Los pequeños nos devuelven la mirada

martes, 4 de agosto de 2020
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04/08/2020 – Hoy celebramos a todos los sacerdotes en el día de San Juan María Vianney, el santo cura de Ars. Además recordamos un nuevo aniversario del martirio de Enrique Angelelli, el obispo beato de La Rioja.

Jesús en el evangelio cuestiona la “sabiduría” de escribas y fariseos y los compara con ciegos que guían a otros ciegos.Reflexionamos sobre cómo liberarnos de tantas cosas que nos opacan la vista y el corazón.

Catequesis completa

“Entonces, unos fariseos y escribas de Jerusalén se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros antepasados y no se lavan las manos antes de comer?».

Jesús llamó a la multitud y le dijo: «Escuchen y comprendan. Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella». Entonces se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los fariseos se escandalizaron al oírte hablar así?». El les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Déjenlos: son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo».

Mateo 15, 1-2.10-14

 

¿Qué es lo que nos oscurece la mirada y ensombrece el alma? las tristezas viejas que gobiernan el corazón. Y eso nos conduce a la desesperanza, a la falta de serenidad, a la mirada chata… Así a algunos los ciega la bronca, la agresividad no encuentra el cause justo para ir hacia adelante y autoinvoluciona haciéndonos daño, los miedos, el “cumplimiento del deber”, el juicio.

Nos debemos de tiempo para liberar las sombras que hay en el corazón, las oscuridades que quieren instalarse. Poner la mirada en el mañana, más que en lo que nos impide ver lo que viene.

Cuando el dolor nos golpea de frente, en verdad se hace difícil pensar en un mañana. La invitación de hoy es a que descubramos que aún un ciego puede ser un gran lazarillo que nos lleve a un mejor mañana. Hoy el evangelio nos dice que “un ciego no puede guiar a otro ciego”, pero en un relato que vamos a compartir ahora, se hace evidente que los aparentemente ciegos pueden ver más que los que supuestamente tenemos buena visión.

 

Un ciego en San Pedro 1

De todas las aventuras de mi vida, tal vez la más emocionante es aquella que me ocurrió, hace ahora diecisiete años, en la plaza romana de San Pedro. La tarde anterior me había llamado un sacerdote amigo mexicano para preguntarme si estaría muy ocupado a la mañana siguiente. Era domingo y le dije que no, que los festivos no había sesión conciliar, y además, por entonces, los periódicos españoles tenían la inteligencia de no aparecer los lunes. «¿Podía, entonces, hacerle un favor?» -inquirió el mexicano-. No a él personalmente -aclaró–, sino a. un amigo suyo que necesitaba que alguien le explicase la basílica de San Pedro.» Le dije que sí, recordando con gusto aquel Año Santo de 1950 en el que a los seminaristas nos usaban como cicerones de peregrinos. «Pero -insistió mi amigo con una voz cargada de misterio- éste es un turista muy especial.» «¿Algún personaje?», pregunté. «No, un ciego», dijo la voz al otro lado del teléfono. Hizo una pausa aprovechando mi desconcierto y luego añadió: «Quiere .ver’ la basílica y yo he pensado que no la vería mal a través de tus Ojos.»

Aquella noche me acosté nervioso. ¿Sería yo capaz de hacer «ver» la basílica a un ciego? ¿Cómo explicarle naves y columnas, cúpulas y retablos? Las sorpresas empezaron cuando Lorenzo Tapia –que así se llamaba- descendió del autobús 64, que paraba justamente a la puerta de la Sala de Prensa y a doscientos metros de la plaza vaticana. Tendría como veinticinco años, pero aún era más joven de cara que de edad. -Pero ¿cómo te han dejado venir solo en autobús? -Oh -sonrió con sus ojos apagados-, estoy acostumbrado a ir solo por Los Angeles, la ciudad donde vivo. Ya no es fácil que me asuste. -Pero ¿cómo te orientas? ¿Con radar? -Ah, no -siguió riendo-, no tengo ningún radar. A veces tropiezo, como todos los ciegos, pero soy ágil y no suelo caerme. Y, si me caigo, no me enojo por eso. También los videntes tropezán, ¿no? Lo más que me puede ocurrir es que me pegue con un muro. Pero eso me hace gracia. Tal vez sí, tengo un radar: la alegría y la decisión de hacer las cosas lo mejor que puedo.

Yo había comenzado a temblar, os lo aseguro. Le pedí que nos sentáramos un rato antes de «ver» la basílica, y allí, en la terraza del café «San Pedro», me explicó que estaba ciego desde los once años, que, al perder la luz, vivió mucho tiempo en una terrible agonía, hasta que descubrió que dentro tenía un corazón y que eso le bastaba para ser feliz. Desde entonces había decidido no arrinconarse, vivir como si sus ojos continuaran iluminándole, sin acurrucarse en su propio pánico. A veces, me explicó, al lanzarse solo por las calles se perdía y terminaba en el sitio opuesto al que se dirigía. Al principio esto le daba miedo. Luego comprendió que tampoco importaba, porque, en ese nuevo sitio en el que había aterrizado por error, siempre encontraba alguien que le ayudaba, alguien de quien podía hacerse amigo. «Porque -aseguró como si formulase un dogma- todos los hombres son buenos.»

-Sabes que eso no es cierto -argüí.

-Quien no lo sabes eres tú –sonrió de nuevo–. Hay que ser ciego para saber que la humanidad es buena. A veces un poco loca, eso sí. Porque hace falta estar loco para ser malo. No es que todos los locos sean malos, pero todos los malos están locos.

Siguió hablando durante muchísimo tiempo sin que yo me atreviese a interrumpirle. Me explicó cómo había aprendido a tocar la guitarra, cómo había logrado concluir sus estudios de intérprete oficial en Estados Unidos, cómo cada verano se iba, con sus ahorros, a «ver» un nuevo país. «Tengo a veces problemas –decía-, pero ya sé que en la vida todo se arregla.» Esta frase parecía resumir toda su filosofía del coraje humano. Esta, y una terrible fe en la condición humana. «Para entenderse con los desconocidos hasta un profundo interés por la vida y la personalidad de los otros. Basta con no tener miedo y admitir la profunda necesidad que todos tenemos los unos de los otros. Yo de ellos, ellos de mí. Porque todos están ciegos de algo.»

Esta última frase me golpeó como un latigazo. Yo también estaba ciego de corazón, de falta de fe en la condición humana, ciego de cobardía. Pero Lorenzo no me dejó estar mucho tiempo en mis meditaciones: «Ahora -dijo, cogiendo mi mano-, veamos la basílica.» Y como notara mi pulso agitado, rió de nuevo y añadió. «Se diría que soy yo quien te conduce a ti.»

Era verdad. Me dejé conducir por su alegría y me zambullí en aquella plaza que visitaba todos los días, pero que, realmente, pisaba entonces por primera vez. Con los ojos cerrados -tratando de imaginarme cómo la «vería» él- fui explicando la fuga de las columnas, el mármol de las estatuas, la geometría de la fachada, la luz flotante de la cúpula… Pero, al hacerlo, comencé a darme cuenta de que yo estaba hablando de la basílica interior y pensando que jamás Miguel Angel construyó nada tan hermoso como una alegría, como esta alegría invencible que hacía «ver» a mi amigo y le daba aquella fantástica confianza en los hombres. Cuando volví a abrir los ojos me sentí rodeado de ciegos: de gentes que hablaban de dinero, de esperanzas baratas, de gentes que veían con los ojos pero no con el alma.

 

Liberarnos de las cegueras

Cuando no es la esperanza y la alegría, cuando no es el buen Espíritu el que nos guía, vamos como ciegos. Hoy queremos sacar esas tristezas, desesperanza, las corremos del medio y le damos lugar a la alegría. Que sea ella la que nos permita, aunque veamos tan claro, ir hacia adelante y ver con los ojos del corazón. Seguramente todo será distinto.

Son cegueras que nos hacen atropellarnos y tropezar. Cegueras del alma, que tenemos en el corazón. Muchas veces, creyendo que vemos estamos ciegos, invadidos por obstáculos que nos impiden ver. Hoy vamos a dejar que este ciego de la historia de Martín Descalzo, nos oriente y nos haga ver.

 

1 José Luis Martín Descalzo. Razones para la esperanza, “Un ciego en San Pedro”