María en la perspectiva trinitaria

jueves, 18 de noviembre de 2021

18/11/2021 – Junto al padre Mario Sánchez compartimos la catequesis del día en torno a la figura de María:

 

“Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a os que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios.

Gálatas 4,4-7

 

 

 

El capítulo VIII de la constitución Lumen Gentium indica en el misterio de Cristo la referencia necesaria e imprescindible de la doctrina mariana. A este respecto, son significativas las primeras palabras de la introducción: “Dios, en su gran bondad y sabiduría, queriendo realizar la redención del mundo, ‘al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos la adopción de hijos’ (Ga 4, 4-5)” (n. 52). Este Hijo es el Mesías, esperado por el pueblo de la antigua alianza y enviado por el Padre en un momento decisivo de la historia, “al llegar la plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), que coincide con su nacimiento de una mujer en nuestro mundo. La mujer que introdujo en la humanidad al Hijo eterno de Dios nunca podrá ser separada de Aquel que se encuentra en el centro del designio divino realizado en la historia.
El primado de Cristo se manifiesta en la Iglesia, su Cuerpo místico. En efecto, en ella “los fieles están unidos a Cristo, su cabeza, en comunión con todos los santos” (cf. Lumen Gentium, 52). Es Cristo quien atrae a sí a todos los hombres. Dado que, en su papel materno, María está íntimamente unida a su Hijo, contribuye a orientar hacia él la mirada y el corazón de los creyentes.
Ella es el camino que lleva a Cristo. En efecto, la que “al anunciarle el ángel la Palabra de Dios, la acogió en su corazón y en su cuerpo” (ib., 53), nos muestra cómo acoger en nuestra existencia al Hijo bajado del cielo, educándonos para hacer de Jesús el centro y la ley suprema de nuestra existencia.

Además, María nos ayuda a descubrir en el origen de toda la obra de la salvación la acción soberana del Padre, que invita a los hombres a hacerse hijos en el Hijo único. Evocando las hermosísimas expresiones de la carta a los Efesios: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-5), el Concilio atribuye a Dios el título de infinitamente misericordioso. Así, el Hijo “nacido de una mujer” se presenta como fruto de la misericordia del Padre, y nos hace comprender mejor cómo esta mujer es Madre de misericordia.

En el mismo contexto, el Concilio llama también a Dios infinitamente sabio, sugiriendo una atención particular al estrecho vínculo que existe entre María y la sabiduría divina que, en su arcano designio, quiso la maternidad de la Virgen.

El texto conciliar nos recuerda, asimismo, el vínculo singular que une a María con el Espíritu Santo, con las palabras del Símbolo niceno-constantinopolitano, que recitamos en la liturgia eucarística: “El cual, [el Hijo] por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen” (Lumen Gentium, 52).

Expresando la fe inmutable de la Iglesia, el Concilio nos recuerda que la encarnación prodigiosa del Hijo se realizó en el seno de la Virgen María sin participación de hombre, por obra del Espíritu Santo.

Así pues, la introducción del capítulo VIII de la Lumen gentium indica, en la perspectiva trinitaria, una dimensión esencial de la doctrina mariana. En efecto, todo viene de la voluntad del Padre, que envió al Hijo al mundo, manifestándolo a los hombres y constituyéndolo cabeza de la Iglesia y centro de la historia. Se trata de un designio que se realizó con la encarnación, obra del Espíritu Santo, pero con la colaboración esencial de una mujer, la Virgen María, que de ese modo, entró a formar parte de la economía de la comunicación de la Trinidad al género humano.

La triple relación de María con las Personas divinas se afirma con palabras precisas también en la ilustración de la relación típica que une a la Madre del Señor con la Iglesia: “Está enriquecida con este don y dignidad: es la Madre del Hijo de Dios. Por tanto, es la hija predilecta del Padre y el templo del Espíritu Santo” (ib., 53).

La dignidad fundamental de María es la de ser Madre del Hijo, que se expresa en la doctrina y en el culto cristiano con el título de Madre de Dios.

Se trata de una calificación sorprendente que manifiesta la humildad del Hijo unigénito de Dios en su encarnación y, en relación con ella, el máximo privilegio concedido a la criatura llamada a engendrarlo en la carne.

María como Madre del Hijo es hija predilecta del Padre de modo único. A ella se le concede una semejanza del todo especial entre su maternidad y la paternidad divina.

Más aún: todo cristiano es “templo del Espíritu Santo”, según la expresión del apóstol Pablo (1 Co 6, 19). Pero esta afirmación tiene un significado excepcional en María. En efecto, en ella la relación con el Espíritu Santo se enriquece con la dimensión esponsal. Lo he recordado, dice el Papa Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Mater “El Espíritu Santo ya ha descendido a ella, que se ha convertido en su esposa fiel en la anunciación acogiendo al Verbo de Dios verdadero…” (n. 26).
La relación privilegiada de María con la Trinidad le confiere, por tanto, una dignidad que supera en gran medida a la de todas las demás criaturas. El Concilio lo recuerda expresamente: debido a esta “gracia tan extraordinaria”, María “aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra” (Lumen Gentium, 53). Sin embargo esta dignidad tan elevada no impide que María sea solidaria con cada uno de nosotros. En efecto la constitución Lumen gentium prosigue: “Se encuentra unida en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan ser salvados”, y fue “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (ib).

Aquí se manifiesta el significado autentico de los privilegios de María y de sus relaciones excepcionales con la Trinidad: tienen la finalidad de hacerla idónea para cooperar en la salvación del género humano. Por tanto, la grandeza inconmensurable de la Madre del Señor sigue siendo un don del amor de Dios a todos los hombres. Proclamándola “bienaventurada” (Lc 1, 48), las generaciones exaltan las “maravillas” (Lc 1, 49) que el Todopoderoso hizo en ella en favor de la humanidad, “acordándose de su misericordia” (Lc 1, 54).