Los peligros de la vida espiritual

lunes, 28 de julio de 2008
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Texto 1:

    Hoy meditaremos acerca de las deformaciones y distorsiones más comunes y generales que asechan la vida espiritual. Vamos a caracterizar sólo algunos. No pretendo hacer un análisis completo.

    En primer lugar, comenzaremos hablando de la paradoja de «una vida espiritual sin Dios». Aunque parezca una contradicción, se da más de lo que suponemos. Incluso, aparece circunstancialmente en determinados  tiempos o etapas. Aparentemente todo prosigue como siempre; sin embargo, Dios ha quedado relegado lejos, se comienza a tener un Dios de muertos y no de vivos (Cf. Mt 22,32).

    Esto sucede cuando estamos lejos de Él por propia voluntad. Perdemos la vida de comunión con Dios y «psicologizamos» todos los procesos interiores, reduciéndolos a mecanismos completamente explicables racionalmente. Si bien es cierto que la vida espiritual siempre debe acompañarse de los fundamentos de una sana psicología y ayudarse instrumentalmente con ella, cada vez que sea necesario, no por eso la psicología  suplanta la vida espiritual.

    La espiritualidad no debe desechar la psicología, ni la psicología desplazar la vida espiritual. Tampoco, por el contrario, tiene que existir una identificación tal entre ambas que no se diferencien. Es necesario distinguirlas para complementarlas, cada una en su competencia. La psicología no es “religión” y la espiritualidad –al considerarse una experiencia- no es una “ciencia”.

    Se cae en un «psicologismo» cuando la vida espiritual es reemplazada por la «terapia». Tenemos que recordar lo que nos dice la Palabra de Dios: « ¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre sino el mismo espíritu del hombre? De la misma manera, nadie conoce los secretos de Dios sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,11-12). Las secretos de Dios sólo pueden captarse con el Espíritu de Dios y por Él, «porque el Espíritu lo penetra todo, hasta lo íntimo de Dios» (2,10).

    El hombre sólo con sus propias fuerzas y conocimientos no puede llegar a profundizarlas, necesita de otro Espíritu, que le venga de Dios mismo, para conocer lo referente a Dios, porque «el hombre, en su estado puramente natural, no valora lo que viene del Espíritu de Dios. Es como una tontería para él. No puede entenderlo, ya que para discernir necesita el Espíritu» (2,14). Esto sucede cuando se transforma la experiencia espiritual en una mera experiencia psicológica, lo cual no significa estar en contra de la psicología sino ubicar cada cosa en su lugar. La espiritualidad no debe invadir la psicología y viceversa. Cada una asume la totalidad y la unidad de la persona desde diversos enfoques. Una no reemplaza a la otra.

    A menudo queremos reemplazar a Dios por otros sustitutos. Dios -supuestamente está- aunque no permitimos que nos interpele. Le  ponemos distancia, levantamos defensas. Dios es un “ilustre ausente”, un “extraño”, un “ajeno”. Se pretende una vida espiritual sin conexión con Aquél que es su fuente. Fabricamos una vida espiritual sin un Dios real, vital y verdadero. Hay quienes quieren a Dios como un “adorno” estético o religioso para sus vidas pero no desean que tenga demasiado protagonismo. En verdad, tienen a Dios como una “pieza exótica” de un “museo” de antigüedades. De vez en cuando se lo exhibe, se le saca el polvo acumulado por el tiempo y el desuso y se lo vuelven a guardar. Dios termina siendo una especie de “momia” o de “fósil” Algo que no tiene nada de vida.

    Algunas personas tienen fe pero no vida espiritual. La fe es una cosa y la vida espiritual es otra. La fe es una confianza en otro; la vida espiritual –en cambio- es una fuerza y un dinamismo. Hay quienes creen en Dios pero no cultivan con Él un vínculo real, un contacto vivo y una corriente que fluye. Tienen fe en Dios pero no conocen la vida espiritual. Es como quien tiene una semilla pero no la ha plantado en la tierra fértil. La fe es la semilla, la tierra húmeda es la vida espiritual.

    Aludiendo a otro ejemplo, podemos pensar que hay quienes tienen un contacto personal con alguien querido y quienes solamente guardan su foto. Se puede guardar la foto y nunca tener un contacto personal. Lo mismo ocurre con Dios. Hay quienes se conforman con la fe como si fuera una “foto” de Dios pero, la vida misma,  la presencia, el encuentro y el diálogo  personal con Él, no lo han generado. 

    No te conformes sólo con la semilla. Cultivá también la tierra. ¿Por qué te basta sólo una semilla cuando podés tener la planta, la flor y el fruto?  No te ajustes sólo con tener la foto guardada y verla de vez en cuando, si  podés gozar de un vínculo directo con aquél del cual sólo poseés una imagen.

    Cuando Dios no es lo primero de la vida espiritual, podemos caer una cierta «frivolidad espiritual». Se pierden o se confunden las prioridades interiores, descuidando lo más importante y centrando la preocupación y la energía interior en cosas secundarias, distrayéndonos.

    Se puede ser frívolo con todas las cosas espirituales. Cuando no se lo toma a Dios en serio, naufragamos en la liviandad, ligereza, trivialidad, vanidad, superficialidad, mediocridad y «chatura» interior.

    Cuando nos importa más nuestro ego -ocupado de sí mismo y de su propio brillo- que Dios, caemos en el “narcisismo de la vida espiritual”, una tendencia egocéntrica que pretende un protagonismo desmesurado.

    Algunos piensan que la vida espiritual es de cada uno y, por lo tanto, resulta justo y legítimo que cada cual tomé las riendas de su propia interioridad. Sin embargo, en nuestra vida espiritual, el principal protagonista no somos nosotros mismos. Es Dios quien nos conduce con su Espíritu. Nosotros sólo intentamos secundar, fielmente, su acción y su trabajo.

    Cuando deseamos ser los protagonistas principales de nuestra vida espiritual, Dios se convierte sólo en una proyección de nuestra propia sombra. Somos nosotros los que nos idolatramos, pretendiendo ser  la medida con la cual medimos todo, incluso a Dios. Una vida espiritual «narcisista» está vuelta sobre sí misma, autocomplaciéndose en su propia perfección, méritos, logros, buenas obras y en sus supuestas “virtudes”.

    De este peligro generalmente no nos damos cuenta ya que permanentemente estamos frente a nosotros mismos de manera ineludible. De tanto estar con nosotros, comenzamos a no vernos, a no registrarnos.

    Si bien es cierto que el proceso interior nos hace mirarnos a nosotros mismos, el riesgo está en quedarnos sólo en eso, en  el «reflejo» de nuestra autoimagen, en una introspección, una vuelta sobre nosotros mismos. Hay que aprender a mirarse en Dios y desde Él, de lo contrario, caemos en nuestro propio “hechizo”. Contemplarnos demasiado puede empañarnos la mirada. ¿Vos te mirás continuamente a vos mismo en el proceso espiritual?; ¿Dios aparece o solamente ves tu propio reflejo?; ¿No tenés necesidad de creer en algo más allá de vos mismo?; ¿En qué has ido creyendo a lo largo de tu vida?…

Texto 2:

    El “narcisismo espiritual” es una especie de embelesamiento, atracción, seducción y enamoramiento del propio ego encandilado; un ensimismamiento y clausura sobre sí mismo que se manifiestan cuando Dios y su obrar no aparecen, generando una autosatisfacción desmedida y engañosa en la cual contabilizamos nuestros avances y progresos de forma exagerada, como si el crecimiento espiritual fuera una cuestión cuantitativa en la que se obtienen garantías y certificados de “buena conducta”. Nos atribuimos los crecimientos personales, mientras nos ponemos rígidos e inflexibles para con los demás; demasiado seguros de nuestras posiciones y juicios, teniendo en cuenta sólo nuestros propios resultados; creyéndonos los únicos, los campeones y los mejores, generándose una  tendencia de «autosatisfacción espiritual».

    El proceso interior se convierte en el «espejismo» de un Dios que no existe. Nos contemplamos a nosotros mismos en una “burbuja” fatal, un «círculo vicioso» que atrapa y  –a la larga- termina en una especie de «suicidio» espiritual: Nos contemplamos a nosotros mismos, convenciéndonos y engañándonos que lo tenemos a Dios. Nos proyectamos en una ficción, inflados por nuestra propia suficiencia, atrapados en los intrincados laberintos de nuestra trampa, asfixiados de encontrarnos insoportablemente siempre con nosotros mismos, sin poder evadirnos nunca, siendo nuestros propios esclavos. El ego es una prisión que nos aplasta y nos miente haciéndonos creer que estamos en libertad. Dios es sólo un fantasma, lo hemos desplazado.

    Caemos en la «soberbia religiosa», el delirio de la propia grandeza espiritual del que habla el texto de la «Parábola del fariseo y el publicano» (Lc 18,9-14), donde el primero alaba ficticiamente a Dios, glorificándose a sí mismo por sus propias conquistas morales; en cambio, el último, sólo se otorga el título de pecador. No se considera digno y «no se atreve ni alzar los ojos al cielo» (13,8).

    En el proceso espiritual, los «narcisismos» se dan tanto “por defecto”, manifestándose en una valoración con poca autoestima que nos disminuye, inferiorizándonos; como “por exceso” cuando la estima se agiganta en una actitud de superioridad. Una y otra actitud son extremos que se tocan en un solo ego.

    Cuando el narcisismo se engaña con un “ropaje” de espiritualidad, llega al punto cúspide de su cerrazón. No hay «espiritualidad» más distorsionada que la de aquél que se busca a sí mismo. Es en el olvido de sí -mirando a Dios- como podemos iniciar el itinerario interior, sin la tentación de convertirse en una espiral enroscada en nuestro propio reflejo. Hay que romper con el círculo cerrado de una vida espiritual autónoma, individualista y solitaria. El narcisismo es hijo de la soberbia: ¿Alguna vez has exiliado a Dios de tu vida espiritual?; ¿Dios se ha convertido en una excusa para mirarte en tu propio espejo interior?; ¿No estás como el girasol, girando siempre sobre sí mismo, en el mismo lugar, creyendo buscar la luz?

Texto 3:

    La vida espiritual a menudo tiene sus incoherencias. A veces creemos que son actos virtuosos, pero -si profundizamos un poco- constatamos que tales acciones tienen, a menudo, en sus motivaciones psicológicas, raíces que no son precisamente virtuosas sino insanas, «aparentes actos virtuosos con raíces patológicas».

    Hay muchas «humildades» que son complejos de inferioridad; «obediencias» que son dependencias y sumisiones; «discernimientos» que son justificaciones intelectuales y racionalizaciones; «castidades» que son represiones; «justicias» que son reclamos personales; «prudencias» que son temores; «fortalezas» que son rigideces; «esperanzas» que son fantasías e ilusiones; «paciencias» que son resignaciones.

    No todo lo que se manifiesta como virtud lo es. Tampoco hay que desconfiar de todo lo que se manifieste como virtud.  Es preciso discernir las raíces y las motivaciones del obrar, advirtiendo posibles trampas.

    Hay actitudes espirituales que esconden inseguridades psicológicas.  En el camino espiritual podemos  engañarnos tapando, disfrazando, “maquillando” y disimulando inseguridades psicológicas con actitudes falsamente espirituales. Se genera, entonces, un escapismo y una evasión, un  «parche» para las fisuras de la personalidad, como un barniz que todo lo cubre. En verdad, hay que consolidar las «seguridades» más sanas, las que ayudan a una madura autoafirmación.

    No hay que confundir «seguridades» con “durezas”, “rigideces”  e “inflexibilidades” psicológicas. La verdadera «seguridad», la que sostiene una personalidad integrada y armónica, es siempre una «consolidación» que permite la maleabilidad del propio “”yo” y la adaptabilidad a la realidad. Una personalidad espiritual cada vez más integrada es armónica, sencilla y «simple». «Simplicidad» que no tiene nada que ver con el “simplismo” o la “rusticidad”. La verdadera simplicidad otorga la unidad del corazón, lo vuelve más esencial.

    «Las fantasías espirituales» son también la variante de una imagen personal deformada. Ocurre cuando «soñamos» con una personalidad, una espiritualidad o una vida que no tenemos. Una cuota de fantasía e imaginación es recomendable y necesaria para la creatividad y el estímulo. Lo peligroso está en que sólo nos quedemos en eso y, poco a poco, no nos adecuemos a nuestra verdad y terminemos siendo «quijotes» de nuestra vida espiritual, fabricando nuestros propios molinos de viento.

    Es preciso el sentido común, el sentido de la realidad y la sensatez, de lo contrario, las «fantasías» espirituales generan «sensacionalismos» religiosos, creyéndonos lo que no somos o adjudicándole a Dios nuestros pensamientos y criterios.

    A veces fantaseamos esperando las situaciones ideales que, si bien pueden ser óptimas, no siempre son las reales, concretas y actuales. Es fácil imaginar y desear un camino espiritual con situaciones ideales. Éstas, generalmente, no se dan. Dios se encuentra en las situaciones reales, las únicas «providenciales». La espiritualidad genuina pasa por la realidad,  nos lo enseña el misterio de la Encarnación.

    También puede amenazarnos una cierta «vulgaridad espiritual». Así como la frivolidad espiritual es una vanidad que toma a las cosas religiosas para provecho del propio ego; la vulgaridad espiritual -por el contrario- es una tendencia que nos «desinfla», nos empequeñece, nos disminuye y nos «achica» espiritualmente.

    Es una cierta «apatía» y decadencia espiritual que se padece cuando los ideales, estímulos y motivaciones erosionan a lo largo del camino con el paso del tiempo. Los ímpetus, las energías y las fuerzas se apagan; las desilusiones con Dios y con los demás se acentúan; los pesimismos y negativismos nos condicionan; las heridas no reconciliadas y sanadas continuamente supuran y los impulsos de muerte nos ganan.

    En suma, todo se vuelve demasiado pesado y gris, se entra en un «acostumbramiento» espiritual muy cercano a la indiferencia, insensibilidad, apatía y dejadez. Nos vamos entorpeciendo y poco valoramos lo conseguido con tanto esfuerzo. Entramos en rutina y mediocridad. Nos conformamos con lo minúsculo. Se pierde la «pasión»; el fuego sagrado se  apaga; ya no se vibra con intensidad espiritual;  se pierde el gusto y el “sabor” por la interioridad:

    En este panorama ¿vos descubrís virtudes que pueden ser una “máscara” de inconsistencias psicológicas?; ¿Qué inseguridades psicológicas adoptan en tu personalidad apariencia de seguridades espirituales?; ¿Tenés fantasías espirituales inútiles e imposibles?; ¿Alguna vez las fuerzas espirituales han menguado?; ¿Has experimentado un fuerte desgano, un profundo aburrimiento, un pesado cansancio y un amargo hastío tanto por las cosas de Dios como por las realidades de mayor sentido en tu vida?

Texto 4:

    A veces, a pesar de los errores y faltas, no nos arrepentirnos. Cuando tenemos poca autocrítica y humildad, persistimos -caprichosa y contumazmente- en opciones equivocadas, sin reconocerlas. Nos estancamos en rigorismos inflexibles. Todas las puertas quedan cerradas, ni siquiera Dios puede obrar. No nos damos cuenta de los errores, no aceptamos nuestras limitaciones y debilidades y no toleramos que contradigan nuestras opiniones y juicios. Nos excusamos defendiéndonos, en una actitud cerrada y endurecida, sin deseos de cambio. Para algunos, cambiar pareciera una infidelidad a sí mismo. Sin embargo, a veces, la coherencia está en el cambio. En ciertas ocasiones es necesario cambiar para ser fiel a sí mismo.

    El tiempo nos ha sido dado como un don, entre otras cosas, para cambiar e incluso para arrepentirnos, el cual es una manera de cambiar y transformarse. El arrepentimiento pareciera un privilegio de pocos. Muchas veces, padecemos el tiempo como una prisión y un estrechamiento. Por el arrepentimiento, el tiempo es también una liberación ya que, de alguna manera, lo que ocurrió –si bien no se puede cambiar- al menos ahora nos hace cambiar interiormente a nosotros.

    El arrepentimiento nos cambia frente aquello que pasó y ya no se puede modificar. Es una llave a un futuro distinto a partir de un pasado que no se puede alterar. Lo que pasó, aconteció; sin embargo, el arrepentimiento nos hace cambiar a nosotros frente a lo que sucedió.

    Otra amenaza que, mientras tanto,  solemos padecer es cierto gusto por «la eficacia e inmediatez espiritual». En la cultura del consumo en la cual vivimos, hasta la vida espiritual se ha impregnado de una cierta mentalidad de resultados instantáneos, rápidos, inmediatos y hasta mágicos. Hoy tiene mucho auge la “autoayuda” espiritual. No se necesita nada, ni nadie. Todo lo podemos solos, con nuestras propias reservas de energía. Dios, en caso que lo necesitemos, se transforma en un Dios de eficacia e inmediatismo. Hasta los milagros forman parte de espectáculos mediáticos y programas de “religiones consumistas”. Para ir hacia lo profundo, el viaje siempre es lento. Los alcances son a largo plazo. Los ritmos de crecimiento son pausados. El proceso de maduración humana y espiritual no siempre es fácil porque hay que «sincronizar» diversos ritmos: Los intelectuales, los afectivos, los operativos.

    Si pretendemos «resultados» más o menos a corto plazo es posible que nuestras ansiedades malogren todo fruto. Dios se toma su tiempo. Nosotros necesitamos lapsos más o menos prolongados para ejercitarnos en la apertura y en la disposición. La «religiosidad de consumo» se basa en  recetas rápidas y fáciles. Un trabajo espiritual serio se encuentra lejos de aquellas aceleraciones que sólo consiguen retrasarnos más.

    A veces, no sólo se quiere cambiar rápido sino, también, cambiar todo de una sola vez. No es posible cambiar todo en «bloque» y de una sola vez. La armonía del «todo» comienza por la «parte». El trabajo espiritual de un aspecto hace crecer los otros. De igual manera, el descuido de un nivel repercute en los otros necesariamente.

    Lo más consolidado, sana lo más herido. Lo más fuerte, afianza lo más débil. El crecimiento nunca es por la totalidad sino por la parte, por un aspecto en particular. Desde lo positivo a lo negativo. Desde lo sano a lo vulnerable.

    El itinerario espiritual si es lento, paso a paso y parte por parte, garantiza los frutos más durables y, a la larga, los más eficaces. El amor de Dios se toma su tiempo para que nosotros nos tomemos tiempo en su amor. El «Dios de toda paciencia» (Rm 15,5) no pierde su esperanza en nosotros. Que nuestra espera no lo pierda a Él.

    Desde este horizonte, podés interrogarte: ¿En qué mediocridades reconocés la «vulgaridad espiritual»?; ¿Qué actitudes cerradas y durezas interiores no se abren al don del arrepentimiento?; ¿Querés resultados inmediatos y efectivos en el camino espiritual?; ¿La paciencia y misericordia de Dios con nuestro lento crecimiento no te ayuda para descubrir su eternidad como una “pausa”, un instante perdurable, un “segundo” lento? 

    No te detengas en el camino. La paciencia es una virtud hermana de la fortaleza. Lo que no puedes, Dios no lo quiere. Dios sólo te pide lo que puedes. Ésa es nuestra esperanza.

Texto 5:

    Hasta aquí hemos intentado mostrar los “peligros” más comunes que asechan la vida espiritual, los condicionamientos que no nos permiten asumir totalmente el amor de Dios y de los hermanos.

    Psicológicamente considerado, el amor (al igual que el odio) resulta un acto «reflejo». Si nos aman y aceptamos el amor, nos capacitamos para amar. Dios siempre nos ama primero: Hay que secundar el amor recibido, para transformarlo en amor dado y devuelto, transformado y recreado.

    El amor que le devolvemos a Dios es respuesta a su don. El amor gratuito de Dios, por su misma fuerza, abre nuestra libertad, transformándola en respuesta. Lo más nuestro -nuestra respuesta- está sostenido por su don. En el verdadero amor, todo termina siendo común. Con Dios, nuestro amor es su amor. Nuestra fidelidad es su amor gratuito que se devuelve; amor que retorna a Dios, a su origen; como un río que busca su destino en el mar. El amor también busca su desembocadura, mezclando sus aguas en una profundidad mayor.

    El secreto de la vida espiritual, no es otro que el de la vida y la felicidad: El secreto está en dejarse amar. Hay que recibir el amor de Dios para hacerlo nuestro propio amor. Hay que hacerlo nuestra propia respuesta. El que lo recibe, lo hace suyo y lo transforma. El amor invisible de Dios se hace visible y tangible en la expresión y en la mediación del amor humano.

Texto 6:

    Hoy en la medicina, en el deporte y en otras disciplinas, se dice que para adquirir autoconocimiento y sabiduría hay que “escuchar el cuerpo”: Descifrar lo que quiere decirnos. Aprender a conocerlo y a respetarlo. Percibir sus señales, interpretar advertencias, captar toda su vital energía. Escuchar es conocer: movimientos y latidos, respiración y agitación, impulsos y dolores.

    En la vida espiritual, de manera similar, debemos aprender a “escuchar el alma”: Sus sensaciones, vibraciones, emociones, anhelos y movimientos internos.

    Hay que desplegar las distintas “capas” del alma, las más superficiales y las más hondas. Reconocer el “mapa” interior de la propia geografía. Los caminos y los viajes, los rostros y rastros. Conocer los “ciclos” vitales que mueven el “reloj” interno. Contemplar la “topografía” del alma como si fuera un “terreno” sagrado: Los valles, las cimas, los mares, las montañas, los volcanes, las subidas y bajadas.

    Para tener vida interior, hay que escuchar el cuerpo y el alma. Conectarse con uno mismo en unidad y percibirse. Hacerse amigo de la propia piel, del propio espíritu y de la propia historia. Reconciliarse consigo, quererse, aceptarse, ayudarse, comprenderse, acompañarse, animarse. Confraternizar con uno mismo. Hablar el mismo idioma. Dejar de ser un extraño.

    Así podremos percibir los sonidos, la armonía que guardamos en el interior. Cada uno tiene una “música de Dios” única y particular, su propia canción para el tiempo y para la eternidad.

    Tu vida espiritual es “sonora”. Está poblada. Bulle de vida y movimiento. Tiene ritmos y ciclos. Dibuja los trazos de una danza. Los mares interiores nunca están quietos. Allí no hay sosiego. Todo tiene su inclinación y su meneo. Ecos insondables te habitan y surcan. Múltiples senderos te transitan y traspasan. Hilos invisibles te cubren y protegen.

    Tenés que abrir los ojos, despertar la mirada, iluminar el fondo. ¡Despierta!; ¡Levántate!; ¡Baila!.. ¡La vida te invita!; ¡No la dejes esperando!…

    Escuchá tu cuerpo y tu alma. Son “palabras” y  “mensajes”. La brisa y el viento juegan trayendo tu nombre. El aire palpita tus resonancias y transportan, por siempre, la voz de tu corazón que no se cansa, ni se calla. Sólo basta un poquito de silencio para ir hacia adentro. Regaláte la oportunidad de que Dios sea uno de tus mejores sueños. Escuchá tu música. Escúchate: ¿Qué te está diciendo el arrullo de tu vida espiritual ahora?….

Eduardo Casas.