Los siete pecados capitales

viernes, 23 de mayo de 2008
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Ten piedad de mi, oh Dios, por tu amor, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi maldad, limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé, hice lo que tú detestas.

Por eso eres justo cuando dictas sentencia e irreprochable cuando juzgas.

Yo soy culpable desde que nací, pecador desde que me concibió mi madre.

Pero Tú amas al de corazón sincero, en mi interior me enseñas la sabiduría.

Rocíame con agua purificadora, y quedaré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve.

Hazme sentir el gozo y la alegría, y se alegrarán los huesos quebrantados.

Aparta tu vista de mis pecados, borra todas mis culpas.

Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme; no me arrojes de tu presencia, no retires de mí tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, fortaléceme con tu espíritu generoso; enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores se convertirán a ti.

Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío, y mi lengua anunciará tu fidelidad.

Abre, Señor, mis labios y mi boca proclamará tu alabanza, pues no es el sacrificio lo que te complace, y si ofrezco un holocausto no lo aceptarías.

El sacrificio que Dios quiere es un espíritu arrepentido; un corazón arrepentido y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias.

Favorece a Sión por tu bondad, reconstruye las murallas de Jerusalén.

Entonces te agradarán los sacrificios prescritos, holocaustos y ofrenda perfecta; sobre tu altar se inmolarán novillos.

Salmo 51(50)

A menudo se usan como dos términos, que parecen sinónimos, para hacer referencia a la infracción da la moral, pecados y vicios. En los catecismos, y libros sobre moral, ambas ideas están como muy vinculadas. Diría yo estrechamente relacionadas. De hecho en muchos pasajes, más que hablar de pecados, se suele hablar de vicios capitales.

El vicio es la costumbre, la tendencia, la disposición hacia ciertas actitudes, que nos apartan de Dios. Que rompen el vínculo con Él. Sin ser considerado un pecado en sí mismo, son los que van abriendo una brecha, que nos lleva sobre la ruptura de el trato, la amistad, la alianza, que Dios quiere tener con nosotros, y que nosotros sabemos, es saludable para todo nuestro ser tener con Dios. 

¿Por qué hablamos de pecados capitales?

Quiere decir que están como a la cabeza. Que están, entre todas las formas de oponernos al plan y al proyecto de Dios, anidan en nosotros, buscan establecerse en nuestro corazón, y en nuestra convivencia, modos estilos, formas, actitudes y acciones que, están como abriendo el camino a la ruptura. Están como en la raíz misma de toda acción pecaminosa.

Es como la que abre la puerta. En este sentido la importancia no radica en la gravedad del pecado respecto de otro, sino, en la facilidad con que los vicios nos arrastran desde estos lugares a cometer pecados, que son graves.

Son realmente graves.

En lo que respectan a su cantidad y a la cualidad de estos pecados capitales, desde san Gregorio se suelen clasificar en siete. Y el nuevo catecismo, los enumera, y dice:  Soberbia.  Avaricia.  Lujuria.  Envidia.  Ira.  Gula.  Pereza.
Aunque no todos concuerdan con estos términos, santo Tomás, por ejemplo, no está totalmente de acuerdo con que la soberbia sea, un pecado capital, sino santo Tomás la considera la madrede todos los pecados. Como donde todo pecado anida. Encuentra su lugar, su hábitat.

En cambio san Gregorio, dice que todos los pecados encuentran su nido en la vanagloria. En la gloria vana.

En haber cambiado la Gloria de Dios por la gloria humana.

En haber dado vueltas las cosas. En haber puesto al hombre en el centro en cuanto hombre, lejos de Dios.

No al hombre en el centro, en cuanto que el hombre es la Gloria de Dios. Sino al hombre en el centro dándose razón de sí mismo. Es decir al hombre que puede vivir apartado de Dios. Lejos de Dios, sin Dios.

Y autosuficientemente, valiéndose de sí mismo. Este sería como este lugar de asfixia, de no aire. De falta de buen clima en el que el hombre va como matándose a sí mismo. Por haber puesto la gloria en sí mismo, el hombre va perdiendo vínculo con aquel que le da su razón de ser. Dios.

Entonces empieza a participar en su autodestrucción. Parte de todo esto es lo que ocurre en el mundo en el que estamos viviendo. El hombre, con la aparición de la ciencia empírica, es decir con la posibilidad del desarrollo científico, tecnológico, en el avance de la industria, en la posibilidad del dominio más claro sobre lo natural. Ha dado pasos realmente grandes en lo que hace al uso del ser racional, para poder vivir bajo ese señorío con el que Dios lo creó. Pero ha quedado también, en cierto modo, como enamorado de sí mismo.

Y cree que puede vivir sin Dios. Cree que puede por sí mismo. Claro, posiblemente haya sido la predicación de un Dios demasiado mágico, participando en todas y cada una de las actividades humanas con una intervención directa. Sin haber tomado consideración de cómo también a través de las causas segundas Dios actúa. Sin haber tomado la suficiente cautela en la predicación, del Dios vivo como para ubicarlo realmente en la relación de libertad con la que el hombre se vincula a este Dios, Que confía plenamente en las posibilidades del hombre, de hacer del mundo en el que vivimos el Reino suyo, anticipado.

Esta manera de predicar a un Dios mágico diría yo, no ha favorecido mucho a una buena relación entre la ciencia, la técnica, el desarrollo humano, y la necesaria vinculación necesaria con el Dios que todo lo creó, y habilitó al hombre con esa posibilidad de, crecimiento científico, tecnológico. Para esa posibilidad de desarrollo, de crecimiento humano.

Hay que revisar realmente el modo con el que lo presentamos el Dios vivo. ¿Cuál es el vínculo de El con la persona creada en libertad y con la capacidad de desarrollar todo su potencial a favor de lo humano como lugar final donde Dios muestra todo su Señorío sobre lo creado.

Cuando se produce la ruptura del vínculo entre este Dios creador de un hombre para que reine libremente en un mundo que Dios le ha dado bajo su custodia, comienza a constituirse el hombre en dios. Y entonces Dios comienza a ser uno de bolsillo. Que aparece según las necesidades más cruciales de la vida. Pero que se puede vivir sin Él.

La Gloria es algo debido a Dios. Para ser más precisos la Gloria de Dios es la manifestación de Dios en medio de los hombres. La shekiná. La Gloria de Dios en medio nuestro. Se manifiesta a través de diferentes signos que podemos reconocer en nuestra historia, en la historia de los demás. Y esto nos permite percibir su cercanía. Y en ella su acción redentora por el amor que conmueve, serena, plenifica, pacifica, da gozo, clarifica. Los signos de la presencia del Amor de Dios que es su Gloria en medio nuestro, lo podemos descubrir en lo cotidiano, en lo de todos los días. Y allí entonces, percibir su soberanía, su grandeza.

La Gloria de Dios se manifiesta en el Antiguo Testamento, también en donde Dios elige un lugar para estar. El Templo, el Arca, la ley, la persona. La persona de Jesús. Y en Él todos. Cada pequeño. Cada uno que se reconoce bajo la mirada de Dios como parte de Él. Como perteneciente e Jesús. En realidad también aquellos que sin saberlo lo son. Y en esto todos.

No hay hombre que no pertenezca al misterio de Dios.

Toda la realidad humana está tocada, afectada, transformada, a partir del hecho de que Dios se hizo uno de nosotros. Se solidarizó con nosotros. Es un acto sencillo, de humildad, de reconocimiento, el percibir, este Dios en medio de nosotros. Presente. Por amor. Como es la costumbre suya. De sanar con su presencia, con su figura, las heridas que en el corazón nos dejan descolocados. Sin poder mirar bien en el camino. Sin poder terminar de ponernos de pie. Este Dios que es Amor y que por amor se entrega a nosotros, por su presencia amorosa, sencilla, simple, igualmente contundente. Concreta. Hace aquello que san Juan de la Cruz dice respecto a los males del hombre, sólo se curan, con presencia y con figura.

Este es el Dios que muestra la Gloria en medio de nosotros, con signos concretos a través de los cuáles, se nos comunica.

A éste, ¡Toda la Gloria! A este, ¡Todo el poder! A ese Dios cotidiano, sencillo, concreto, diáfano, a ese Dios Amor, cercano, a ese que pacifica el corazón, a ese que abraza la misericordia. A ese que, abre caminos para la reconciliación. A ese que derriba las durezas, que quiebra la soberbia. A ese Dios que acorta las distancias. ¡A ese la Gloria y el Poder!

Mientras que aquello que nosotros hemos puesto en su lugar, por nuestra soberbia, por nuestro orgullo, a nosotros mismos, a nosotros mismos en cuánto querer ocupar el lugar que no nos toca. A nosotros, en ese sentido, y sólo en ese sentido, desprecio. En ese sentido y sólo en ese sentido, el corrernos del medio.

“Así habla el Señor” -dice el profeta Jeremías- “que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el fuerte no se gloríe de su fuerza. Ni el rico se gloríe de su riqueza. El que se gloríe que se gloríe de esto, de tener inteligencia y conocerme. Porque yo soy el Señor. El practica la fidelidad, el derecho, la justicia sobre la tierra. Si, es eso lo que me agrada. Oráculo del Señor.” (Jer. 9, 22 – 23)

En el Eclesiástico 38, 6; la Palabra dice, hijo mío, gloríate con la debida modestia. Estímate según tu justo valor. Y un poquito más adelante dice, El Señor dio a los hombres su ciencia para ser glorificado por sus maravillas. Por eso Jesús dice que deben brillar nuestras buenas obras para que los hombres, no digan “¡Qué buenos muchachos estos eh!? ¡Qué buena gente! ¡Mirá vos qué distintos que son!” NO. El motivo de que aparezcan nuestras buenas obras es para glorificar a Dios.

No se puede ocultar una luz que está puesta arriba de la mesa para iluminar la casa, no se la puede meter debajo de la mesa. Porque no ilumina a nadie.

Es decir; las buenas obras tienen que aparecer. Pero, con la debida modestia. Yo diría con la discreción que merece, el ponerlo a Dios en el lugar. Cuando hablamos de discreción, hablamos de discernimiento. Un espíritu discreto, no es uno que se queda a mitad de los hechos, sino uno que va hasta el fondo de los hechos, y pone las cosas en su lugar.

Y la verdad sea dicha, que a la hora de poner orden, y poner las cosas en su lugar, a Dios hay que ponerlo en el centro.

En el camino que nos lleva a Dios, sin duda la soberbia, la vanagloria, ofrece un obstáculo, una resistencia, con la que vamos a tener que trabajar siempre. A veces es el embotellamiento de tránsito, a veces es el piquete, hay veces es imposibilidad de seguir avanzando, no hay modo de seguir transitando hacia Dios si no echamos un puente encima de ellos. Si no lo combatimos directamente. Los modos y las formas de abordarlas, a esta raíz de pecado, a esta herida honda y profunda de nuestro ser, son diversos.

Pero hay una forma como se manifiesta que, hay que tener cuidado de dejarla crecer, que es cuando nosotros de tal manera prestamos atención a nosotros mismos, y tan preocupados estamos de nosotros que esto nos desdibuja todo lo que hay alrededor nuestro. Cuidate del amor propio, que esto es lo que ocurre cuando entramos en esa actitud. Lo decía san Máximo confesor; es la madre de todos los vicios, es el amor irracional de sí mismo.

De el nacen sin dudas, decía Máximo confesor, los primeros tres pensamientos más desenfrenados. Los fundamentales; la gula, que es justamente esa falta de equilibrio, discreción, en el comer y en el beber. La avarícia, que es la misma falta de discreción y de medida en el poseer, y la vanagloria. Que es esa mirada demasiado atenta, sensible cuando no susceptible sobre sí mismo.

Tiene su origen en las exigencias que, uno pone de sí mismo, en el excesivo amor por sí mismo.

De verdad que hay que cuidarse, decía Máximo confesor, hay que cuidarse y amarse bien. Pero también hay que cuidarse del amor propio. Exagerado. Y combatirlo con mucha sobriedad.

Destruido éste, son destruidos todos los pensamientos que provienen de el.

A ver, como se entiende esto de destruir el amor propio frente a la indicación de Jesús de amar al prójimo como a sí mismo.

Es que justamente, el amor propio, como está presentado aquí, es un exagerado modo de ponerse donde a uno no le toca estar. Y termina por estar desubicado. Y eso ocurre cuando uno cree que es más de lo que es.

Cuando uno en realidad no tiene humildad. En realidad le falta verdad. Esto nace de la soberbia. Que es la madre de todos los pecados.

Es lo que hacen nuestros primeros padres, cuando quieren ocupar el lugar que Dios les dijo, no podían ocupar ellos.

Creo que la forma de entender aun más claramente esta dinámica del amor hacia sí mismo exagerado, falto de discreción, es la idolatría. En la idolatría entendemos de qué se trata. Es decir, cuando una persona, o uno mismo, una actividad o un modo de ser de uno, termina por ocupar todo, el centro. Vivimos para trabajar. Vivimos para “los demás”, atención con esto, porque hay veces hay un vivir para los demás que es una manera no sana. Que nos pone fuera de nosotros mismos. Es la idolatría que surge de vivir para el dinero. O vivir para el éxito. Vivir para la figuración.

Esta falta de centro de la vida, esta falta de eje, de quicio. Esta falta de equilibrio, que viene del desprendimiento de lo que verdaderamente, hace que la rueda pueda girar. Que como decíamos otras veces, una rueda cuando no tiene su eje, en algún punto deja de funcionar. Deja de girar.

Sólo la rueda puede girar siempre, si está bien impulsada, cuando tiene su eje. Cuando no tiene su eje anda suelta y en algún punto pierde su fuerza. Va para un lado, va para el otro y ¡tac! Cae.

Si la rueda está puesta sobre su eje, y hay algo que la impulsa para que se mueva, sin dificultad para seguir en su movimiento. Generando lo que tiene que generar.

San Agustín, hablando a cerca de este amor propio, y de este amor a Dios como bien diferenciados, dice; en realidad estos dos amores fundaron dos cosas bien distintas. La terrena, el amor propio, hasta a llegar a menospreciar a Dios. Y la del Cielo, el amor a Dios, hasta el desprecio de lo propio. La primera puso su gloria en sí misma. Y la segunda en el Señor.

Porque la una busca el honor y la gloria de los hombres. Y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia. Aquella, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza. Y ésta, dice a su Dios; Tú eres mi gloria, y el que ensalza mi cabeza. Aquella, la vanagloria, reina en los príncipes, o en las naciones. A quienes sujetó la ambición de reinar.

En esta unos a otros se sirven en caridad. Son las dos ciudades de las que habla san Agustín. La ciudad de Dios y la ciudad terrena. La ciudad del Cielo, y la ciudad de los hombres.

Nosotros tenemos que vivir caminando hacia una patria que no está aquí. Pero no podemos hacerlo sin anticiparla de alguna manera en la ciudadanía comprometida, con los hombres con los que construimos la vida todos los días. Este camino de liberación de nosotros y de lucha de nosotros con esta fuerza que impulsa la cerrazón al encuentro con Dios, decía un confesor mío en el seminario, muere tres horas después que morimos nosotros. La vamos a llevar siempre. Es como el origen de la fuerza del pecado como negación de Dios. Es una lucha constante. Es un trabajo de limar nuestra naturaleza, de trabajarla, de estar atentos a sus manifestaciones en este sentido siempre. Sin obsesiones, pero tampoco sin ingenuidades.

Sin estar pendiente de, pero también estando velando por. Porque tiene mucha fuerza, el pecado como capacidad destructora y de aniquilar la obra de la Gloria de Dios, en nosotros. Es justamente, lo que hace la vanagloria. El orgullo. La soberbia.

Como en todas las cosas no hay que perder el juicio, ni trabajar demás o de menos. Pero en el fondo lo que aparece es nuestra rebeldía de colaborar con la obra creadora de Dios o porque nos ponemos en el lugar de Él, o porque no queremos hacer lo que nos toca hacer.

Entonces a veces la falta de ganas de trabajar, es porque trabajamos de más. Y otras veces es porque no tenemos ganas. Entonces el punto es la discreción, el equilibrio entre los extremos. Es lo que permite encontrar el camino de la virtud.