23/11/2021 – Seguimos compartiendo la catequesis en torno a la figura de nuestra Madre María en su mes. Hoy nos acompañó el padre Daniel Cavallo, sacerdote de la Arquidiócesis de Córdoba.
“En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Angel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús”. Lucas 1,26-31
“En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Angel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús”.
Lucas 1,26-31
En el relato de la Anunciación, la primera palabra del saludo del ángel ―Alégrate― constituye una invitación a la alegría que remite a los oráculos del Antiguo Testamento dirigidos a la hija de Sión. Los motivos en los que se funda esa invitación: la presencia de Dios en medio de su pueblo, la venida del rey mesiánico y la fecundidad materna. Estos motivos encuentran en María su pleno cumplimiento.
El ángel Gabriel, dirigiéndose a la Virgen de Nazaret, después del saludo “alégrate”, la llama “llena de gracia”. Esas palabras del texto griego: “alégrate” y “llena de gracia”, tienen entre sí una profunda conexión: María es invitada a alegrarse sobre todo porque Dios la ama y la ha colmado de gracia con vistas a la maternidad divina.
La fe de la Iglesia y la experiencia de los santos enseñan que la gracia es la fuente de alegría y que la verdadera alegría viene de Dios. En María, como en los cristianos, el don divino es causa de un profundo gozo. “Llena de gracia”: esta palabra dirigida a María se presenta como una calificación propia de la mujer destinada a convertirse en la madre de Jesús. Lo recuerda oportunamente la constitución Lumen Gentium, cuando afirma: “La Virgen de Nazaret es saludada por el ángel de la Anunciación, por encargo de Dios, como ‘llena de gracia’ ” (n. 56).
El hecho de que el mensajero celestial la llame así confiere al saludo angélico un valor más alto: es manifestación del misterioso plan salvífico de Dios con relación a María. “La plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo” (Redemptoris Mater n. 9).
Llena de gracia es el nombre que María tiene a los ojos de Dios. En efecto, el ángel, según la narración del evangelista san Lucas, lo usa incluso antes de pronunciar el nombre de María, poniendo así de relieve el aspecto principal que el Señor ve en la personalidad de la Virgen de Nazaret.
La expresión “llena de gracia” traduce la palabra griega “kexaritomene”, la cual es un participio pasivo. Así pues, para expresar con más exactitud el matiz del término griego, no se debería decir simplemente llena de gracia, sino “hecha llena de gracia” o “colmada de gracia”, lo cual indicaría claramente que se trata de un don hecho por Dios a la Virgen. El término, en la forma de participio perfecto, expresa la imagen de una gracia perfecta y duradera que implica plenitud. El mismo verbo, en el significado de “colmar de gracia”, es usado en la carta a los Efesios para indicar la abundancia de gracia que nos concede el Padre en su Hijo amado (cf. Ef 1, 6). María la recibe como primicia de la Redención (cf. Redemptoris Mater, 10).
En el caso de la Virgen, la acción de Dios resulta ciertamente sorprendente. María no posee ningún título humano para recibir el anuncio de la venida del Mesías. Ella no es el sumo sacerdote, representante oficial de la religión judía, y ni siquiera un hombre, sino una joven sin influjo en la sociedad de su tiempo. Además, es originaria de Nazaret, aldea que nunca cita el Antiguo Testamento y que no debía gozar de buena fama, como lo dan a entender las palabras de Natanael que refiere el evangelio de san Juan: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46).
El carácter extraordinario y gratuito de la intervención de Dios resulta aún más evidente si se compara con el texto del evangelio de san Lucas que refiere el episodio de Zacarías. Ese pasaje pone de relieve la condición sacerdotal de Zacarías, así como la ejemplaridad de vida, que hace de él y de su mujer Isabel modelos de los justos del Antiguo Testamento: “Caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Señor” (Lc 1, 6).
En cambio, ni siquiera se alude al origen de María. En efecto, la expresión “de la casa de David” (Lc 1, 27) se refiere sólo a José. No se dice nada de la conducta de María. Con esa elección literaria, san Lucas destaca que en ella todo deriva de una gracia soberana. Cuanto le ha sido concedido no proviene de ningún título de mérito, sino únicamente de la libre y gratuita predilección divina.
Al actuar así, el evangelista ciertamente no desea poner en duda el excelso valor personal de la Virgen santa. Más bien, quiere presentar a María como puro fruto de la benevolencia de Dios, quien tomó de tal manera posesión de ella, que la hizo, como dice el ángel, llena de gracia. Precisamente la abundancia de gracia funda la riqueza espiritual oculta en María.
En el Antiguo Testamento, Yahveh manifiesta la sobreabundancia de su amor de muchas maneras y en numerosas circunstancias. En María, en los albores del Nuevo Testamento, la gratuidad de la misericordia divina alcanza su grado supremo. En ella la predilección de Dios, manifestada al pueblo elegido y en particular a los humildes y a los pobres, llega a su culmen.
La Iglesia, alimentada por la palabra del Señor y por la experiencia de los santos, exhorta a los creyentes a dirigir su mirada hacia la Madre del Redentor y a sentirse como ella amados por Dios. Los invita a imitar su humildad y su pobreza, para que, siguiendo su ejemplo y gracias a su intercesión, puedan perseverar en la gracia divina que santifica y transforma los corazones.
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