Odiseo, el viaje de regreso hacia sí mismo

sábado, 23 de junio de 2012
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1. La maldición del mar

Los mares del tiempo no pueden olvidar las huellas fugaces que, en las aguas, ha dejado el legendario Odiseo, el que muchos conocen como Ulises, el amado esposo de Penélope. Ella lo esperó junto a su hijo Telémaco durante veinte años. Este héroe pasó diez años luchando en la guerra de Troya y los otros diez intentó, esforzadamente, regresar a su patria, Ítaca, lugar de donde era rey. El viaje tuvo una serie de interminables problemas y obstáculos por afrontar. El poeta ciego llamado Homero escribió sobre él en una famosa obra: “La Odisea”. Desde entonces, la palabra “odisea” ha quedado en la memoria como sinónimo de hazaña, riesgo y aventura. Esta es la historia del viaje de su vida.

            Quizás podamos identificarnos con él, ya que toda vida, también la nuestra, es un viaje que tiene sus propios obstáculos y su destino. Tal vez a nosotros, también, alguien aún nos esté esperando o nosotros estemos esperando a alguien. Todo encuentro es un regreso. Siempre estamos regresando de algo o de alguien.

            ¿Qué podrá decirnos Odiseo de todo esto, con su infatigable historia?

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            Hay quienes afirman que Odiseo fue hijo de un rey llamado Laertes y una mujer conocida como Antíclea, la cual murió de pena, suicidándose en el mar, internándose en él, hasta ser totalmente tapada por las aguas, tras la larga ausencia de su hijo al escuchar falsas noticias de su muerte. La desaparición de un hijo, no es algo que se pueda superar. A ella se le había ahogado la esperanza, antes de tomar la fatal decisión de ahogarse a sí misma.  

            Entre las pericias de su regreso, Odiseo –incluso- descendió al infierno, llamado Hades, allí pudo ver el alma de su madre como una sombra triste. Allí se dio cuenta que ella había muerto, ya que no lo sabía. Aprovecharon la ocasión para hablar de todo lo sucedido en aquellos prolongados años de ausencia y también fue una ocasión para despedirse, llenos de congoja.

            Él solía contar que su madre le decía que había nacido después que la lluvia, como un regalo de los dioses, la había sorprendido, andando por los caminos de regreso al hogar, empapándola entera. Después de esa lluvia fecunda, ella notó su embarazo. Por eso le puso a su pequeño el nombre de Odiseo que significa “Zeus, llovió sobre el camino”. El nombre insinúa que el mismo dios supremo del Olimpo fue el padre del niño. Hay otros que  creen que el padre de Odiseo era el astuto rey Sísifo que estuvo con Antíclea en una visita que éste hizo a Ítaca, antes del matrimonio de la reina con Laertes.  La astucia de Sísifo ha sido renombrada ya que cuando el dios de la muerte, Tánatos fue a buscarlo y a tomarlo porque le había llegado la hora, Sísifo lo encadenó. Al enterarse, el dios de la guerra, Ares, liberó entonces a Tánatos y puso a Sísifo bajo custodia. El cual, en su reforzado esfuerzo por seguir eludiendo la llegada de la muerte, le había dicho a su esposa que, cuando Tánatos lo llevase al inframundo, no ofreciera el sacrificio habitual que se hacía por los muertos.

Cuando Sísifo traspuso el umbral del reino de la muerte se quejó a viva voz de que su esposa no hubiera cumplido con los deberes religiosos, por lo cual no podría descansar en paz. Así convenció al duro e inexorable dios Hades, moviéndolo a compasión, para que le permitiera volver al mundo de los vivientes y persuadir a su cónyuge de su error. Cuando regresó entre los vivos, una vez salido del mundo de las sombras, rehusó volver al inframundo. Todo había sido una estrategia fríamente calculada. Durante un tiempo se rehusó volver al mundo subterráneo para cumplir con el tiempo designado a su destino, hasta que los poderes infernales decretaron, sin mayor tardanza su devolución y regresó, a la fuerza, acompañado y custodiado por el dios mensajero, Hermes. En el infierno, Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba, por una ladera empinada. Antes que alcanzara la cima de la colina, la piedra caía y siempre volvía rodando hacia abajo. El alma penitente tenía que empezar, todo de nuevo, desde el principio, en un eterno esfuerzo de purificación que nunca terminaba. N    adie puede burlarse del tiempo marcado por el destino y por la sentencia inapelable de la muerte hacia la cual, inevitablemente, todos los mortales caminamos.

            Sísifo no quería morir y –en alguna medida- irónicamente, como suelen hacerlo los dioses, los cuales no permiten ser burlados por los mortales, se le concedió su deseo. Sísifo nunca murió a cambio de un alto, esforzado y sacrificado precio. No descansa hasta pagarlo, sabiendo que nunca podrá –con vida- saldar su cuenta con la muerte. Así como el sol sale cada mañana y después se hunde bajo el horizonte; así como las mareas del océano, suben y bajan, de manera semejante, aún después de viejo y ciego por las eternas sombras, Sísifo sigue empezando y nunca concluye su interminable castigo y su inagotable pena. No se puede burlar a la muerte. Ni en el mundo de los vivos, ni en el más allá. No hay estrategia posible que pueda hacernos escabullirnos de su preciso reloj. Cuando sus dos agujas coinciden en nosotros: nos ha llegado la hora. Ésa es nuestra hora. La que siempre estuvo fijada para la cita. 

            Se dice que la astucia de Odiseo como estratega en la guerra de Troya fue heredada por Sísifo, si es que éste ha sido su verdadero padre. A Odiseo se le atribuyó la invención del famoso Caballo de Troya por el cual los griegos obtuvieron la esperada victoria.

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            En su juventud,  Odiseo fue discípulo del centauro Quirón, al igual que tantos otros héroes griegos como Aquiles. Con el tiempo se convirtió en un soberano rico, justo, hospitalario y respetuoso con los dioses, en especial con Zeus y Atenea, su constante bienhechora.

            Como casi todos los reyes griegos, Odiseo fue al concurso de la legendaria Helena de Esparta, la mujer más bella de toda Grecia, en la cual ella eligió a su consorte. Odiseo, al igual que muchos, había solicitado la mano de la princesa. Desanimado al ver la cantidad de pretendientes, renunció a Helena en favor de la prima de ésta, Penélope, sobrina del rey Tíndaro, padre de Helena. Odiseo propuso que todos los pretendientes de Helena hicieran un juramento de respetar la elección de la reina y defender al elegido contra cualquier agravio.

            Cuando se produjo el rapto de Helena por parte del príncipe Paris, los pretendientes, en cumplimiento de su juramento, fueron a Troya para rescatarla. Se comenzó por el  reclutamiento de los reyes para ir a destino. Odiseo, a pesar de haber propuesto el juramento, a la hora de cumplirlo, se sintió contrariado con la idea de partir a la guerra, fingió entonces estar loco. Era una razón más que poderosa como para desoír el llamado de la guerra. En cumplimiento de su plan, estuvo muchos días arando la playa y plantando sal en los surcos. Un varón ingenioso, llamado Palámedes, intuyendo la treta, puso al pequeño hijo de Odiseo -Telémaco- delante del arado para que su padre lo pisara. Odiseo desvió la trayectoria del arado para no herir a su hijo, por lo cual todos supieron que estaba en su sano juicio. Ante tal evidencia, no tuvo más remedio que partir para Troya, haciéndole prometer a su esposa, Penélope, que si él moría, se casaría de nuevo, cuando Telémaco fuera adulto.

            Luego de unos años, la muerte de Palámedes, quien desenmascaró a Odiseo en su intento de evadir el reclutamiento a la guerra, ha pasado a la historia como un caso de injusticia ya que fue lapidado como consecuencia de una trampa que le preparó el mismo Odiseo, bajo una falsa acusación de traidor. Tal vez Odiseo nunca le perdonó el ser descubierto y haber ido a la guerra. A veces uno no puede hacer un juramento si sabe que le costará cumplirlo o que será impulsado a hacerlo por la fuerza. Más vale un “no” libre que un “sí” forzado.

 

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Odiseo, fue quien –en una ocasión- acompañó al rey Menelao, el esposo de Helena, a la ciudad de Delfos para consultar el oráculo. Allí se predijo que la ciudad no sería tomada sin el héroe Aquiles. El adivino de la guerra, Calcante fue quien tomó y pregonó esta noticia. La diosa Tetis, la madre del valiente luchador, sabiendo que su hijo no regresaría vivo debido a la vulnerabilidad de su talón, ocultó al muchacho, disfrazado de mujer, en la corte de otro rey. Odiseo fue el encargado de llegar hasta allí, simulando ser un comerciante de telas, al mostrar armas supuestamente para la venta, Aquiles –a pesar de su disfraz de mujer- se mostró interesado, por lo cual, se acabó allí mismo el engaño y fue alistado para la guerra de Troya. Una vez más Odiseo hizo gala de su astucia, la cual es una forma de inteligencia.

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            Cuando fueron reunidos todos los reyes y soldados para la guerra, el contingente quedó bajo el mando supremo del rey Agamenón, hermano de Menelao y cuñado de Helena. En un primer desembarco rumbo a Troya, el rey Télefo, hijo de Heracles, con sus hombres, se aventuró a atacar a los griegos en un lugar previo a Troya. La batalla fue despareja. El desastre pudo haber sido total si Aquiles accidentalmente no hubiera herido, en un muslo, a Télefo. Tiempo más tarde, Télefo, cuya herida no curaba pidió ayuda médica. Sabía -por un oráculo- que la herida sólo la curaría aquello que la había infligido. Odiseo interpretó entonces que sólo la lanza de Aquiles, quien lo había herido, lo curaría. Así fue: la lanza que hirió, lo curó, por lo cual, una vez sanado, Télefo indicó el camino para seguir a Troya.

            Antes de desembarcar en tierras troyanas, fue enviada una embajada -con los reyes Menelao y Odiseo- solicitando la devolución de Helena, junto a los tesoros que fueron llevados de Esparta. El pedido no tuvo éxito. Ante la negativa de devolución, la guerra entonces fue declarada.

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Diez largos años duró el asedio a la ciudad. Durante el sitio, Odiseo se condujo con prudencia y valentía como consejero y embajador. Fue quien encabezó la comitiva que puso paz entre el rey Agamenón y el soldado Aquiles. Enfrentados porque, para que cesara la peste que el dios Apolo había mandado a los griegos, Aquiles obligó al rey a devolver a la esclava Criseida, hija del sacerdote Crises, la cual había sido tomada como botín de guerra. Mientras tanto, el adivino Calcante comunicó que solo Heleno, el hijo del rey de Troya, conocía los oráculos secretos que protegían a la ciudad. Si éstos llegaban a conocerse, la ciudad sería tomada.

            El rey Odiseo buscó entonces al príncipe Heleno, que se había refugiado en el templo de Apolo porque sabía que lo estaban buscando para que comunicara las profecías ocultas. Cuando fue descubierto, los griegos estaban dispuestos a todo por arrancar y saber los secretos del oráculo. Heleno se los comunicó, no sólo por las amenazas que recibió sino también porque estaba ofendido ya que tras la muerte del príncipe Paris, su hermano, el rey Príamo, su padre, había entregado a Helena como esposa al príncipe Deífobo, su otro hermano, en lugar de dársela a él. En venganza, entonces, con su padre y su reino, dijo todo cuanto sabía de los oráculos. Los cuales debían cumplirse para que Troya pudiera ser tomada y destruida. El príncipe Heleno se vengó de su padre; sin saber que las consecuencias de esa venganza también lo alcanzarían a él. Al ser derribada y quemada la ciudad, el príncipe Heleno y su cuñada, la princesa Andrómaca, esposa de su hermano, el príncipe Héctor, fueron tomados como esclavos y desterrados. El resentimiento y el rencor hacia otros, nos toma también a nosotros como víctimas, si les damos cabida en el corazón.

Igualmente entre las profecías comunicadas por el príncipe Heleno había una que anunciaba que el rey Odiseo debía concertar, junto al rey Agamenón, el combate entre el rey Menelao, primer esposo de Helena y el príncipe Paris, su segundo esposo. El padre de Palámedes -que no había olvidado la muerte de su hijo por causa del rey Odiseo- exigió la muerte del culpable para que no pudiera cumplirse la profecía. Como nada pudo conseguir con esta iniciativa, durante los años que duró la guerra, recorrió las tierras de los reyes ausentes, comunicándoles a las reinas que sus maridos habían tomado nuevas esposas y que ellas, en venganza, debían hacer lo mismo. A Penélope, la esposa de Odiseo, también le llegó esta noticia.

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Tras diez años de infructuoso asedio a Troya, los griegos construyeron un gigantesco caballo hueco, realizado en madera de pino. La fabulosa construcción estaba dedicada a la diosa Atenea, a la cual pedían protección para el regreso a sus hogares. Dicen que la idea de esa trampa fue obra del rey Odiseo, el cual también se había escondido en el vientre del caballo, a la espera de que Troya fuera tomada y saqueada.

            El primo del rey Odiseo, llamado Sinón, fue elegido para quedarse entre los troyanos, contarles mentiras y engañarlos. Esto formaba parte de la estrategia de la toma de la ciudad. Los troyanos  creyeron todas sus palabras. Empezó diciéndoles que los griegos habían robado “El Paladio”, una antiquísima imagen de madera de la diosa Atenea que estaba -desde el origen de la construcción de la ciudad- como signo de aprobación divina, bendiciendo su fundación. Se le había construido un templo, rindiendo culto a dicha imagen. Mientras ella estuviera presidiendo la ciudad, ésta sería inexpugnable.

            Era requisito indispensable, según el príncipe y profeta Heleno, para conquistar la ciudad, conseguir el Paladio. Hay quienes dicen que lo robó el rey Diómedes y otros el mismo rey Odiseo disfrazado de mendigo. Esta estrategia la utilizó luego en el retorno a su reino y a su corte.

            Sinón también mintió diciendo que el caballo había sido construido, por una exigencia de la diosa Atenea para reparar el sacrilegio del robo del Paladio. Los troyanos decidieron, entonces, quedarse con el caballo y festejar el fin de la guerra, haciendo brechas en las murallas para que pudiese pasar el enorme caballo adentro de la ciudad. Esa noche, los griegos atacaron, mientras algunos troyanos festejaban y otros dormían.

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El rey Odiseo fue herido, aunque no de gravedad, durante la lucha que se entabló en la toma de la ciudad. Aquiles igualmente fue herido en su talón por el príncipe Paris y murió en medio de las calles.  El rey se quedó, custodiando el cadáver de Aquiles, para que no fuera profanado por el enemigo y fue él quien obtuvo, compitiendo con el primo de Aquiles, Áyax, la armadura y la espada del héroe muerto. Ese trofeo pasó del guerrero más valiente y esforzado al más astuto y sagaz.

            Mientras disfrutaba de ese reconocimiento de guerra, el rey Odiseo no hacía otra cosa que contar los días para retornar a su querida Ítaca. Sólo le importaba emprender los caminos del mar y navegar tras su sueño. Lo que no pudo imaginar es que su viaje de regreso sería un poco más largo que lo que él había previsto y con algunos obstáculos que nunca hubiera sospechado. Sin embargo, ahí estaba, respirando profundo y deseando que el aire del mar le diera sobre la cara mientras pensaba en su amada y en secreto le pedía que se mantuviera en el camino porque, seguro, aunque pasara algún tiempo, se encontrarían.

 

2. Buscando un lugar en el mundo

“Odiseo, no tienes que esperar nada de Ítaca a tu vuelta. El propio viaje será tu principal retorno”: eso es lo que el héroe creía escuchar a menudo en su interior mientras emprendía el retorno. El rey Odiseo pasó veinte años fuera de Ítaca: los diez que duró la guerra de Troya y otros diez que transcurrieron hasta la llegada a su reino.

            Su viaje de navegación fue obstruido continuamente por el dios del mar, Poseidón quien lo había maldecido por la soberbia de pretender manejar su propio tiempo de regreso siendo que era un navegante. Ningún mortal es dueño de su tiempo. Nadie puede manejarlo. El tiempo es un don prestado. Sólo somos administradores.

El periplo de retorno tuvo aventuras increíbles. Después de vagar diez años, por mares y tierras, finalmente llegó a su casa. Su inteligencia lo ayudó a sobrevivir en las numerosas dificultades. Su tropa, en cambio, no fue tan afortunada.

            El rey Odiseo quiso marcharse cuanto antes de Troya, una vez que terminó la guerra. Estaba ansioso por llegar a Ítaca. Mientras navegaba con sus hombres se desató una terrible tormenta que les hizo perder el rumbo. Salieron de las aguas del mundo conocido. La niebla rodeaba todo, haciéndoles perder la dirección durante días hasta que llegaron a un país donde los habitantes se alimentaban de un fruto llamado loto. Quien lo comía, le provocaba el olvido de todo, incluso olvidaba quién era, no deseando otra cosa que seguir comiendo y seguir olvidando. Algunos de los hombres lo probaron. El rey Odiseo se dio cuenta así que su mayor miedo, al regresar a su reino, era el olvido. No hay peor castigo, ni mejor venganza que un permanente olvido. Sintió terror de llegar a su tierra y haber sido olvidado completamente. Sin embargo, también sabía que para llegar a ciertas metas, hay que olvidar algunos caminos previos con todo lo anterior. Hay que desaprender lo aprendido, si se quiere comenzar de nuevo.

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            Continuando el camino de los mares, el rey Odiseo y sus hombres llegaron a la isla de los cíclopes. Allí había uno llamado Polifemo, el cual era pastor. Un cíclope era una criatura gigantesca con un solo ojo en medio de la frente. Polifemo vivía en una enorme cueva en la cual guardaba muchos quesos, ya que eran su principal alimento. La caverna era tapaba, en su entrada, con una roca que sólo el gigante podía mover. En busca de alimento y sintiendo el olor de los quesos, el rey Odiseo y su tropa entraron en la caverna. El cíclope –que era hijo del dios Poseidón, el señor de los mares- al cerrar la entrada de su guarida, no les permitió salir. Al descubrirlo como sus prisioneros, comenzó a devorar uno a uno a varios de los navegantes. El encierro duró varios días. Una noche, mientras el cíclope buscaba conversación con sus prisioneros, el rey Odiseo le dijo que se llamaba “Nadie”.  Además, mientras discurría el diálogo, le hizo beber vino hasta que el cíclope quedó totalmente borracho y dormido. Cuando éste cayó, afiló una estaca y se la clavó en su único y enorme ojo. El rey Odiseo quedó bañado en sangre mientras que el cíclope despertó, gritando de dolor. Los alaridos se escuchaban en toda la comarca. Cuando acudieron los otros cíclopes preguntando qué sucedía y si había alguien con Polifemo que era causa de sus gritos, la puerta de la caverna estaba cerrada con la gran roca y desde dentro el cíclope contestó que “Nadie” estaba allí. Por lo cual, los otros gigantes pensaron que simplemente había tenido alguna pesadilla y se fueron, dejándolo solo.  

            A la mañana siguiente, los prisioneros -cubriéndose con la piel de los corderos que había dentro de la cueva y con los cuales se alimentaba el cíclope pastor- pudieron salir engañando a Polifemo, el cual estaba ciego. Él iba tocando a los corderos antes de dejarlos salir a pastar. Los hombres lograron así escapar y el rey Odiseo, una vez libre, le gritó a Polifemo, orgulloso de su hazaña diciéndole que era él quien lo había cegado. Ese orgullo tonto tuvo su precio y su perdición. El padre de Polifemo, el dios Poseidón, maldijo aún más el viaje del rey Odiseo jurando que jamás regresaría a casa. Todos los mares le fueron adversos. Se convirtieron en movedizas trampas, laberinto acuoso de entradas y salidas, olas que subían y bajaban impetuosas, confundiendo los caminos, sin dejar ver el mapa de las estrellas.  

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            Así como en el viaje a sí mismo es necesario el olvido de algunas cosas, dejándolas detrás, también es bueno abandonar el orgullo. La soberbia nos enceguece. No nos deja ver. La verdadera maldición es permanecer cegado por la jactancia y engreimiento.

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            Siguiendo por las agitadas aguas, la tripulación llegó hasta la isla flotante donde vivía el dios Éolo, el señor de los vientos. Zeus le había concedido el poder de controlar todos los vientos, los cuales eran también dioses que le estaban sometidos. Éolo los tenía encadenados y los gobernaba con un dominio absoluto, apresándolos o liberándolos a su antojo,  soplando y provocando graves desastres en el cielo, la tierra y el agua. Este dios era responsable del control de las tempestades. El rey Odiseo, al encontrarse con él le pidió el favor de vientos favorables para su retorno a Ítaca. El dios Èolo era hermano del dios Poseidón. Entre ellos, a menudo había discusiones acerca de quién era el más poderoso en el dominio del mundo. Éolo afirmaba que el mar no puede hacer nada sin el viento. 

            Aunque sabía de la maldición que pesaba sobre el errante navegante, le otorgó –sin embargo- un viento propicio, además le confío –como obsequio- una gran bolsa que contenía todos los vientos y que debía ser utilizada con mucho cuidado, inteligentemente, según la necesidad de orientación que requiriese el rumbo del viaje. De alguna manera, el dios Éolo le participó de su poder al rey Odiseo. Él tenía que aprender a dominar y manejar los vientos a su favor para la ruta de regreso. 

            La tripulación al ver esa misteriosa bolsa creyó que era algún botín de la guerra y que podía contener oro y piedras preciosas de la corte troyana. En un descuido del rey Odiseo, los curiosos compañeros la abrieron. De pronto se sintió como un estallido tremendo, un gran estampido, una fuerte explosión que provocó una gran turbulencia y la agitación de impetuosas e incontenibles tempestades, con altísimas olas y remolinos de vientos huracanados. La nave –zarandeada- perdió el rumbo y terminó, como por un extraño designo, en el punto de partida, en las costas de la isla flotante del señor de los vientos. Esta vez a él no se lo vio. En la isla reinaba una silenciosa calma. A pesar de que el rey Odiseo lo llamó, la isla parecía desierta y nadie acudió a los llamados. 

            A veces hay una sola oportunidad que si no se la sabe aprovechar, desaparece y no vuelve. Se retorna al punto de partida con menos ventajas. No se puede ser descuidado con lo importante porque la curiosidad ajena, puede echar todo a perder.  

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            Continuando su periplo, entre los parajes que visitó el rey Odiseo también estuvo la isla donde vivía una diosa, maga y hechicera, llamada Circe. Algunos la conocían como la bruja de los amores malditos. Transformaba a sus enemigos en animales que ponía a su servicio. Quienes la ofendían, los metamorfoseaba mediante el uso de pociones mágicas que preparaba con sus conocimientos de hierbas y medicina. 

            Alrededor de su exótico palacio rondaban leones, osos, monos, lobos y otros animales. Eran las víctimas prisioneras de su magia. Todas las bestias feroces se mostraban, extrañamente, sumisas y  dóciles. Ese lujoso lugar, con animales, por cualquier parte, dentro y fuera de los recintos, otorgaba al paisaje un marco extravagante y extraño. 

            Cuando el rey Odiseo llegó a la isla, mandó bajar a la mitad de la tripulación, quedándose él dentro del barco. Circe recibió a los marineros y, en razón del deber sagrado de la hospitalidad,  al verlos hambrientos, los invitó a un banquete, envenenando la comida con una de sus pociones y transformándolos en cerdos. Sólo un hombre, sospechando del accionar de la hermosa diosa, logró escapar, avisando al capitán Odiseo y a los otros tripulantes que permanecían en la nave, acerca de la suerte que habían corrido sus compañeros. El rey Odiseo, al recibir la noticia, partió al rescate de sus hombres. En el camino, se le apareció el dios Hermes, el mensajero divino de pies alados, quien le dio el secreto de una hierba que debía masticar para protegerse de los encantamientos de la diosa bruja. 

Cuando llegó al palacio, Circe le ofreció, seductora, una copa de vino a modo de bienvenida. El rey Odiseo –que había masticado la hierba sugerida por el dios Hermes- bebió tranquilo de la copa sin que se realizara el efecto del maleficio. Circe se asustó pensando que era un mortal con alguna protección extraordinaria. El rey Odiseo al ver el temor de la hechicera le pidió el retorno de sus hombres a la apariencia normal. Ella así lo hizo porque sus hechizos no prosperaron con él y lo consideró un hombre poderoso y singular. Lo invitó, además, a quedarse en su reino un tiempo. 

            Con el paso de las semanas y los meses, ella se enamoró de él. Había descubierto un hombre extraordinario. La tripulación entera pasó un año en aquella isla. Se dice que la diosa Circe y el rey Odiseo tuvieron un hijo llamado Telégono. 

Cuando llegó el tiempo, el capitán del navío decidió partir. Circe, aunque lo amaba, sabía que no lo podía retener, lo dejó ir y, presintiendo lo que se avecinaba en el destino del rey Odiseo, le aconsejó que bajara hasta el mismo Hades y consultara el alma del sabio Tiresias, el adivino del inframundo. 

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El rey Odiseo, aunque con cierto temor, bajó hasta el reino de las sombras. Una vez allí, en la entrada del submundo, sacrificó un carnero joven y una oveja negra. El adivino, sintiéndose invocado, se presentó como una sombra entre las sombrasy le concedió al rey Odiseo ver allí a su difunta madre, Antíclea, se había suicidado debido a la tardanza de su hijo, el cual lo creía muerto en la guerra. También allí, entre la bruma de ese mundo oscuro, el rey Odiseo habló con el difunto rey Agamenón, el valiente Aquiles y el fuerte Heracles, entre otros. 

            Tiresias, el adivino ciego, a cambio de un poco de sangre de cordero, vaticinó. Las sombras de la ultratumba sólo bebiendo algo de sangre podían sentir cierta fuerza y vitalidad. El profeta le dijo al rey que tenía que atravesar una peligrosa ruta antes de retornar a su querida Ítaca, pasando por la isla de las sirenas. Además le confío que regresaría a casa sólo, sin ninguno de sus compañeros. Nadie sobreviviría, excepto él.  

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El rey Odiseo peregrinó hacia las profundidades. Llegó hasta los infiernos, allí donde mora todo lo que una vez vivió y donde se puede encontrar aquello que ya está muerto en nosotros. Allí donde habitan nuestras sombras. En ese abismo, somos como el adivino Tiresias, ciegos. No vemos la luz. Sólo estamos alumbrados por lo que llevamos dentro. En las raíces más hondas de nosotros mismos, en nuestro inconsciente, se encuentran las pulsiones más ciegas y primitivas. A ellas debemos llegar. Hay que descender hasta el propio submundo, lo subterráneo de nosotros mismos y dialogar con nuestras sombras y demonios. Allí hay una voz que nos habla y nos indica el próximo paso de la purificación y la iluminación.

            Cuando volvió del infierno, el rey Odiseo se despidió de la diosa Circe, dejando con ella al hijo de ambos. Hay quienes afirman que tuvieron más de uno. Telégono, que así se llamaba el niño, cuando creció fue enviado por su madre Circe para buscar a su padre en Ítaca. El joven siempre preguntaba por su padre. Sus recuerdos de niño eran vagos y difusos. Cuando, por fin, llegó al reino de su padre lo empezó a saquear. Ya que, de pronto, sintió todo el despecho del abandono paterno. De alguna forma quería vengarse de tantos años de ausencia. El rey Odiseo y su hijo mayor, Telémaco, defendieron al reino de los ataques de ese joven desconocido. Telégono no fue reconocido por su padre ya que habían pasado algunos años y Telégono, en la lucha, mató accidentalmente a su padre con el aguijón de una raya de mar. El destino suele ser curiosamente extraño. Tal fue el fin del rey Odiseo a manos de uno de sus hijos, aquél que había abandonado. El largo camino a casa fue sólo una parada transitoria, como la misma vida. La existencia es un continuo viaje. La vida sigue curso y viaja, más allá de sí misma. La muerte es también un viaje. Todos viajamos, entre la vida y la muerte, hacia el regreso de sí mismo. Tal vez la muerte no sea un viaje de partida sino un viaje de regreso.

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            La nave del rey Odiseo y sus hombres se dirigía rumbo a la isla de las sirenas, las cuales, no eran como generalmente se piensan, mitad mujer y mitad pez, sino cuerpo de pájaro y cabeza de mujer. Como eran mitad pájaros se destacaban por su hipnótico canto, el cual era tan extraordinario que aquél que lo escuchaba sólo deseaba alcanzar a aquellos seres extraordinarios. Es así que la mayoría de los barcos se estrellaban al oírlas porque caían en una especie de dulce hechizo y encantamiento. Ellas habitaban en una isla rodeada de cadáveres y esqueletos debido a los naufragios que se provocaban por su canto. Los navegantes eran su alimento.

            El rey Odiseo ya estaba prevenido. La diosa Circe le había confiado el secreto para no caer en el hechizo del canto de las sirenas. El navegante tomó un gran pan de cera, lo partió con la espada en pedacitos que apretó con sus manos y tapó los oídos de sus compañeros. Luego les pidió que lo ataran, con cuerdas y cadenas, al mástil mayor de la nave y no lo soltaran por más que suplicara. 

 

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Cuando las enigmáticas sirenas comenzaron a entonar el melodioso y dulce canto, el rey Odiseo quedó paralizado -encandilado por semejante música extática- comenzó a gritar y hacer gestos que lo desataran porque quería ir al encuentro de las extrañas sirenas. Cuando los navegantes se acercaban, ellas atrapaban sus presas para devorarlas. En esta travesía, los compañeros del rey Odiseo remaban, con la cabeza gacha, sin escuchar nada. 

            El canto de las sirenas lo llenaba y lo traspasaba todo. Era sublime y fascinante como ninguna otra música conocida. Colmaba la inmensidad del ancho y profundo mar. Los cánticos eran una dulce tentación. Estar próximos a las sirenas era una muerte segura. No dejaban nunca ningún sobreviviente. El melodioso canto, envidiado por el mismo Monte Olimpo de los dioses, en esa ocasión, narraba las hazañas del rey Odiseo, alabando sus aventuras.

            Cuando dejaron atrás las sirenas y ya no se oía su canto, los tripulantes se quitaron la cera y soltaron las ligaduras con que estaba amarrado el rey Odiseo. Al ver este fracaso, las sirenas desaparecieron. A partir de entonces reinó un inmenso y prolongado silencio en cual nadie hablaba y nada se escuchaba. 

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            Luego de haber pasado la tentación del canto de las sirenas, el rey Odiseo supo que ellas poseían un arma mucho más terrible que el canto: el silencio. Es probable que alguien se haya salvado alguna vez del canto de las sirenas, aunque nunca nadie se ha salvado del silencio de las sirenas. Algunos dicen que, por razones que no logramos conocer,  las terribles seductoras no cantaron cuando pasó el rey Odiseo. Él creyó que cantaban pero, en realidad, lo que escuchó fue la densidad del profundo silencio abismal.

            Suele sucedernos a los mortales que, estando tan aturdidos, no sabemos diferenciar entre un canto hermoso del remanso que se esconde en la paz de un hondo y sosegado silencio. Hay quienes afirman que el astuto rey Odiseo comunicó a su tripulación que las sirenas cantaban y que la melodía que fluía en torno a él, abrazando todo el mar, era sublime. Tal vez lo que supo apreciar fue el silencio de las sirenas y, en su sagacidad, hizo creer a todos, incluido a los dioses, que había escuchado el canto de las sirenas y seguía con vida.

            Mientras que en el inframundo superó el obstáculo interno de sus propias sombras, en esta prueba trascendió la tentación que provenía del exterior. No eran voces ocultas y oscuras del inconsciente sino externas, sugestiones incitantes del afuera, cantos melodiosos que confundían y deleitaban engañosamente.

            También el silencio puede ser una prueba divina. Muchas veces, cuando más lo necesitamos, el silencio de los dioses nos habla un lenguaje que no entendemos y que sólo podemos adivinar cuando alguna luz nos llega con el paso del tiempo. El silencio es una palabra. Un canto que hay que aprender a escuchar.   

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            La tripulación del rey Odiseo, prosiguiendo su ruta, llegó hasta isla consagrada al dios sol, Helios, también conocido como Hiperión.  Allí pastaba el sagrado ganado del sol: ovejas y vacas de hermosos y largos cuernos retorcidos. Dicho ganado no se reproducía, ni disminuía. No  moría nunca. Su número permanecía constante. Era cuidado por dos pastoras,  hermosas ninfas, hijas del dios Helios.

            Aunque el rey Odiseo advirtió a sus hombres y les prohibió que mataran cualquier animal consagrado; sin embargo, el hambre pudo más y comieron a escondidas algunas cabezas del ganado mientras el monarca dormía. Como no eran vacas corrientes, incluso descuartizadas y troceadas, no paraban de mugir. El rey Odiseo al escuchar los mugidos, se despertó aunque era demasiado tarde. Las guardianas de la isla, le dijeron a su padre el hecho y el dios Helios apeló al dios Zeus.

            Por profanar animales prohibidos y comer carne consagrada, el dios Zeus los castigó llevando el barco hacia una tempestad provocada por Caribdis, un horrible monstruo marino, hijo del dios Poseidón, el mar y la diosa Gea, la tierra. La bestia tragaba enormes cantidades de agua marina que luego devolvía provocando un inmenso remolino que devoraba todo. Esta bestia habitaba junto a Escila, un monstruo con la parte superior de mujer y la inferior eran el cuerpo de seis perros. Este ser vivía en un estrecho paso marítimo. Los marineros que intentaban evitar a Caribdis, tenían que pasar demasiado cerca del lugar donde se encontraba Escila. Alejarse de uno de los monstruos era enfrentarse con el otro. Salvarse de un peligro era aproximarse al otro. Toda la tripulación allí pereció, devorada por los monstruos y engullida por las turbulencias de los gigantescos remolinos de agua. Sólo el rey Odiseo se salvó. En ese momento se acordó de la antigua profecía que había escuchado en el inferno. 

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            Hay un punto del camino en el cual, enfrentados todos los peligros, externos e internos, uno se queda absolutamente sólo frente a sí, su destino y sus decisiones. Cada cual tiene que llegar a ese punto del viaje. No hay ningún posible regreso a sí mismo, si uno no se encuentra definitivamente con su propia soledad.

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Tras haber perdido a todos sus compañeros, el rey Odiseo naufragó llegando a la isla de la ninfa Calipso, donde permaneció con ella durante algunos años. Allí fue recibido hospitalariamente. Había perdido todo: compañeros y navío. 

            Calipso le dio un hogar y compañía. Con el paso del tiempo, ella se enamoró profundamente de él, reteniéndolo, durante mucho tiempo. El creía que apenas había pasado sólo unos días. En realidad, fueron varios años. Entre cinco y ocho. 

            El tiempo divino tiene un devenir distinto al tiempo humano, en ritmo y cadencia. Los mortales tenemos que estar dispuestos a no sentirnos dueño del tiempo. Hay que vivirlo sin manipularlo.

            A cambio de que el rey Odiseo se quedara para siempre con ella, Calipso le ofreció gozar del don de la inmortalidad, lo cual era ciertamente un gran regalo pero, a la vez, una peligrosa tentación.

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Mientras tanto Penélope, la amada de Odiseo, seguía esperando con ardorosa paciencia según el acontecer del tiempo humano que nos somete a todos a la ley común del envejecimiento, la decadencia y la muerte. Calipso le ofreció al rey Odiseo, en cambio, un amor inmortal y una belleza imperecedera. Sin embargo, él sentía la necesidad de regresar a su hogar. Allí estaba su destino. Su memoria y su esperanza, su pasado y también su futuro. 

Ciertamente su amada envejecía; sin embargo, no menguaba su amor por ella. Los cuerpos y los rostros envejecen, se percuden, arrugan y enferman, no obstante, queda una belleza intacta que sólo es contemplada y tocada por el amor. El sueño de todo amor es detener el tiempo. Hay inmortalidades que pueden ser maldiciones. Inmortalidades llenas de soledades porque no se encuentra a nadie con quien poder compartirlas. 

El verdadero amor no envejece. Perdura a pesar del tiempo y a través de él. Supera al tiempo y hasta la misma muerte: se vuelve eterno. El sucederse continuo del tiempo se interrumpe ante el amor. Detiene su reloj, sospechando el anhelo de eternidad que existe en todo amor.

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            La ninfa Calipso supo que tenía que despedirse su amor mortal. Calló y lloró. Nunca había sospechado que el amor podía ser igualmente intenso siendo mortal y caduco. Ella sólo conocía el amor divino. Con el rey Odiseo aprendió que aunque el amor termine puede seguir siendo amor. Ella creyó, al principio, que siendo una diosa, joven y hermosa, tendría ventajas respecto a Penélope que siendo bella, sin embargo, lentamente, con el decurso de tantos años, su lozanía iba caducando. El rey Odiseo, al perderlo todo, se había quedado con el secreto de otra belleza que, a pesar de estar sometida al tiempo, no obstante, siguió siendo serenamente inalterable. El amor verdadero nunca se marchita. Siempre nos está esperando en algún lugar. Se renueva, a pesar del paso del tiempo.

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            La diosa Atenea, protectora del rey Odiseo, rogó a Zeus para que enviara al dios Hermes, el mensajero divino a la ninfa Calipso para que le comunicara, de parte de los dioses, que ya era tiempo de dejar partir al hombre del cual se había enamorado. Calipso, con dolor, obedeció. Le proporcionó a su amado la suficiente madera para construir una embarcación, provisiones para el viaje e indicaciones acerca de cuáles eran los  astros que debía seguir para encontrar nuevamente el camino a su hogar. Calipso, entristecida con una honda melancolía, sabiendo que nunca más vería al rey Odiseo, se quedó contemplando -desde la orilla de la costa- como el hombre que amaba escapaba a la libertad de su propio destino. El amor no puede retener. Ni siquiera la inmortalidad puede. No hay nada que compre el amor.

3. De rey a mendigo

            El dios Poseidón, siempre vigilante de las aguas, supo que el rey Odiseo se había largado nuevamente al mar intentando su regreso después de algunos años, esta vez sólo, sin ninguna tripulación. El señor de los mares desató entonces una furiosa tormenta. La diosa Ino, protectora de los marinos en peligro, le confió al infortunado navegante un cinturón para mantenerse a flote, sin hundirse, ya que nuevamente había naufragado. Nadó durante horas, hasta llegar a la costa, donde extenuado por el esfuerzo arrojó el cinturón al mar, devolviéndolo a las aguas, para que la diosa lo recogiera y así otro náufrago pudiera usarlo. Hay quienes afirman que la diosa marina Leucótoe, transformada en gaviota, le entregó un velo con el que el rey Odiseo se envolvió, manteniéndose a flote, debido a que el velo estaba henchido por los vientos del mar.

Al llegar a la playa, allí se quedó dormido. Horas más tarde apareció un cortejo de jóvenes, acompañando a una princesa llamada Nausíaca, hija de un  rey llamado Alcíno. La gente de ese reino se encontraba a medio camino entre el desarrollo de la humanidad y los dioses. Tenían diversas magias, entre ellas, por ejemplo, poseían extraños barcos que se movían solos, sin necesidad de los vientos.

            La diosa Atenea hizo que la princesa Nausíaca, antes de conocer al desconocido náufrago, soñara con un extranjero que la desposaba. El rey Odiseo, sin saber de ese sueño, le pidió hospitalidad a la princesa. Para no presentarse sucio en la corte, se lavó en el río. La diosa Atenea hizo que el héroe surgiera del río con una extraordinaria apariencia de atractiva belleza. La princesa sintió que ese hombre era el signo de sus sueños y le indicó cómo llegar al palacio. Luego ella se marchó con su cortejo ya que no era correcto que se viera a la princesa dialogando con un extranjero.

La diosa Atenea rodeó al rey Odiseo con una nube que lo hizo invisible. Le prohibió mirar a los ojos de quien se encontrara con él ya que las creaturas invisibles no pueden mirar a los ojos de las creaturas visibles. Una vez en el palacio, la diosa Atenea lo hizo otra vez visible y durante la cena de bienvenida, un poeta cantó las alabanzas de los héroes de Troya. Ocultando su rostro, el rey Odiseo lloró conmovido.

La reina que se llamaba Arete le preguntó la razón de su congoja. Él le respondió diciendo su identidad y contando sus aventuras y desventuras. El rey Alcíno le pidió, al darse cuenta del renombre de su huésped ilustre, que se casara con su hija para dar así cumplimiento al sueño de ésta. El rey Odiseo, viéndose honrado y agradeciendo tal ofrecimiento, les dijo que su mayor deseo era regresar a Ítaca. La princesa Nausíaca agradeció la sinceridad del huésped y ordenó, para manifestar su complacencia, que todo el pueblo construyera un navío y que algunos lo guiarán en su camino de retorno.

El dios Poseidón, no queriendo darse por vencido, tapó con piedras el estrecho que comunicaba a este pueblo tan especial con el mundo de los mortales y convirtió a la barca y sus tripulantes que lo acompañaban en esa ocasión en piedras. Sólo al rey Odiseo, para que siguiera penando, se le perdonó la vida. El camino –para él- aún no había terminado. 

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Hacía ya más de veinte largos años que el rey Odiseo había acudido a Esparta para pedir la mano de la hermosa reina Helena -a quien él había renunciado- solicitando la mano de la sobrina del rey de Esparta, Tíndaro. La joven se llamaba Penélope. Cuando se casaron, tuvieron a Telémaco, el cual era niño cuando su padre partió para la guerra. Antes de partir, el rey Odiseo le hizo jurar a su esposa que si él no volvía, cuando su hijo fuera adulto, ella debía volver a casarse. La reina Penélope, mientras tanto permaneció en lenta y paciente espera, durante todos esos años, sosteniendo su fidelidad y la memoria de su esposo ausente.

            Las dudas,  a lo largo del tiempo, se sucedieron en su corazón. Sobre todo comenzó a preocuparse cuando veía que todos los reyes y soldados regresaban y su esposo no llegaba. Se corrió el rumor que había muerto. Muchos empezaron a inquietarse por el trono vacante de Ítaca y de la supuesta viudez de la bella reina Penélope. Casi un centenar de pretendientes se presentaron y se quedaron en el reino en espera que la reina se decidiera por uno de ellos. Ella no podía echarlos, ni despreciarlos, en razón del sagrado deber de la hospitalidad. 

            Todos en Ítaca esperaban. El pueblo a su rey, Penélope a su marido, Telémaco a su padre y todos los pretendientes anhelaban una pronta decisión. Los años fueron pasando y los más interesados pretendientes se quedaban. No estaban dispuestos a desaprovechar semejante ocasión. La reina tuvo que soportar que comieran sus cosechas y sus animales y que se divirtieran con sus criadas. Les iba poniendo todo tipo de excusas para no elegir a ninguno y prorrogar el plazo de tiempo establecido. Al final, debido a la creciente impaciencia, les dijo que elegirá al candidato recién cuando terminara de tejer un sudario para su esposo, si es que, en realidad, como todos decían, él ya estaba muerto. 

            Ella tejía todo el día y por la noche deshacía su trabajo sin ser vista. Empezaba y terminaba cada día, así como su esperanza. Comenzaba de nuevo y consumía al final de la jornada su trabajo y su sueño. Tejía y destejía su vida y esperanza, su amor y recuerdos, sus temores y plegarias. Así mantuvo engañados a los pretendientes, durante varios años, hasta que una criada -que se entendía con alguno de los pretendientes- la traicionó, descubriendo su secreto. 

            Mientras tanto, Telémaco fue creciendo y preguntando por su padre. Al consultar a los mismos dioses, por consejo de la diosa Atenea, salió de Ítaca buscando información sobre el paradero su padre o al menos encontrar alguna prueba contundente de su muerte. Visitó a los reyes Menelao y Néstor que nada sabían del rey Odiseo después de haber vuelto de la guerra. Telémaco regresó entonces a su hogar, tal como había partido, sin tener noticia cierta alguna.

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            Cuando el rey Odiseo llegó, al fin, a su amada Ítaca, la diosa Atenea lo esperaba en las costas, antes de desembarcar, con la estrategia de un plan para reconquistar su reino. Juntos prepararon la venganza contra los pretendientes que querían robar el reino, sus pertenencias y sobre todo a la reina Penélope.

El rey Odiseo, al llegar sintió que –por fin- la maldición del mar, lo dejaba. Ya se había vengado del poderoso dios Poseidón con el sólo hecho de regresar a su hogar, después de largos y mortificados años de guerra en la tierra y en los mares. Por su parte, el dios del mar, ya le había hecho aprender la lección de la humildad, la paciencia y el valor del tiempo.

            La diosa Atenea –para urdir una estrategia digna de la astucia de su héroe- lo disfrazó de vagabundo, evitando así  que fuera  reconocido. Por consejo de la diosa, fue a pedir ayuda a su antiguo y fiel sirviente Euméro, quien lo recibió piadosamente, le dio comida y lo abrigó, sin reconocerlo. Mientras tanto, la diosa aconsejó al joven Telémaco que regresara a su hogar, después de la búsqueda infructuosa de información que había realizado.

El joven, al llegar, se dirigió a ver al fiel sirviente Euméro, quien le había comunicado que estaba con un extraño mendigo. Cuando Euméro fue luego a comunicarle a la reina Penélope la noticia del regreso de su hijo, el rey Odiseo aprovechó la ocasión propicia y -a solas- le reveló su identidad a Telémaco. Al principio, el muchacho no le creyó. Su padre le compartió entonces algunos secretos de familia para que tuviera seguridad de que era ciertamente él mismo. Tras un fuerte abrazo de bienvenida, planearon la venganza, con la ayuda de los dioses Zeus y Atenea.

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Al día siguiente, el rey Odiseo, vestido de mendigo, se dirigió a su palacio. Sólo fue reconocido por su perro Argos que, debido a la emoción, cayó muerto a sus pies. Todos advirtieron este hecho como un mal augurio. Al pedir algo de comida a los pretendientes, el recién llegado vagabundo fue humillado y golpeado. En cuanto pudo, ocultando su verdadera identidad, quiso presentarse a la reina Penélope. Todos se largaron a reír y a burlarse porque suponían que la reina no le permitiría tal privilegio. Se asombraron cuando se comunicó que la reina lo recibiría como a cualquiera de sus otros huéspedes.

Los dos –reina y mendigo- se encontraron y mantuvieron una larga y afable conversación. Él la alentó a no perder la esperanza de tener pronto a su esposo. Ella le confío sus temores y lo imperturbable de su fidelidad, a pesar de todos los acosos. No sabiendo por qué razón la reina se sintió distendida en la presencia del mendigo, un hombre especial que la supo escuchar como hacía mucho no lo sentía de alguien.  Algo en su corazón presintió, aunque no podía explicar qué.

Después de esa larga y afable conversación, la reina ordenó a su criada que le concediera al mendigo comida y un baño. Cuando la criada estaba en esos menesteres, habiendo sido la nodriza del rey  Odiseo de pequeño, reconoció una cicatriz de su señor en el cuerpo del mendigo. El rey Odiseo le confirmó entonces su identidad y le hizo prometer guardar silencio para no hacer fracasar los planes de venganza, en los cuales estaban implicados hasta los mismos dioses.

            Un profeta del palacio advirtió a los pretendientes que pronto los muros se mancharían con la sangre si ellos permanecían. Algunos creyendo en la profecía, huyeron; otros, la gran mayoría, se rieron y se quedaron.

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Apareció la reina Penélope ante todos los pretendientes con el arco que el rey Odiseo le había dejado, prometió que estaba dispuesta a casarse con aquél que consiguiera hacer pasar la flecha por los ojos del mango de doce hachas puestas en fila y alineadas. Uno tras otro, los pretendientes lo intentaron, pero ni siquiera pudieron tensar el arco, el cual era extremadamente duro, hecho con los añejos olivos del lugar.

El rey Odiseo, vestido de mendigo, pidió participar en la prueba. Todos se burlaron de él. Tras la insistencia de Telémaco, ante los presentes, le fue permitido intentar. Con suma facilidad, el mendigo tensó el arco e hizo pasar la flecha por los ojos de todas las hachas, ante el asombro de los presentes. En ese momento, a la señal de su padre, Telémaco se armó, iniciando la lucha final para echar a los pretendientes y reconquistar el reino.

            Comenzó así una feroz lucha, con los numerosos pretendientes, por un lado y el rey Odiseo, su hijo y sus fieles criados, por otro. Gracias a la ayuda de la diosa Atenea, todos aquellos que traicionaron a su rey fueron vengados, muriendo uno a uno. Después de la lucha, el rey Odiseo mandó que se hiciera fuego y se limpiara el patio con azufre. También ordenó a los presentes que se vistieran con sus mejores trajes y se organizara un baile. El héroe se presentó entonces a la reina Penélope y aunque dejó sus ropas de mendigo, ella no lo reconoció porque su aspecto estaba un poco cambiando después de tanto tiempo. Ella seguía convencida que él había muerto y que aquél mendigo era un enviado bendecido por los dioses que habían escuchado durante todos estos años sus ruegos. La reina finalmente lo reconoció sorprendida cuando le develó algunos secretos que sólo ellos compartían. Ella, entonces,  le dio un abrazo tan vasto como el mar que los había separado y tan largo como la extensión de los años que vivieron lejos.

            El amor -cuando regresa- colma toda vacilante esperanza, la cual no está exenta de dudas y temores. La valentía de la esperanza radica en que, en virtud de todo, se mantenga a pesar del tiempo y las circunstancias desfavorables.

            Hay dudas que misteriosamente alimentan la esperanza. Hay temores que, en lo escondido, sostienen y hasta haciendo crecer el anhelo. Una pequeña y débil esperanza es capaz de mantener en vilo toda la vida, deseando el regreso.  

            El rey Odiseo sabía de la persistente esperanza, de la callada tristeza y de las zozobras del alma de su esposa a lo largo de esos años,  en que no nunca existió comunicación de una noticia alentadora. Sólo el silencio y el delicado destello de los sueños, cuando la reina Penélope miraba el horizonte, perdiéndose en el ancho mar. Él sabía de la fidelidad de su esposa, a pesar de las acuciantes presencias de los ávidos pretendientes. Se puede ser fiel o infiel por muchos motivos. Cada corazón guarda su secreto y su dolor. No fue ajeno a los rumores que la reina Penélope había sido seducida, teniendo amores con varios de sus pretendientes y algunos hijos y que -por ello- había sido devuelta a su padre o incluso infelizmente desterrada.

Con variadas oscuridades tuvieron que batallar el rey Odiseo y la reina Penélope duramente a lo largo de esos muchos años. Sin embargo, la más débil esperanza de un solitario corazón puede más que todas las tempestades de los mares.

Cuando se llega al final del camino, hasta los obstáculos son bendiciones. Todo lo que ocurre en una vida es perfecto porque es aquello que está destinado a acontecer. Todo lo que sucede es lo mejor. Se vuelve una reconciliación y una acción de gracias. Después de todo, ¡hay tanto por agradecer!

4. Odiseo, Penélope y Jesús, arquetipos de un mismo viaje

Odiseo es el arquetipo de la astucia. En el Evangelio, Jesús alaba la astucia como un don suspicaz que hay que utilizar, con inteligencia, para el bien: mansos como corderos y astutos como serpientes dice el Señor (cf. Mt 10,16).  Además, en otra ocasión, pondera al administrador infiel. No por ser infiel a su patrón sino por ser astuto en el uso de los recursos que administraba (cf. Lc 16,1-13).

            Odiseo, además, representa la inteligencia práctica, la sana curiosidad, el juicio acertado, la prudencia, la valentía, la habilidad diplomática, la perseverancia, la superación de sí mismo y la resolución de los obstáculos del camino.

            El accidentado retorno a su hogar constituye una metáfora que alude a la propia identidad. El hogar son las raíces, la memoria de lo vivido, la contención recibida, la espera en la ausencia, la permanencia de las tradiciones. Su regreso a Ítaca es el retorno a su reino y a su hogar, su lugar de pertenencia. Ese regreso, maldecido por el dios Poseidón, constituyó un sacrificado y paciente aprendizaje donde el héroe humilló su soberbia y supo esperar el tiempo de los dioses. Tal retorno, se transformó, en definitiva, en el arquetipo del viaje hacia sí mismo, a su propio autoconocimiento y aprendizaje. No fue el mismo después de la guerra y sobre todo luego de la larga y peligrosa travesía.

            La maldición de Poseidón se convirtió para él en su más preciada bendición. Lo hizo sacrificarse y saber ver cuáles eran las prioridades de su búsqueda. Se hizo un héroe, no sólo por la valentía en la guerra sino, sobre todo, por haberse superado a sí mismo a lo largo de su viaje. El verdadero itinerario fue hacia sí mismo. Ítaca lo llevó a su propio destino. Al camino de su corazón, el sendero más largo que todo mortal tiene en su vida.

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            El mar es un gran protagonista en la historia del rey Odiseo. Es otro arquetipo más. Constituye el lugar de la maldición y del destierro, los peligros y naufragios, las desorientaciones y tentaciones. El dios del mar Poseidón es su personificación. El océano en la mitología es como el desierto en la Biblia, un ámbito de prueba y purificación. Un escenario de fuerzas divinas.

            Las aguas en movimiento, simbolizan un estado transitorio entre la realidad y la posibilidad. Es vida y muerte a la vez. Los antiguos ofrecían sacrificios de caballos y toros al mar, símbolo de fecundidad, renacimiento y esperanza. Las aguas eran también temibles y desconocidas, fuerzas ocultas y monstruos las habitaban, tempestades y caos, la ira de Dios se reflejaba en ellas. (cf. Ex 15, 19; Jr, 5, 22; Jd, 1,11-13).

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            El viaje de Odiseo tiene varias etapas que, en el tiempo, le llevaron diez años, lo cual es también un número simbólico. El diez es una cifra que contiene el valor de todos los números de la primera decena, representa la totalidad, un ciclo completo, el círculo perfecto, cierre y apertura, una nueva oportunidad. 

            Todo esto significa los diez años que emplea el rey Odiseo para su regreso. Para que su ciclo se complete tuvo que llevar a cabo la superación de todas las pruebas que contenían la maldición de Poseidón, señor de los mares y tempestades. Además también tiene que superar diez pruebas. Diez años y diez pruebas tiene su viaje. 

            Cada una de esas pruebas fue una enseñanza su itinerario iniciático, el peregrinar que le concede la sabiduría de los designios divinos, aunque aparentemente puedan parecer propósitos malditos, sin embargo, lo llevan a la aventura del autoconocimiento. 

            Debió superar diez pruebas: la primera prueba fue la niebla que lo confundió y le hizo perder el rumbo, símbolo de todo lo que nos desorienta en el camino y que hay que despejar. 

            La segunda prueba fue llegar a la tierra del fruto del loto que produce el olvido. Para continuar con la decisión de crecer espiritualmente hay que olvidarse de sí mismo, la primera lección de la humildad y el despojo. 

            Posteriormente, con la tercera prueba arribó a la tierra de los gigantes llamados cíclopes. Allí aprendió a calcular con otra perspectiva de tamaño para poder sobrevivir. Tuvo que cambiar su percepción de la realidad. Comienza verdaderamente el crecimiento a través de un cambio y un nuevo enfoque. Si esto no se produce se mantiene en la ceguera espiritual. De hecho el rey Odiseo ciega al gigante para poder salir de su cueva donde estaba prisionero. 

            Más tarde, en la cuarta prueba, se encontró con el dios del viento, Éolo, éste le entregó los vientos en una bolsa. Mientras lo mantuvo sujeto pudo navegar, al ser desatado se convirtió en tormenta y tempestad. Esta prueba le enseñó que aquello que él consideraba una bendición para su viaje puede ser una maldición y viceversa. Todo depende del cómo se use ese don divino.

            Después, en la quinta prueba, llegó al palacio de la diosa Circe, ésta convierte en animales a los seres humanos, les cambia la apariencia. En esta prueba, las bestias representan que el instinto agresivo y belicoso, la animalidad y movimientos pulsionales primitivos no se pueden disfrazar u ocultar sino que tienen que ser trabajados y sublimados para que se integren armónicamente en el proceso de crecimiento.

            Siguió la sexta prueba del canto de las sirenas con la cual aprendió no dar cabida a las voces engañosas de la tentación y, además, descubrió el valor del silencio divino. A menudo los dioses callan cuando más se los necesita. Sin embargo, ése silencio sabio y pedagógico, nos enseña más que todas las palabras. Para llegar al centro de uno mismo, hay que acallar las voces tentadoras y adentrarse al exigente silencio de Dios.

            Prosiguió la séptima prueba, el encuentro con el profeta Tiresias en el inframundo. En ese estadio el rey Odiseo aprendió a bajar al propio infierno, a la oscuridad personal más temida siendo capaz de dialogar con sus miedos y sombras. Los enfrenta y exorciza. Incluso habla con los espectros de sus muertos más queridos. Queda más iluminado, paradójicamente, después de bajar al subterráneo de su mundo más tenebroso. Sólo pasando por las sombras, se percibe más diáfanamente la luz. Las sombras también unifican y hacen resplandecer, iluminan.

            Continuó luego la octava prueba enfrentándose con Caribdis y Escila, dos monstruos que terminan con toda su tripulación. El rey Odiseo pierde toda compañía humana. Se desprende de cuanto lo sostiene en su viaje. Se queda absolutamente sólo, frente a sí mismo y su destino. Sin embargo, decide proseguir hasta el final. El camino, cada vez más lo va depurando y despojando. Queda sólo lo esencial. Sólo él mismo.

            Luego la novena prueba se encontró con la diosa Calipso que le ofreció, a cambio de su amor, la inmortalidad. Ésta constituye una de las últimas y más sutiles tentaciones que sufre: superar el límite del propio tiempo personal. Creerse que puede manejar todo, incluso su tiempo.

            Por último, la décima prueba, cuando en la tierra de la princesa Nausíaca, se le ofrece la última tentación exterior, la de un destino cómodo, ajustado a su medida y anhelo. Sin embargo, optó nuevamente por su reino, su familia y su hogar.

            Una vez que llegó a su anhelado reino, comenzó la prueba de la fidelidad: a él, a su esposa, a su hijo y a sus sirvientes. Sólo así, cuando todos lo reconocen y es vengado, se sintió definitivamente en su casa y en su destino, desatando –por siempre- la maldición del mar.

            Todo este itinerario muestra simbólicamente el camino espiritual, la búsqueda de nosotros mismos y nuestra vocación. Todos somos Odiseo. Todos somos ese hombre perdido entre los mares y el tiempo. El precio del regreso es siempre alto. Cada uno tiene que valorarlo para encontrar su propio camino.

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            Odiseo es su propio viaje. Cada uno lo es, aunque no lo sepa. Jesús ha dicho que Él es el camino (cf. Jn 14,6). Vemos muchas veces en el Evangelio a Jesús como un peregrino, caminando de un lado a otro, sólo o acompañado, un itinerante. Él es el Camino que camina. Él camina todos los caminos humanos. Él es el Camino de todos los senderos. Sólo hace falta encontrarlo. Él también calma los mares desatados en furiosas tormentas. Con una sola de sus palabras, las aguas obedecen y se calman (cf. Mt 8, 23-27)

Odiseo sufre las tentaciones de las sirenas escuchando la extraña voz en los mares. Jesús también sufrió la tentación escuchando la voz del Maligno en el desierto (cf. Mt 4,1-11). Ambos superaron la tentación. Odiseo atado a la columna y Jesús, hambriento y sediento por el ayuno de cuarenta días –otro número simbólico que alude a prueba y purificación- logra superar el trance, con la fuerza de la Palabra de Dios.

Odiseo desciende al inframundo para hablar con los muertos, Jesús también desciende a los infiernos para rescatar a los que esperaban, con anhelo, la redención mesiánica (cf. 1 Pe 3,18-20; Ap 1,18; Flp 2,10; Hch 2, 24. 31; Ef 4,9). Uno y otro tienen que enfrentarse a la muerte y a los muertos en el reino de las sombras.

            Los hombres de Odiseo, hambrientos en una isla, comen vacas sagradas. Los discípulos de Jesús, igualmente hambrientos en día sábado, toman las espigas de los campos por donde van pasando y son acusados por tal acción. El Señor entonces afirma que así como los hombres del rey David tomaron los panes dedicados en el Templo a los sacerdotes, así los discípulos pueden hacer lo mismo en sábado porque no es el hombre el que está hecho para el sábado sino al revés (cf. Mc 2,23-28)

            Todas estas similitudes hacen que Odiseo y Jesús nos permiten comprender el camino de la prueba y la superación.

            También hay otros héroes griegos cuya historia es metáfora del viaje iniciático: Heracles y Jasón, entre otros. Todos aluden al camino lleno de obstáculos, superándose a sí mismo y al propio límite. El camino hacia nosotros, somos nosotros mismos. Somos el camino, el límite y la superación.

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            Por su parte, Penélope es arquetipo de esperanza, constancia, perseverancia y -sobre todo- de fidelidad conyugal. Ella tuvo que valerse sola, con un hijo pequeño, frente a un reino grande y a pretendientes exigentes. Vivió, con mucha dignidad, la ausencia prolongada de su esposo y soportó, con altura, el lento paso del tiempo haciéndose espera y la ley del envejecimiento que todo lo va corroyendo. Penélope tuvo que afrontar sola cada día: la vida continuaba sin su esposo.

            Para ella, un momento de la vida con su amor, valió veinte años de espera. Ella también sufrió las tentaciones del desaliento y la incertidumbre. Aprendió que un día del amor vale más que vivir para siempre sin él. La esperanza del regreso de Odiseo la mantuvo viva. El retorno hizo que su amor no muriera. El amor regresa si hay una esperanza que lo anhela.

            El viaje del re-encuentro entre Odiseo y Penélope fue el más largo de sus vidas. El viaje del amor suele ser complicado y difícil. Vale la pena sólo para los que se animan a transitarlo. Todo el tiempo vale un solo encuentro. Toda la vida, vale solo viaje.

 
Frases para pensar

1.      “Ningún mortal es dueño de su tiempo. Nadie puede manejarlo. El tiempo es un don prestado. Sólo somos administradores”.

2.      “Para llegar a ciertas metas, hay que olvidar algunos caminos previos con todo lo anterior. Hay que desaprender lo aprendido si se quiere comenzar de nuevo”.

3.      “La soberbia nos enceguece. No nos deja ver. La verdadera maldición es permanecer cegado por la jactancia y el engreimiento”.

4.      “A veces hay una sola oportunidad que si no se la sabe aprovechar, desaparece y no vuelve. Se retorna al punto de partida con menos ventajas”.

5.      “La existencia es un continuo viaje. Todos viajamos, entre la vida y la muerte, hacia el regreso de sí mismo. Tal vez la muerte no sea un viaje de partida sino un viaje de regreso”.

6.      “El silencio puede ser una prueba divina. El silencio es también una palabra. Un canto que hay que aprender a escuchar”.

7.      “Hay un punto del camino en el cual, uno se queda absolutamente sólo.  No hay regreso a sí mismo, si uno no se encuentra definitivamente con su propia soledad”.

8.       “El amor verdadero nunca se marchita. Siempre nos está esperando en algún lugar. Se renueva, a pesar del paso del tiempo”. 

9.       “Hay dudas que misteriosamente alimentan la esperanza. Una pequeña y débil esperanza es capaz de mantener en vilo toda una vida”.

10. “El viaje del amor suele ser complicado y difícil. Todo el tiempo vale un solo encuentro. Toda la vida, un solo viaje”.