10/08/2017 – En la Catequesis queremos descubrir cómo el acto creyente por parte de nosotros es respuesta a un proceso en el que Dios se va revelando en etapas distintas en nuestra vida. Hay tres dimensiones: mi vida en la fe crece y se desarrolla conforme a la etapa de la vida que voy atravesando (como niño, adolescente, joven, adulto, tercera edad); también mi fe crece y se desarrolla conforme a los contextos en los que va avanzando mi vida; y todo según un camino que Dios quiere recorrer en mi vida cotidiana.
“El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca”
Marcos 1,15
Dios se introduce en el tiempo dándose a conocer, y en nuestra propia historia podemos constatar su acción en nosotros. Pertenece a nuestro contexto cotidiano de modo familiar.
La Revelación de Dios se introduce en el tiempo y en la historia de los hombres: historia que se convierte en «el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos» (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 12).
Este Dios que en Belén se hizo niño para hablarnos de la eternidad, en cada acontecimiento de la historia se hace a nuestra medida para que podamos comprenderlo. Por eso en el pan de cada día y en el caminito cotidiano de nuestras vidas, podemos ir descubriendo entre mates, compartires y actividades, a Dios como presencia entremezclada entre nuestras cosas. Todo tiene un sentido más allá del corto plazo. Las cosas tienen un valor de trascendencia y eso se las da el cielo que se nos acercó, y todo se envuelve en el misterio de eternidad.
Es Dios el que nos espera en cada tranco del camino. Aunque a veces su voluntad, por momentos, nos parezca incomprensible, porque viene por ejemplo, mezclada con nuestras penas y dolores, incluso en el pecado. Dios nos visita en nuestras oscuridades para sacarnos a la luz y meternos en el sentido profundo de nuestras vidas.
Tu historia y la mía es una historia de salvación. Esa historia tuya que tuvo en la niñez características especiales, en la juventud otras… Historias donde Dios se haya entremezclado entre tus cosas para mostrarte un sentido nuevo. Las cosas comenzaron a ser distintas a partir de cómo Él se involucró en tu camino y te mostró un nuevo sentido.
El evangelista san Marcos refiere, en términos claros y sintéticos, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios» (Mc 1, 15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre empieza a brillar en la gruta de Belén; es el Misterio que contemplamos en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret Dios manifiesta su rostro y pide la decisión del hombre de reconocerle y seguirle. La revelación de Dios en la historia, para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a una sólida esperanza.
Dios por lo tanto se revela a Sí mismo no sólo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más numeroso ni el más fuerte. Y esta Revelación de Dios, que prosigue en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora que está en el origen del mundo, se ha encarnado en Jesús y ha mostrado el verdadero rostro de Dios. En Jesús se realiza toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Cuando leemos el relato de los dos discípulos en camino hacia Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo emerge claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la salvación, y muestra el gran proyecto unitario de los dos Testamentos, muestra su unicidad. Jesús, de hecho, explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados que es el cumplimiento de toda promesa: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (24, 27). El evangelista refiere la exclamación de los dos discípulos tras haber reconocido que aquel compañero de viaje era el Señor: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32).
Haciendo memoria de la acción de Dios en la historia del hombre vemos las etapas de este gran proyecto de amor testimoniado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: un único proyecto de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado por el poder de Dios, en el que Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y halla nuevos inicios de alianza cuando el hombre se extravía. Esto es fundamental en el camino de fe.
Dios no se ha suprimido del mundo, no está ausente, no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino que nos sale al encuentro en diversos modos que debemos aprender a discernir. Y también nosotros con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados cada día a vislumbrar y a testimoniar esta presencia en el mundo frecuentemente superficial y distraído, y a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que iluminó la gruta de Belén.
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