06/12/2021 – En Lucas 2,51-52 se dice, respecto de Jesús, que “crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres” y que, toda esta historia de amor que se forjaba en Nazaret, su madre lo guardaba en el corazón.
“El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres”. Lucas 2,51-52
“El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres”.
Lucas 2,51-52
Aunque se realizó por obra del Espíritu Santo y de una Madre Virgen, la generación de Jesús, como la de todos los hombres pasó por las fases de la concepción, la gestación y el parto. Además, la maternidad de María no se limitó exclusivamente al proceso biológico de la generación, sino que, al igual que sucede en el caso de cualquier otra madre, también contribuyó de forma esencial al crecimiento y desarrollo de su hijo.
No sólo es madre la mujer que da a luz un niño, sino también la que lo cría y lo educa; más aún, podemos muy bien decir que la misión de educar es según el plan divino, una prolongación natural de la procreación.
María es Theotokos no sólo porque engendró y dio a luz al Hijo de Dios, sino también porque lo acompañó en su crecimiento humano.
Se podría pensar que Jesús, al poseer en sí mismo la plenitud de la divinidad, no tenía necesidad de educadores. Pero el misterio de la Encarnación nos revela que el Hijo de Dios vino al mundo en una condición humana totalmente semejante a la nuestra, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Como acontece con todo ser humano, el crecimiento de Jesús, desde su infancia hasta su edad adulta (cf. Lc 2, 40), requirió la acción educativa de sus padres. El evangelio de san Lucas, particularmente atento al período de la infancia, narra que Jesús en Nazaret se hallaba sujeto a José y a María (cf. Lc 2, 51). Esa dependencia nos demuestra que Jesús tenía la disposición de recibir y estaba abierto a la obra educativa de su madre y de José, que cumplían su misión también en virtud de la docilidad que él manifestaba siempre.
Los dones especiales, con los que Dios había colmado a María, la hacían especialmente apta para desempeñar la misión de madre y educadora. En las circunstancias concretas de cada día, Jesús podía encontrar en ella un modelo para seguir e imitar, y un ejemplo de amor perfecto a Dios y a los hermanos.
Además de la presencia materna de María, Jesús podía contar con la figura paterna de José, hombre justo (cf. Mt 1, 19), que garantizaba el necesario equilibrio de la acción educadora. Desempeñando la función de padre, José cooperó con su esposa para que la casa de Nazaret fuera un ambiente favorable al crecimiento y a la maduración personal del Salvador de la humanidad. Luego, al enseñarle el duro trabajo de carpintero, José permitió a Jesús insertarse en el mundo del trabajo y en la vida social.
Los escasos elementos que el evangelio ofrece no nos permiten conocer y valorar completamente las modalidades de la acción pedagógica de María con respecto a su Hijo divino. Ciertamente ella fue, junto con José, quien introdujo a Jesús en los ritos y prescripciones de Moisés, en la oración al Dios de la alianza mediante el uso de los salmos y en la historia del pueblo de Israel, centrada en el éxodo de Egipto. De ella y de José aprendió Jesús a frecuentar la sinagoga y a realizar la peregrinación anual a Jerusalén con ocasión de la Pascua.
Contemplando los resultados, ciertamente podemos deducir que la obra educativa de María fue muy eficaz y profunda, y que encontró en la psicología humana de Jesús un terreno muy fértil.
La misión educativa de María, dirigida a un hijo tan singular, presenta algunas características particulares con respecto al papel que desempeñan las demás madres. Ella garantizó solamente las condiciones favorables para que se pudieran realizar los dinamismos y los valores esenciales del crecimiento, ya presentes en el hijo. Por ejemplo, el hecho de que en Jesús no hubiera pecado exigía de María una orientación siempre positiva, excluyendo intervenciones encaminadas a corregir. Además, aunque fue su madre quien introdujo a Jesús en la cultura y en las tradiciones del pueblo de Israel, será él quien revele, desde el episodio de su pérdida y encuentro en el templo, su plena conciencia de ser el Hijo de Dios, enviado a irradiar la verdad en el mundo, siguiendo exclusivamente la voluntad del Padre. De “maestra” de su Hijo, María se convirtió así en humilde discípula del divino Maestro, engendrado por ella.
Permanece la grandeza de la tarea encomendada a la Virgen Madre: ayuda a su Hijo Jesús a crecer, desde la infancia hasta la edad adulta, “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) y a formarse para su misión.
María y José aparecen, por tanto, como modelos de todos los educadores. Los sostienen en las grandes dificultades que encuentra hoy la familia y les muestran el camino para lograr una formación profunda y eficaz de los hijos.
Su experiencia educadora constituye un punto de referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de la persona de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios.
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