“Vivo sin vivir en mí
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puse en él este letrero:
Esta definitiva prisión
del amor con que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga.
Quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza.
Muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
Mira que el amor es fuerte,
vida, no me seas molesta;
mira que sólo me resta,
para ganarte, perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
Aquella vida de arriba
es la vida verdadera;
hasta que esta vida nueva,
no se goza estando viva.
Muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
Esta es la experiencia profunda de quien entra en este espacio de la morada quinta en la que el alma siente la tensión fuerte de ir al encuentro definitivo con Dios, y no termina de entrar porque no termina de producirse la fusión propia que se da en el momento en el que muere en nosotros lo viejo y somos uno nuevo todo en Cristo Jesús. Afirma nuestra Teresa amiga de camino en la Quinta Morada: “Ojala me asistiera Dios para que yo pueda dar a entender en algo los tesoros y deleites que hay en esta morada, quizá sería mejor no decir nada de ahora en adelante, pues ni se llega a entender ni hay comparación que pueda servir, pero vale la pena hacer el esfuerzo para guía de los que emprendieron este camino y también para todos los otros, para que admiren las maravillas que hace Dios con nuestro pobre barro. Hay que pedirle, poseamos fuerzas al señor para acabar y llegar a este tesoro escondido, fuerzas para dar todo lo que poseemos sin reservarnos nada para nosotros”. Dice Teresa: “No se piense que aquí la oración se desenvuelve como en un sueño o como si las almas estuvieran adormecidas como ocurriría en cierta forma en la etapa precedente, acá es diferente, lo que sucede es como una muerte al mundo para vivir más a Dios. Aquí lo que pasa es que morimos a nosotros para vivir en Dios”. Y la verdad sea dicha, para hacer el querer de Dios hay que vencer las resistencias que la naturaleza ofrece a la hora de ir sobre el vivir en el querer y la voluntad de Dios, y esta es la muerte que en lo más profundo el hombre desea aunque le teme, aunque le respeta a sí mismo todo aquello que resiste a morir para vivir definitivamente en Dios. Cuando en el camino de la vida espiritual hablamos de mortificación, en el espíritu hablamos de esto, de esta capacidad que se genera desde adentro del corazón para renunciar a todo lo que nos aparta de Dios y para morir de tal manera a nosotros que solo sea el querer de Dios el que obre y actúe en nosotros.
Consigna: Tiempos de renuncias, tiempos de muerte, tiempos de abandonar determinados modos de caminar para ir por donde Dios nos quiera llevar. De eso se trata la consigna de la catequesis de hoy. ¿A qué, Dios me llama a morir en este tiempo para darle lugar a él? A mi egoísmo, a la administración de mi tiempo, a mi desorden, a mi falta de confianza. Morir a mi desesperanza, morir a mi tristeza, morir a lo que nos aparta de Dios para darle lugar a Dios.
¿Cuál es la experiencia de este proceso que Teresa describe como muerte para la vida, tránsito de un modo de ser a otro modo de ser? Es un tiempo en el que el alma, dice Teresa, está llena de gozo, paz y suavidad, que la mudan teniendo el sello inconfundible de que Dios está allí. El alma ni ve, ni oye, ni entiende durante el tiempo que está en esta oración y en esta transición, tiempo que siempre es breve, Dios se imprime en el interior de aquél corazón de modo que cuando vuelve en sí no puede dudar que estuvo en Dios y Dios en ella. Tan cierto le queda esto que aunque pasen muchos años sin que vuelva a repetirse, nunca dudará de lo sucedido. ¿Cómo lo puede explicar si estando en este trance ni veía, ni entendía? No digo que lo ví en el trance sino que lo entendí después por la certidumbre que deja Dios. Digámoslo en términos ignacianos, por los efectos que deja en el alma. A mí, en lo personal, me gusta decir que por momentos Dios resulta más cierto que todo lo cierto que está alrededor nuestro. Y a veces, como me decía mi padre el otro día después de comulgar, no puedo explicar con palabras lo que me pasa, pero es así, Dios está dentro y uno dentro de Dios, y por eso las palabras dicen y no dicen, como ayer lo decíamos: mejor callar, permanecer, y estar. Diría Ignacio, gozando interiormente las cosas de Dios.
En este estadio, en este camino, en esta etapa del andar hacia lo profundo del castillo donde Dios nos espera para ser uno con nosotros, las dudas se disipan por experiencia de vida traducida en gestos, en acciones, en actitudes, en modos, en motivaciones que nos alientan el alma, o por el contrario, nos encontramos bajo la confusión, el engaño, y entonces, lejos de ser Dios, es la propia fantasía, la proyección de las propias heridas, las realidades más miserables de nuestro propio ser o la acción misma del mal o la presencia de un espíritu del mundo que busca borrar la presencia de Dios en el corazón. Cuando el alma entra en la Quinta Morada no hay dudas que ha sido Dios el que obró porque la deja toda transformada. Todo lo que podemos hacer y dejar de lado por Dios no se puede comparar con lo que él nos da ya en esta vida. Teresa quiere decir que la operación es divina. Todas las potencias quedan como suspendidas, como adormecidas. Ella pone además el énfasis en la actividad que Dios tiene en esta etapa poniendo como comparación lo que ocurre con el gusano de seda, los que después de un tiempo hacen su capullo y salen transformados en mariposas blancas. Así, algo similar hace Dios con nosotros en esos instantes de oración en los que nos une a él. Morimos a nosotros mismos y salimos transformados como mariposas. “En menos de media hora, no creo que nunca llegue a más la duración de esta oración, dice Teresa, se produce en nosotros un cambio maravilloso”.
Eso es lo que se despierta en el corazón cuando se produce este encuentro en este lugar del camino interior, se siente que Dios, quien viene, se lleva todo y que nada se pierde sino que todo cambia y se transforma, y por eso la expectativa del encuentro se abre paso a paso a su invitación, a el sentir que está a la puerta y llama, y hay un montón de realidades que nos hablan de Dios, en realidad él habló por unos pocos minutos, dice Teresa, por unos treinta minutos, a lo profundo del corazón, y no hay dudas de que fue él quién pasó. Y por allí, en su autobiografía, Teresa recuerda que algunos momentos de ese tipo de encuentro, por ejemplo cuando en una locución interior ella sintió que el Señor le decía: No temas, soy Yo Teresa” y a partir de allí no dudó de que era la voz del Señor la que dice no se si sonaba tanto por fuera o por dentro de mí. Después distingue ella la experiencia mística de cuando suena fuera a cuando suena dentro, pero en las primeras experiencias no lo percibe tanto, lo cierto es que era Dios el que hablaba, y no tanto por cuanto el alma lo pudo ver o percibir cuanto lo pudo saber y sentir, y más aún, por cuánto como queda la persona después de ese paso, después de ese encuentro. Se disipan las dudas, la vida se traduce en gestos, en acciones, en actitudes, en modos, en motivaciones que nos alientan el alma. Todo cambia porque algo nuevo comenzó a ocurrir, es Dios operando en lo profundo del corazón.
Así es como lo canta nuestro amigo Alberto Plaza, Cuando Vendrás, en el fondo, después de este encuentro el alma queda como encendida en el deseo de que se vuelva a repetir pero como bien lo enseña la maestra a quién vamos siguiendo, Teresa de Jesús, lejos está el corazón de querer buscar aquello con lo que Dios lo visitó para no confundir a Dios con un mercader, para no meterse en un lugar donde Dios no nos invita a ir, que es querer quedarnos con los gustos de Dios más que con el Dios mismo que se nos entrega, lo que nos regala. Es verdad que el alma queda como clamando por que Dios venga, pero no puede apurar su venida sino esperar, y en todo caso si el clamor del corazón es porque venga aquél que se espera, la espera es la mejor asociada para darle la bienvenida a su llegada. Es que la experiencia ha sido de tanta certeza de la presencia de Dios que Teresa dice: El alma está como engolfada en Dios, quiere decir como metida en Dios. Así como un golfo se mete en el mar, así sentimos en este momento de la experiencia interior que estamos metidos en la inmensidad de Dios. Esta experiencia es de certeza, de certidumbre de la presencia fundante de una vida en nosotros. ¿Cómo comienza la vida? ¿Esta vida nueva? Quizás alguno piense que después de eso todo es fácil y presente, pero ocurre lo contrario, no quiere esto decir que no tenga paz, sí la tiene, y muy grande, pero ocurre que aquellas cosas de la tierra que a los comienzos daban placer, ahora dan disgusto y fastidio, en realidad, el alma ha tenido una visita de lo que esperaba, del bien mayor. Todo otro bien es nada y por eso se apena y sufre y dice, como rezábamos al comienzo de nuestro encuentro de hoy: Muero porque no muero.