16/11/2021 –
“Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” Lucas 1,41-42
“Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!”
Lucas 1,41-42
La doctrina mariana, desarrollada ampliamente en nuestro siglo desde el punto de vista teológico y espiritual, ha cobrado recientemente nueva importancia desde el punto de vista sociológico y pastoral, entre otras causas, gracias a la mejor comprensión del papel de la mujer en la comunidad cristiana y en la sociedad, como muestran las numerosas y significativas intervenciones del Magisterio.
Son conocidas las palabras del mensaje que, al término del concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, los padres dirigieron a las mujeres de todo el mundo: «Llega la hora, ha llegado la hora, en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en la que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un alcance, un poder jamás alcanzados hasta ahora» (Ench. Vat. 1, 307).
Algunos años después, en la carta apostólica Mulieris dignitatem, corroboré esas afirmaciones: «La dignidad de la mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia muy particular» (n. 1).
En este siglo el movimiento feminista ha reivindicado particularmente el papel y la dignidad de la mujer, tratando de reaccionar, a veces de forma enérgica, contra todo lo que, tanto en el pasado como en el presente, impide la valorización y el desarrollo pleno de la personalidad femenina, así como su participación en las múltiples manifestaciones de la vida social y política.
Se trata de reivindicaciones, en gran parte legítimas, que han contribuido a lograr una visión más equilibrada de la cuestión femenina en el mundo contemporáneo. Con respecto a esas reivindicaciones, la Iglesia, sobre todo en tiempos recientes, ha mostrado singular atención, alentada entre otras cosas por el hecho de que la figura de María, si se contempla a la luz de lo que de ella nos narran los evangelios, constituye una respuesta válida al deseo de emancipación de la mujer: María es la única persona humana que realiza de manera eminente el proyecto de amor divino para la humanidad.
Ese proyecto ya se manifiesta en el Antiguo Testamento, mediante la narración de la creación, que presenta a la primera pareja creada a imagen de Dios: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Por eso, la mujer, al igual que el varón, lleva en sí la semejanza con Dios. Desde su aparición en la tierra como resultado de la obra divina, también vale para ella esta consideración: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1, 31). Según esta perspectiva, la diversidad entre el hombre y la mujer no significa inferioridad por parte de ésta, ni desigualdad, sino que constituye un elemento de novedad que enriquece el designio divino, manifestándose como algo que está muy bien.
Sin embargo, la intención divina va más allá de lo que revela el libro del Génesis. En efecto, en María Dios suscitó una personalidad femenina que supera en gran medida la condición ordinaria de la mujer, tal como se observa en la creación de Eva. La excelencia única de María en el mundo de la gracia y su perfección son fruto de la particular benevolencia divina, que quiere elevar a todos, hombres y mujeres, a la perfección moral y a la santidad propias de los hijos adoptivos de Dios. María es la bendita entre todas las mujeres; sin embargo, en cierta medida, toda mujer participa de su sublime dignidad en el plan divino.
El don singular que Dios nos hizo a la Madre del Señor no sólo testimonia lo que podríamos llamar el respeto de Dios por la mujer; también manifiesta la consideración profunda que hay en los designios divinos por su papel insustituible en la historia de la humanidad.
Las mujeres necesitan descubrir esta estima divina para tomar cada vez más conciencia de su elevada dignidad. La situación histórica y social que ha causado la reacción del feminismo se caracterizaba por una falta de aprecio del valor de la mujer, obligada con frecuencia a desempeñar un papel secundario o, incluso, marginal. Esto no le ha permitido expresar plenamente las riquezas de inteligencia y sabiduría que encierra la femineidad. En efecto, a lo largo de la historia las mujeres han sufrido a menudo un escaso aprecio de sus capacidades y, a veces, incluso desprecio y prejuicios injustos. Se trata de una situación que a pesar de algunos cambios significativos, perdura desgraciadamente aún hoy en numerosas naciones y en muchos ambientes del mundo.
La figura de María manifiesta una estima tan grande de Dios por la mujer, que cualquier forma de discriminación queda privada de fundamento teórico.
La obra admirable que el Creador realizó en María ofrece a los hombres y a las mujeres la posibilidad de descubrir dimensiones de su condición que antes no habían sido percibidas suficientemente. Contemplando a la Madre del Señor las mujeres podrán comprender mejor su dignidad y la grandeza de su misión. Pero también los hombres, a la luz de la Virgen Madre, podrán tener una visión más completa y equilibrada de su identidad, de la familia y de la sociedad.
La atenta consideración de la figura de María, tal como nos la presenta la sagrada Escritura leída en la fe por la Iglesia, es más necesaria aún ante la desvalorización que, a veces, han realizado algunas corrientes feministas. En algunos casos, la Virgen de Nazaret ha sido presentada como el símbolo de la personalidad femenina encerrada en un horizonte doméstico restringido y estrecho.
Por el contrario, María constituye el modelo del pleno desarrollo de la vocación de la mujer al haber ejercido, a pesar de los límites objetivos impuestos por su condición social, una influencia inmensa en el destino de la humanidad y en la transformación de la sociedad.
Además la doctrina mariana puede iluminar los múltiples modos con los que la vida de la gracia promueve la belleza espiritual de la mujer.
Ante la vergonzosa explotación de quien a veces transforma a la mujer en un objeto sin dignidad, destinado a la satisfacción de pasiones deshonestas, María reafirma el sentido sublime de la belleza femenina, don y reflejo de la belleza de Dios.
Es verdad que la perfección de la mujer, tal como se realizó plenamente en María, puede parecer a primera vista un caso excepcional, sin posibilidad de imitación, un modelo demasiado elevado como para poderlo imitar. De hecho, la santidad única de quien gozó desde el primer instante del privilegio de la concepción inmaculada, fue considerada a veces como signo de una distancia insuperable.
Por el contrario, la santidad excelsa de María, lejos de ser un freno en el camino del seguimiento del Señor, en el plan divino está destinada a animar a todos los cristianos a abrirse a la fuerza santificadora de la gracia de Dios, para quien nada es imposible. Por tanto, en María todos están llamados a tener confianza total en la omnipotencia divina, que transforma los corazones, guiándolos hacia una disponibilidad plena a su providencial proyecto de amor.
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