Permanecer fiel a la Palabra de Dios

viernes, 24 de noviembre de 2023
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22/11/23- En estos tiempos hay una invitación que resuena… debemos confiar en esa palabra interior que nos desafía a ser fieles al proyecto y misión que Dios nos propone. Un ejemplo concreto es la vida de Jeremías.

Jeremías es un profeta de Israel que vivió en el siglo VI a. C., una época de fuerte crisis para su pueblo. Situado entre tres grandes potencias mundiales (Egipto, Asiria y Babilonia), Israel será un juguete de sus intereses y la amenaza de invasión, por parte de la última, oprimirá en estos años sobre el pueblo, como un ave de presa revoloteando sobre su víctima antes de lanzarse sobre ella. Pero esa situación externa no era más que un reflejo de la situación interna de injusticia, infidelidad a la Alianza y corrupción de costumbres que socavaban al pueblo desde dentro.

En medio de esta situación difícil en la que Israel agonizaba como nación, va a tener lugar una de las experiencias de relación más fuerte, ricas y extrañas: la de Jeremías con Dios.

Siendo aún muy joven escucha una llamada de la Palabra de Dios: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (1, 4-5).

Jeremías recibe una palabra que da a la vocación del profeta una característica de interioridad. No un hecho exterior grandioso, no una visión de luz, sino una Palabra interior que hace eco en su interior.

¿Y cómo responde a la vocación?

Con el sentido de su falta de incapacidad “¡Ay, Señor, Dios mío! ¡Mira que no sé hablar, que solo soy un niño!” (1, 6).

Incapacidad real, no simple excusa, desde el momento que tenía dieciocho años y en torno a él había adultos muy competentes. Las resistencias del profeta ante su misión –“soy un niño” indican, más que una edad cronológica, una convicción de incapacidad para ser portador de la Palabra. Pero queda claro que no son las cualidades humanas las que importan, y que Dios puede escoger libremente su instrumento.

Pero el Señor insiste: La iniciativa es mía, soy yo quien manda. Dios muestra que es Él quien llama y quien manda. La autoridad viene del Señor, no de la capacidad ni de la mérito humano.

El programa de la misión que le confía Dios es terrible y constituye toda una prueba para su fe: “Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar” (1,10). Seis verbos, cuatro negativos y dos positivos, para indicar que la misión será más bien una misión conflictiva, de amenaza, aunque también esté presente la misión constructiva; será una tarea difícil, fatigosa.

La tarea del profeta era dura: arrancar todo lo que en Israel eran falsas raíces de seguridad y confianzas vacías, derribar los muros de la injusticia y deshacer el hielo de las infidelidades. Y, para esa labor tan ingrata, una sola garantía: “Yo estaré contigo”.

Y es, en el fondo de ese agujero de calamidad y desdicha, donde hace la experiencia estremecedora de Dios. Un Dios que quema como un incendio y le abrasa las entrañas, un Dios que no admite resistencias cuando envía, un Dios que arrastra a recorrer caminos peligrosos y oscuros y que exige a la vez una total seguridad en que Él es un misterioso compañero en ese camino.

En los peores momentos de decepción y desesperación, Jeremías pudo optar por la huida o por la fidelidad, y escogió lo segundo. La Palabra fue más fuerte que su propia frustración y aceptó que Dios se apoderada absolutamente de su vida a cualquier precio.

Jeremías cae en el desconsuelo y el desánimo. La profecía no se cumple, las esperanzas a corto y a largo plazo se desvanecen en el 609 con la muerte de Josías, asesinado por el faraón de Egipto, e inmediatamente después la decadencia religiosidad, con la vuelta de la idolatría bajo el reinado de Joaquín, con la amenaza inminente de Babilonia que avanza inexorablemente sobre Israel.

Y es entonces cuando la esperanza de Jeremías se purifica y se hace profunda. No ve otra cosa que el cumplimiento de sus profecías de desventura, pero tiene el coraje de creer que al cumplirse le garantiza que la fidelidad de Dios valdrá también para las palabras de la consolación, para las profecías de la esperanza. Dios las mantendrá de un modo humanamente inexplicable, pero las mantendrá.

Jeremías es el profeta de la consolación. Él ha llegado a ser el hombre de la Palabra, ha pasado por la purificación y la tentación, porque debía llegar ser profeta capaz de consolar, de dar alegría, confortar.

Nosotros somos puestos a prueba como Jeremías, y debemos aceptarla con la convicción de que el Señor la ha dispuesto para nuestro bien, y así debemos aceptar nuestra pobreza, nuestro no querer enfrentarnos al sufrimiento, no desear la cruz cuando pensamos que no responde a los designios amorosos de Dios. Somos invitados a tener un gran sentido de nuestra fragilidad y a confiar en el Señor con humildad.

Sin embargo, a pesar de toda la debilidad de Jeremías, resalta su fidelidad inamovible a la palabra de Dios. Tiene miedo de la prisión, de la muerte, pero sabe a anunciar y dar a conocer la palabra del Señor.

La Palabra es mucho más fuerte que él, y él le es fiel a pesar de todo. He aquí la gracia que debemos pedir.

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