Maria: Fiel al pie de la cruz

lunes, 5 de diciembre de 2011
image_pdfimage_print
 

“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.”

            Jn. 19, 25-27
 

 

Este texto es de Juan, el discípulo amado, aquél que va a escribir lo mismo que vivió (porque nos ha relatado que junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre, aquel grupo de mujeres piadosas y también estaba el discípulo amado, es decir el mismo que está escribiendo el santo evangelio), que experimentó lo que va a narrar, este testigo fiel de lo que vivió. Juan el evangelista es el testigo que estuvo presente, no se lo contaron ni le llegó a él por otra vía. Allí nos presenta este panorama: la cruz de Jesús, Jesús suspendido en ella, a punto de morir, en su agonía; y junto a Él, la Madre, en su postura de fidelidad, de pie hasta el momento de la prueba suprema, cuando su Hijo entregó su vida por nosotros.

 

El documento conciliar Lumen Gentium también nos presenta esta escena de la Virgen como Madre fiel. En el N° 58 dice: “En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2, 1-11). A lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 29 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn 19,26-27).”

 

Ponemos nuestra mirada en Jesús, en la cruz, de cara al Padre y también de cara a los hombres. Y junto a Él, María, de pie. Esta actitud que tiene el sentido profundo de la fidelidad. El estar de pie no es solamente una postura física, sino que es una actitud del alma y un desafío para nuestra vida: quien está de pie está desafiando a no abandonarse, a no bajar los brazos, a no desesperar, a no perder la fuerza que viene de Dios para hacer frente a la cruz que nos toca. Y junto a esta actitud de Santa María, la fidelidad de su corazón con el corazón sufriente de su Hijo, la actitud de Jesús también tiene un sentido profundo de ofrecimiento. Aquello que la Carta a los Hebreos nos recuerda: sacrificios, oblaciones y holocaustos no los quisiste ni te agradaron; entonces he aquí que vengo a hacer tu voluntad, Padre.

 

Sobre la cruz, Jesús está en oración porque está de cara al Padre con la angustia y el desamparo de la agonía. La actitud de María también tiene un sentido: no estaba abatida por el dolor, aunque sin duda como Madre el dolor le apuñalaba el corazón. Pero estaba al pie, fuera de sí misma, mirando a Jesús que la miraba también. Lo que la mantenía en pie era precisamente que era atraída por lo que su Hijo estaba viviendo, como una madre se siente atraída cuando ve a su hijo, y cuánto más cuando lo ve sufrir. Ella estaba llena de ternura, de compasión, y eso le daba fuerzas para mantenerse en la prueba. No era momento para pensar en sí misma, sino para pensar en lo que estaba viviendo su hijo y por su hijo, lo que íbamos a vivir todos nosotros. Y en ese momento, aparece también la oración de María, unida a la oración de su Hijo que se está ofreciendo al Padre; hay un amor a la Trinidad que está redimiendo a los hombres.

 

Juan también estaba al pie de la cruz, con María Magdalena y otras mujeres. El grupo de los doce se había reducido a medida que Jesús subía a Jerusalén y marchaba resueltamente a la cruz. Algunos lo abandonaron; otros titubearon, vacilaron, hasta que huyeron. Y queda apenas un pequeño grupo hasta ese momento supremo, un grupo minúsculo, que a veces también es imagen de la Iglesia unida a la oración de María y de Jesús; la Iglesia que se convierte en esposa y madre, en un misterio de dolor y también de gloria. Allí aparece esta escena que no sólo nos conmueve en el sentimiento sino también nos mueve en la fe porque se está realizando la obra suprema y allí nos es dada María como Madre. Entonces nosotros, como hijos, debemos asumir esta primera actitud de la Virgen, de pie frente a la cruz.

 

Nosotros sabemos que la presencia de María allí no es un adorno de estampita, sino que es motivadora de lo que tiene que ser en la vida del discípulo: si el Maestro ha tenido este camino, no menos podemos pensar nosotros los discípulos. Y si María, la primera discípula, estaba experimentando allí esa asociación a su hijo, que es el Maestro, estaba recibiendo Ella en ese momento la mejor cátedra para ser también Maestra nuestra, Maestra fiel al pie de la cruz.

 

Las últimas palabras que conservamos de María en los Evangelios nos alientan a seguir a Jesús: en la Bodas de Caná dice hagan lo que Él les diga. Y en el momento en que Jesús muere en la cruz, María con los ojos fijos en Él, unida en corazón y en vida, nos hace experimentar a nosotros la unión en ese mismo proyecto que el Padre Dios tenía para nosotros. Ese grito de Jesús muriendo en la cruz, que nosotros podemos imaginarlo y hasta escucharlo en nuestro propio corazón, es la palabra y la oración última de Jesús. Y después viene el silencio, que es más profundo todavía que el grito.

No se nos ha referido ninguna otra palabra de María. No hay dudas de que el último grito de Jesús en la cruz, también resonó en el corazón de María. Y su respuesta fue el silencio de su oración y de su entrega.

Esa oración tiene como antesala los momentos en que Ella siguió la vida pública de su divino hijo. María no hubiese estado presente en el Calvario si antes no se hubiese interesado por la misión de Jesús en los tres años de predicación recorriendo toda la Palestina, la Tierra Santa. Esa presencia de María al pie de la cruz fue la culminación de todo un camino, que comienza en la Anunciación y a partir de allí fue renovando la fe, confiando en lo que Cristo iba realizando en cada momento, y que culmina no sólo en la cruz sino también en Pentecostés, cuando Cristo Resucitado da a la Iglesia naciente el don de su Santo Espíritu. De allí que podemos decir que María toma parte en la misión de Jesús. En Caná, María le pide que actúe y entonces Jesús inicia su misión, adelantando su hora. Ese primer milagro tiene la oración intercesora de la Madre. Y a medida que se acerca la Pasión, se va develando el fondo de los corazones y María asiste a este debate del corazón de los que han conocido a Jesús: unos lo abandonan, otros vacilan, sin saber qué partido tomar, especulan algunos para ver si pueden sacar ventaja o rédito humano. Pedro le hace promesa desconsiderada, ignorando que Jesús oró para que la fe de él no desfalleciera. Así van pasando las distintas actitudes humanas. Y tiene que primar la actitud del equilibrio y la madurez que solo la fe da. ¿Cómo se entiende la fidelidad en un momento de cruz si no es desde la confianza que nosotros ponemos en los brazos de Cristo y desde la fe que nos hace sostenernos ante lo que humanamente sería imposible manternos de pie? Solo una actitud que fue creciendo a lo largo del tiempo y de la obra de Cristo, una actitud de oración, de fidelidad, de madurez, de equilibrio, mantiene de pie a alguien frente al misterio de la cruz. De lo contrario, si estas realidades son improvisadas o si surgen de repente en nuestra vida, lo que provoca en el corazón del hombre es la rebeldía, la negación, el querer huir y abandonar todo, el bajar los brazos, el desanimarnos.

María no tuvo palabras agresivas ante aquellos que flagelaron a Jesús hasta la muerte; no salió a repartir insultos ni actitudes de ira o enojos contra aquellos que se burlaban y llevaban a su Hijo hasta la cruz. Ella no utilizó ningún gesto amenazador. Pero todo esto fue fruto del proceso de maduración, de equilibrio, de oración, de mujer que contempló lo que iba ocurriendo para poder llegar a esta fidelidad de pie junto a la cruz.

Esto también es parte de nuestra vida, porque no podemos pensar en estar nosotros de pie junto a la cruz si antes no hemos madurado y hecho equilibrio en nuestro corazón para aferrarnos a lo que es la vida del discípulo de Cristo; y de entender, masticar, rezar lo que el mismo Jesús nos viene a pedir en cada uno de los momentos de nuestra vida. Solo se mantiene de pie junto a la cruz aquel que antes hizo el recorrido de caminar con los que Cristo caminó, de escuchar lo que Él enseñó, de vivir lo que Él nos ofreció como estilo de vida.

Y Jesús hizo a María Madre nuestra para que siga enseñándonos cómo podemos ser fieles estando de pie junto a la cruz que nos toca llevar.

“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.”

Cuando miramos esta fidelidad de María, de pie junto a la cruz, misterio de la redención que se está obrando, también nosotros necesitamos alargar nuestra mirada para dirigirla al discípulo Juan, que escuchó de Jesús el pedido de que recibiera a María como su madre en su casa. No es un pedido que termina allí, sino que está encomendado a todos los que queremos ser discípulos de Jesús y que por lo tanto también tenemos esta consigna clave de recibir a la Virgen en nuestro hogar, recibir a la Madre en nuestra propia vida, su presencia, su maternidad, su ser modelo de lo que debe configurar nuestra vida cristiana.

 

Este misterio de la maternidad divina también tiene un misterio de amistad entre Jesús y Juan que siempre nos ha movido a la imitación. Aquel discípulo que había escuchado el latir del corazón de Cristo, que era el más joven de todos y que permaneció firme y fiel hasta el último momento, es también el testimonio que nos invita a nosotros a tener esa ubicación, que se podría resumir como la actitud del permanecer; ese discípulo que Jesús amaba es el que permaneció hasta recibir a la propia Madre de Cristo en su casa y en su vida. Juan, que estuvo maravillado con la mirada conmovedora de la amistad de Jesús, pidió descansar sobre el corazón de Jesús en la cena y también su mirada de águila le hizo adivinar el secreto de Cristo. Recordemos que el Evangelio de Juan se simboliza con el águila por lo elevado de su escritura y del sentido teológico que el evangelista da en su Evangelio.

Más allá de esa amistad humana, Juan experimenta el misterio de la redención que se está obrando. Y comprendió que el grito de Jesús en la cruz reflejaba también el grito del Padre Dios que no cesará de resonar en el corazón de los hombres de oración. Contemplando ese corazón traspasado de Jesús, él vio la entrega del divino hijo donde estaba derramándose el amor para todos nosotros. Y en el fondo se vuelve a insistir en que nosotros debemos ser los discípulos amados. En la 1° Carta de San Juan escribe: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos.Porque la Vida se hizo visible, y nosotros la vimos y somos testigos, y les anunciamos la Vida eterna, que existía junto al Padre y que se nos ha manifestado. Lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.”

 

Nosotros también necesitamos hoy tomar ese lugar de Juan, allí está la actitud de equilibrio y madurez en la fe. Nosotros recibimos lo que nos han transmitido y a su vez debemos seguir transmitiéndolo. La imagen de María, fiel al pie de la cruz; la de Juan que la recibe como Madre entregada por Jesús, son las imágenes que nosotros recibimos como encargo para seguir siendo discípulos. Por lo tanto, el cristiano es un transmisor de la esperanza que Cristo nos dejó y por eso la cruz no es una realidad que nos doblega y nos aplasta, sino que en Él tiene sentido y por Él podemos cargarla y saber que es motivo de redención, que nos lleva a la gloria, que hay un para qué, que abre una dimensión distinta a lo que nos toca vivir o sufrir.

 Padre Daniel Cavallo