlo y bendecirlo. No hay que usarlo con un sentido mágico o supersticioso. No hay que jurar innecesariamente en el Nombre de Dios. Sólo hay que reservarlo para cuestiones muy importantes. Jurar es tomar a Dios como testigo de lo que uno afirma, invocar la veracidad de Dios como garantía del  propio testimonio.

    Para los cristianos, Jesús nos ha revelado el definitivo Nombre de Dios, Abbá. Él dijo: “el que me ve a mí, ve al Padre”. Las descripciones son necesarias para aquél que no puede ver lo que le están describiendo. Así sucede cuando no conocemos un determinado lugar o una determinada persona. Jesús no necesitaba describir a Dios.  Él mismo era su descripción. Él lo contaba, lo narraba, lo relataba, lo anunciaba y lo expresaba. Él es su misma Palabra. Él es el “Nombre Personificado” de Dios. Aquél que no podía ser pronunciado por nadie, fue pronunciado por su propio Hijo. Jesús es la Palabra del Dios innombrable. Jesús es la Dicción del Dios inefable. Él es la Palabra de todos los silencios de Dios. Él es el Nombre de todos los misterios divinos.  Jesús -en el Evangelio- dice en su oración al Padre: “Yo he manifestado tu Nombre” (Jn 17,6); “He hecho conocer tu Nombre’ (17,26). Recién en el Nuevo Testamento con esta afirmación de Jesús queda definitivamente contestada la pregunta de Moisés. El Nombre de Dios tiene una Palabra que es el mismo ser de su Hijo Jesús.
    En el Nuevo Testamento el nombre de Yavé es siempre reemplazado por el título de  “Kyrios” que  en el griego del Nuevo Testamento significa “Señor”. En la traducción del nombre hebreo, el griego no tiene equivalente para todas las letras hebreas, lo cual en el caso de Yavé hace verdaderamente imposible escribir el Nombre en griego, por lo cual se lo reemplaza por el título de “Señor”. Tal como dice la Carta a los filipenses, a Jesús “Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre para que al Nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesucristo es el Señor” (2, 9-11).
    Dios en la Resurrección de Jesús lo exalta concediéndole el máximo título, “el Nombre que está por sobre todo Nombre”, el Nombre innombrable e impronunciable de Dios, el privilegio exclusivísimo del Dios de Israel queda transferido a  Jesús. Ese privilegio no es otro, nada menos, que el mismo Nombre divino. Todo debe arrodillarse en adoración cuando es pronunciado. Todo el cosmos se arrodilla frente al Nombre divino de Jesús, lo reconoce el cielo, la tierra y los abismos. Mientras las rodillas de toda la Creación adora, la lengua proclama y confiesa: “Jesús es el Señor”. El Nombre es el título de “Kyrios”, Señor. El Nombre de Dios que está por sobre todo Nombre ahora reposa en el Señorío del Resucitado. Él es el Señor. Él es el Nombre definitivo de Dios.
    ¿Vos cómo lo llamás a Jesús?; ¿qué Nombre le das?; ¿qué palabras y qué silencios hay entre vos y él?

Texto 6.
   
    Hacia el final del libro del Génesis aparece el patriarca Jacob en una misteriosa pelea (Cf. 32,25-30). Al final de esa lucha se le pregunta su nombre. Jacob contesta por su nombre y en esa oportunidad se le dice: tu nombre no será más Jacob sino Israel porque has peleado con Dios y con los hombres y has vencido, dijo el ángel. Jacob después de haberse encontrado con Dios -e incluso de haber librado batalla y haber vencido a Dios-  tiene un nuevo nombre, una nueva identidad.

    Nosotros, como Jacob, también muchas veces en la vida, sabiéndolo o no, luchamos tenazmente con Dios. La vida se convierte en una continua batalla, en una permanente lucha. A veces, para enseñarnos algo, Dios se deja vencer. No teme perder siendo un Dios vencido por nuestra lucha,  un Dios rendido por amor. Después de esos momentos intensos y purificadores con Dios, tenemos en nuestro corazón el sello de un nuevo nombre.

    Jacob, al tomar conciencia de su nuevo nombre, suplica: “por favor dime tu nombre”. La contestación fue evasiva: “¿por qué me preguntas mi nombre?”. El Antiguo Testamento, fiel a sí mismo, no revela el Nombre divino. Para nombrarlo a Dios, hay que entrar en el fragor de la lucha, en el forcejeo del sufrimiento y en la adoración del silencio. Hay que llegar allí donde las palabras quedan mudas y sobran.

    Los pies descalzos de Moisés ante la zarza; los brazos cansados de Jacob en la lucha, la incomprensión de Job padeciendo la incógnita del sufrimiento humano inocente y el grito del total  abandono de Jesús en la Cruz, todo testimonia que el Nombre de Dios no es sólo una Palabra sino también un gran y abismal silencio.

    El Nombre de Dios es también un espeso y profundo silencio que, muchas veces, nos causa vértigo. Quien se atreva a ese silencio, podrá escuchar el Nombre divino y todo lo que Él pronuncie. Todo lo que Dios nos diga siempre está rodeado de un recóndito e insondable silencio. El corazón humano que lo recibe tiene que  rumiarlo por largo, largo tiempo.

    En el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, se dice que cada uno en el cielo tendrá un Nombre nuevo que sólo lo conocerá Dios y su elegido (Cf. 2,17). Dios nos participará así de su misterio. Su Nombre será invocado en nosotros para siempre. Seremos un eco de esa Palabra y una resonancia de ese silencio. Cada uno tendrá el nombre definitivo por el cual Dios lo llamará eternamente. Cuando ese nombre sea revelado, entonces cada uno llevará en la frente “el Nombre” de Dios (22,4). El Nombre de Dios no sólo será revelado sino que lo llevarán aquellos que le pertenecen: ¿cuál será el nombre que cada uno tiene ante Dios?; ¿Cuál te gustaría que sea tu nombre en la eternidad?; ¿qué secreto revelará tu nombre en la luz del cielo?, ¿cómo sonará pronunciado por los ángeles?

Texto 7.

    No sólo el Nombre de Dios es importante, salvadas las distancias, también nuestro nombre lo es. Nuestro nombre no sólo nos identifica sino que, de alguna manera, somos nosotros mismos. No sólo nos representa y nos designa sino que nos manifiesta, nos revela, nos marca, nos proyecta.

    El nombre marca un camino, un destino y un designio. El imponer un nombre es como confiar una profecía, señala un rumbo y un futuro. Es una tarea, una promesa a cumplirse, un don que se desplegará a lo largo de toda la vida.

    Dios nos llama por nuestro propio nombre. Los demás también lo hacen así. Los que nos aman pronuncian nuestro nombre. La vida también lo dice. El amor lo pronuncia y la muerte, un día, también lo hará. Todo en la existencia alguna vez emplea nuestro nombre.

    Un nombre es una vocación y una misión. El nombre de cada uno es anterior a nuestro propio nacimiento. Nuestros padres lo han elegido por nosotros. Al escogerlo, lo han hecho con algún sentido. Elegir un nombre, no es una acción casual, arbitraria, caprichosa y antojadiza. No sólo hay que elegir por razones estéticas, tradición,  costumbre, cultura o moda. Elegir un nombre es marcar un horizonte y un sendero para los caminos de otro.

    Ha habido un tiempo en nuestra existencia en que, siendo gestados, aún no teníamos nombre. No se había decidido un nombre para darnos. Estaban en duda. Éramos innominados e indiferenciados. El nombre nos particulariza, nos singulariza, nos vuelve únicos. Una vez dado, comienza a convivir con nosotros para siempre. Se vuelve un derecho de identidad personal, único e indelegable. Nos otorga un cometido, un significado y un sentido. Nos acompañará para siempre en este viaje e incluso, más allá de esta vida. Un nombre nos pone en vínculo con otros, nos regala genealogías y raíces. Hay libros que enseñan los orígenes de los nombres, las historias y las leyendas relacionadas con él, los personajes célebres de la historia que lo han llevado y qué han hecho.

    El nombre de cada uno nos espera desde antes de nuestro nacimiento. Se nos confiere como un regalo de futuro. Hemos sido bautizados con ese nombre. Dios desde toda la eternidad, nos nombra con ese nombre. Una de las primeras tareas de los padres -al concebir un hijo- es buscar, discernir,  elegir y  dar un nombre a su hijo. Con el nombre se le da también un lugar en el mundo y en la historia, en este lugar y en esta familia particular. 

    Nadie existe sin nombre. Cuando se quiere hacer desaparecer a alguien o borrar su memoria se intenta suprimir su nombre. La designación común “NN” es una manera de designar a aquellos que no pueden ser nominados o identificados.

    Cada uno tiene que hacerse cargo de su propio nombre, darle sentido nuevo. En general compartimos con muchos otros el nombre que llevamos. Aunque cada uno lo asuma de una manera personal, original y singular. Cada uno tiene que elegir el nombre que han elegido por uno y saber llevar su propio nombre, identificarse plenamente con él. Hay que pensar que al elegir nuestro nombre, nuestros padres -o quienes hayan intervenido- han relacionado el misterio de nuestra existencia con algo o con alguien y han seleccionado, entre muchos nombres posibles, aquél que mejor nos designaba. Elegir el nombre es uno de los primeros actos de amor que han hecho con nosotros. Han colaborado con Dios para sacarnos de la nada y darnos por compañero y espejo de nuestros días, nuestro propio nombre que fielmente siempre nos va a acompañar hasta el final y más allá también.

    En general las personas que tienen conflicto consigo mismas están -a menudo- disconformes con su nombre. Hay quienes lo cambian o se hacen llamar de otra manera. Hay quienes añaden a sus nombres otros nombres. Los “sobre-nombres” se vuelven entonces pintorescos y descriptivos de lo que uno quiere despertar en los demás o de los que los demás ven en nosotros.

    La historia de los apellidos y sus genealogías surgen también como explicaciones de los nombres. Muchos apellidos han sido primero nombres propios  que se han convertido en una especie de nombre común de un clan familiar para distinguirlo de otros. Es como un nombre general o genérico. Es interesante buscar el significado de nombre y del apellido que portamos. Saber de dónde viene y cuál ha sido su origen y su cultura, el viaje que ha hecho por el mundo y por el tiempo hasta llegar a nosotros. Hay nombres que nos eligen a nosotros. Nos buscan y nos encuentran. Nosotros nos volvemos símbolos de ellos.

    ¿Vos sabés qué significa tu nombre y tu apellido?; ¿qué revelan de vos mismo, de tu personalidad y del encargo que tenés por cumplir en esta vida?; ¿de qué cultura originaria es tu nombre?; ¿qué raíces tiene?; ¿qué te dice acerca de vos?; ¿cuál es el destino y el sueño que entraña tu nombre?; ¿cuál es la profecía que cumple?; ¿qué sentirá Dios cuando pronuncia tu nombre, pensando sólo en vos?, ¿cómo suena y cómo sueña tu nombre unido al Nombre de Dios?; ¿no te parece que tu nombre encierra todo lo sos?