03/09/2021 – San Juan de la Cruz advertía que no confundamos nuestras pobres y limitadas experiencias con el ser de Dios, porque “por grandes comunicaciones, o conocimientos que un alma en esta vida tenga, todo eso no es esencialmente Dios”. Entonces, invitaba: “Nunca te quieras satisfacer en lo que entiendes de Dios, sino más bien en lo que no entiendes de él”. Esta es una invitación a vivir en una constante búsqueda, sabiendo que nunca terminamos de alcanzarlo: “Dios excede al mismo entendimiento. A Dios más se acerca el alma no entendiendo que entendiendo”. Cualquier idea que nos haga sentir que estamos abarcando a Dios, atrapándolo con nuestras capacidades, no es más que una falsedad que nos engaña. Y luego agregaba san Juan de la Cruz: “Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro. Porque es inmensa y sus riquezas son incomprensibles. Entrar en ellas es un deleite inestimable que excede todo sentido”.
Todas las experiencias de la vida, vividas en gracia de Dios, pueden abrirnos para entrar en esta espesura, especialmente los momentos duros. Así lo explica san Juan de la Cruz: “Los padecimientos son un medio para entrar más adentro en la espesura de la deleitable sabiduría de Dios, porque el más puro padecer trae el más íntimo y puro entender, y por consiguiente el más puro y subido gozar”. Por esta razón san Agustín decía: “Si lo abarcas con tu mente, entonces no es Dios”. Esto no debería ponernos tristes, al contrario, debería motivarnos a extasiarnos en la alabanza, a dejar que el Espíritu Santo nos mueva en la adoración. Porque la alabanza no es algo que fabricamos con nuestra mente, es un don sobrenatural que nos eleva por encima de nuestros límites. El solo hecho de reconocer que Dios es infinitamente más que nuestros pensamientos y estados de ánimo ya es un modo de alabarlo. Además, es bello saber que Dios es siempre más, más que todo lo que podamos pensar, más que todo lo que podamos imaginar, más que todo lo que podamos elaborar o escuchar de él. Por esa razón el verdadero Dios no cansa, no aburre, no sacia, no se repite, no suena a cosa ya sabida, no desilusiona. Él siempre es más en su abismo de luz y de hermosura. Como dice san Agustín, “¿qué más da si alguno no lo entiende? Porque más le vale encontrarte a ti Señor sin haber resuelto tus enigmas, que resolverlos y no encontrarte a ti”.
La espesura de Cristo. El Corazón humano de Cristo también tiene una profundidad que nos supera: “Que Cristo habite en sus corazones. Así podrán comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, conocerán el amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef 3, 17-19). Su humanidad está completamente transformada por la luz divina, “porque Dios quiso que en él residiera toda la plenitud” (Col 1, 19). Si llegamos al fondo de ese corazón humano nos encontramos con el amor infinito del Hijo de Dios. Entonces, penetremos en el Corazón de Cristo, donde siempre encontraremos algo nuevo, algo más bello, algo que ni siquiera imaginamos. Entremos más adentro en la espesura.