María al pie de la cruz

viernes, 10 de abril de 2020

10/04/2020 – En este Viernes Santo seguimos con nuestro retiro de Pascua, nos adentramos en el primer  anuncio del día:

 

 

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”.  Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

Juan 19,25-27

 

Al pie de la Cruz coparticipes con María de la gracia de la redención

 

El autor del cuarto evangelio suele resumir toda una categoría de persona en un solo personaje que de esta forma adquiere rasgos en cierta forma simbólicos. En este caso, al pie de la cruz está una Mujer que es llamada la “Madre” de Jesús, y un hombre que es designado como “el discípulo amado de Jesús”. Se entiende que la Madre es María, pero el autor del evangelio calla su nombre y se detiene en su aspecto de Madre, ya que en ese momento deja de ser solo la Madre de Jesús para convertirse en Madre del discípulo amado. Ignoramos quien es este discípulo. Una extendida tradición ha dicho que era San Juan, aunque el evangelio no revela esa identidad. Es un discípulo al que Jesús ama. De manera que todos los que nos llamamos discípulos y nos sentimos amados por Jesús, nos encontramos representados por él.

Al pie de la Cruz el vínculo de maternidad de María con nosotros brota de su doloroso parto el que en el evangelio de Lucas, Simeón, le había profetizado: “a ti mujer una espada te atravesará el corazón”. En el texto de Juan como en el de Lucas la figura de María aparece como tipo de la Iglesia que en las palabras de Pablo ve reflejada su acción materna en clave de engendrar con dolor la vida de Cristo en los discípulos como participación de la gracia pascual del Señor. Col 1,24 “ahora me alegro por los padecimientos que soporto por ustedes y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia”

En este sentido cada uno de nosotros consciente de compartir la pascua de Jesús nos hacemos con Cristo y María coparticipes de la gracia de la redención en la medida que lo que nos toca de cruz lo asociamos en carácter redentor al plan de Dios.

María es una carta viviente escrita por la mano del Padre, una carta hecha de tan pocas palabras que no podemos dejar caer en saco roto ninguna de ellas. En este evangelio se nos muestra a María junto a la cruz. Junto a ella está el discípulo. Ese es el lugar del discípulo junto a María al pie de la cruz de Jesús.

 

Estar junto a la Cruz

 

¿Qué es estar junto a la cruz de Jesús? Lo determinante no es estar solo cargando el peso de la propia cruz, sino hacerlo en comunión con Cristo. Ese estado de comunión lo determina la fe. La fe es el camino para estar en comunión con Cristo. No es el sufrir sino el hacer por este camino como propio el sufrimiento de Cristo.

Dice el apóstol Pablo que la predicación de la cruz es la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios para los llamados en Cristo (1Cor 1,18-24). Esta fuerza y sabiduría es para todos aquellos que creen, no para los que sufren sin sentido, sino en Cristo como María.

En la fe compartida con María al pie de la cruz está toda la fecundidad de la Iglesia. La fuerza de la Iglesia viene de la predicación de la Cruz.

Esta predicación con poder nace del asumir la propia cruz, participando de sus sufrimientos, estar crucificado con El, completar por los propios sufrimientos lo que falta a la pasión de Cristo. Toda la vida del cristiano debe ser un sacrificio vivo.

Es la fe en la Cruz de Cristo la que pasando a través del sufrimiento pueda ser purgada como el oro en el crisol. Decía Juan Pablo II: “sufrir significa hacerse particularmente receptivos y abiertos a las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo SD 23.

El verdadero sufrir con Cristo libera de toda vanagloria, como de hecho lo puede hacer la verdadera fe. Dice San Pablo: “me glorío de mis debilidades, sobre todo de mis flaquezas, por eso de mis persecuciones y las angustias sufridas por Cristo, ahí cuando soy débil entonces soy fuerte.” 2 Cor 12, 9

 

El discípulo recibe a Jesús y a María en su casa

Sin dudas, el discípulo ha recibido un regalo grande: el contar con María entre sus cosas más queridas. El discípulo es cada uno de nosotros. Lo más querido es Jesús, con su propia entrega en el misterio de la Eucaristía. Y María está entre las cosas más queridas con las que cuenta el discípulo, que ha recibido en la Pascua estos dos grandes regalos: la Eucaristía y la Madre. María va a la casa de los discípulos. En el discípulo estamos todos nosotros presentes.
Y María llega a estos lugares después de haber estado en el corazón de su Hijo, todo el tiempo en plena comunión con Él desde el momento mismo de la encarnación hasta la cruz, pasando por el vivir según la palabra que su Hijo iba desparramando como buen semabrador por todas partes, y haber sido elogiada como aquella que en la escucha fiel de la palabra la pone en práctica como ninguna. María es la mujer del profundo encuentro con Jesús y del íntimo lugar de comunión con su Hijo. El mismo Simeón ha dicho esto: a ti, mujer, una espada te atravesará el corazón. María está en plena comunión con el Hijo, y por eso cuando el Hijo es crucificado, la Madre es crucificada con Él.
Ahora el Hijo ha encontrado, por la fuerza del amor llegando a su plenitud en la entrega de la cruz, la plena comunión con la humanidad al asumir lo que nada tiene que ver con su condición de Hijo de Dios impecable: la realidad del pecado. Y entonces ahora el Hijo ha quedado para siempre instalado entre nosotros, llevándonos por el camino de la gracia y la fidelidad, desde la realidad de nuestro corazón herido a la sanidad de la vida de Dios en cada uno de nosotros. Se quedó entre nosotros. Y por eso el lugar de María es la casa del discípulo, donde el Hijo está, porque en realidad Jesús se ha quedado en los discípulos, y donde está Jesús está la Madre. Eso es lo que Jesús ha querido desde siempre: que la Madre esté con Él.

María viene a nuestra casa de la mano de su Hijo, que se quedó en medio nuestro. La casa es el lugar de lo íntimo, de lo más querido; tiene que ver con la cordialidad, con lo íntimo abierto también a los otros. Hay presencia viva del Hijo entre las cosas más queridas nuestras, son presencias misteriosas de Dios en medio nuestro. Todo lo genuinamente amado y no poseído sino entregado, forma parte de la presencia del Hijo en medio nuestro, y entre esas cosas la Madre ha venido a ocupar su lugar. El lugar de la Madre es la casa del discípulo, es decir las realidades más queridas en nosotros.