Persona y Misterio en Juan Pablo II

jueves, 23 de junio de 2011
Persona y Misterio en Juan Pablo II

Dra. Ruth Ramajo de Monzón

Arzobispado de Tucumán

 

Nos han pedido que expusiéramos y reflexionáramos hoy, como apertura de este ciclo de conferencias, la Visión Antropológica de Juan Pablo II. En orden a este cometido vamos a hacer dos observaciones previas. La primera es que su antropología es inseparable de aquel ámbito que investiga la trama de las acciones y decisiones humanas, la Ética. Nuestra humanidad, en su nudo de sentido más profundo, se revela en nuestros actos. La segunda observación es que somos concientes de que la totalidad de su pensamiento filosófico es como el curso de un río que fluye desde y hacia el interior de un único acontecimiento: Jesucristo. Tal como lo señala antes de ser Papa, la encarnación y la redención significan un entrar profundamente en la totalidad de estos problemas, los del hombre; un asumir su peso, un confirmar su sentido, su importancia, su grandeza y finalidad concreta. Queremos entonces entrar en el curso de este río, no porque desconozcamos la fuente de la cuál fluye y el mar que lo recoge, sino porque ellos mismos son los que indican su sentido, su importancia, su grandeza. Es por esto que nuestra propuesta de trabajo será abordar el sentido de persona y su irreductibilidad, pues es en ella donde los hombres podemos experimentar nuestra insondable apertura al misterio. Esta apertura, en el pensamiento filosófico de Juan Pablo II posee la configuración del testimonio realizado como acción de la persona en cuánto tal. Tal es lo que vamos a intentar exponer.

 

Propondremos tres aspectos:

v      En primer lugar “La negación de la dignidad” como experiencia ineludible, insoslayable de su reflexión.

v      Segundo: “La persona y su irreductibilidad”

v      Tercero: “El acto moral como testimonio de la persona”

 

Veamos entonces lo primero. ¿Por qué queremos empezar, para ver la antropología de Juan Pablo II, por la negación de la dignidad? Si bien existen muchos tipos de intelectuales, quienes emprenden la dura tarea de pensar al modo como la ha emprendido Juan Pablo II, no lo hacen para satisfacer un complicado juego apto solo para intelectuales, lo hacen porque los hombres sufren, no encuentran sentido, son humillados, son torturados, se venden y venden a los suyos, comercian con el dolor y la miseria de esos hermanos, matan y mueren. Quienes reflexionan desde el impacto de la vida de los suyos solo anhelan que sus palabras consigan para ellos un poco de pan con el que puedan tener fuerzas para vivir y para morir. Creemos que sin esta consideración y esta memoria de los hombres y mujeres humillados en su dignidad, no podemos penetrar en el pensamiento antropológico de Juan Pablo II. Karol Wojtyla conoció en la dureza de la ocupación Nazi de Polonia, en el reparto posterior a la guerra y la asimilación de su Patria a la egidad soviética que los hombres y las mujeres podían ser y eran efectivamente avasallados en su vida, en sus decisiones, sus sueños, sus amores; todo eso que constituye el centro de la vida de un hombre, de cualquier hombre, pero que no parece tener ninguna importancia frente a un poder que puede pisar por razones geopolíticas o ideológicas o por una capacidad de daño que supera ambos tipos de razones, lo que nosotros vivimos y somos. En palabras del otrora simple ciudadano de un país avasallado, tal como lo dice él: participé en la gran experiencia de mis contemporáneos, en la humillación a manos del mal. En las palabras del horror por la inhumanidad que surgen de la voz del Papa que recorre Auschwitz, nunca a expensas el uno del otro, al precio de la esclavización del otro, al precio de la conquista, el atropello, la explotación, la muerte. De ahí que toda su reflexión sobre los hombres se encuentre atravesada por la memoria del avasallamiento de los hombres, por su indignidad efectiva. No sólo provocada por la ausencia de recursos y la miseria, sino por las decisiones y las acciones de otros hombres, pues la indignidad y la humillación de los hombres no es sólo un problema de recursos, aunque por supuesto también lo sea, es un problema de las acciones de los hombres y de sus decisiones, tanto la de los sujetos singulares como la de los colectivos sociales y políticos. Es desde ahí que podemos comprender el carácter central que poseen la persona y su dignidad en todos sus escritos cualquiera sea la época de su vida a la que pertenezca. Frente a la indignidad experimentada como hecho, como dato concreto de la vida de los hombres en la sociedad, Juan Pablo II afirma en seguimiento de la tradición cristiana y también en seguimiento de numerosos pensadores, que el hombre es una persona. Nosotros estamos acostumbrados a escucharlo, pero vamos a tratar de ver hasta qué punto ese descubrimiento es insondable y espléndido. Al hacerlo, al afirmar que es una persona, afirma que el hombre es irreductible. Observemos la íntima relación que posee esta afirmación de sustento antropológico y metafísico con la fuerza de la experiencia histórica de su patria y del mundo durante el siglo XX. Cuando los hombres y las mujeres son avasallados, son reducidos, se vuelven utilizables o instrumentales para los que poseen poder, o fuerza, o dinero, o armas; no importa su historia, pues los edificios que la recuerdan pueden ser transformados en ceniza. No importan sus decisiones de sentido, porque algunos pueden decir que esas decisiones se anulan por decreto. No importan sus tradiciones seculares, pues la fuerza puede arremeter contra ellas y sustituirlas. No importa la vida y los esfuerzos compartidos pues un poder decide quienes son humanos y quienes no, o quienes son hermanos de nuestra historia y quienes no. Todo puede ser reconducido, instrumentalizado. Nada hay en los hombres que parezca poder resistirse a las decisiones aparentemente omnipotentes de otros.

 

En segundo lugar vamos a tratar de ver entonces que significa la Persona y su Irreductibilidad. El joven estudiante o seminarista polaco, el actor que compone obras teatrales y poesía, el sacerdote que piensa que hay que ir a la filosofía, en palabras de él, en su función esencial como expresión de las intelecciones fundamentales y de las motivaciones últimas, el Obispo de Cracovia, el Cardenal, el Papa, Juan Pablo II afirma que la persona es un núcleo viviente de irreductibilidad, y lo es porque su irreductibilidad expresa realeza o simplemente es la marca de su dignidad así como la marca pintada en la puerta de la casa de los hebreos la noche en la que saldrían de Egipto y de la esclavitud, esa marca que impedía su muerte. Pero no se trata ahora de una marca exterior que poseemos debido a algún rango adquirido o una profesión o un privilegio, es nuestro mismo rango de humanidad. Cada vez que hay un hombre  o una mujer, hay ahí un núcleo de valor tal que no puede ser sometido, sujetado, abusado. Hay ahí un nudo de libertad. Pensemos desde nuestra cultura y sociedad tan acostumbrada al abuso en sus diversas formas. Pensemos lo que significa para nuestra historia tantas veces expoliada y entregada a la rapiña de los nuestros y de los extraños. Lo que significa para nuestros y niños y niñas violadas, para nuestros jóvenes avasallados por las estrategias del consumo. Pensemos que significa llegar a entender que en cada uno de nosotros hay una fuerza viva, honda, profundísima, capaz de decir: “¡no!, nadie tiene derecho a abusar de mí, nadie puede considerarme una prolongación de sus ideas o sus placeres, o sus codicias, o sus arquitecturas y planos de poder, yo soy digno”. Nuestra vida común puede ser vivida en dignidad cuando nos animemos a pensar desde allí y a sentir nuestra humanidad y la de los otros desde allí, nos acercaremos a la afirmación central de la antropología de Juan Pablo II en su nivel natural. Esta afirmación de la propia irreductibilidad se expresa como una vigorosa denuncia del carácter mentiroso que poseen el avasallamiento y la negación. Un mundo que niega la dignidad del hombre, de todo hombre, de un solo hombre, es un mundo que miente. Como el mismo lo señala hasta el cansancio, es falseada la verdad del hombre, quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Subrayemos esto, la negación de la verdad del hombre es una negación de su libertad. Y a la inversa, la negación de la libertad del hombre es una negación de su verdad. Ahora bien, ¿dónde encontramos los hombres y  mujeres esa irreductibilidad? Porque si no podemos encontrarla, si no podemos fundamentarla, no podremos sostenerla más allá del nivel de las meras afirmaciones. Juan Pablo II, hombre de oración y de audición persistente de la Buena Nueva no busca solo en estas instancias la fuente para indagar la dignidad del hombre, busca en esa inmensa cantera que es la reflexión viva de los hombres, sus concepciones teóricas, sus debates. Es absolutamente conciente, y sus artículos lo dicen, de las dificultades de aquellas concepciones que trabajan con la sola noción de naturaleza humana y se sitúan en una perspectiva objetiva. Es conciente también de los riesgos de subjetivismo implicados en la afirmación plenipotenciaria del sujeto. Sabe que ambas posturas en el debate de su tiempo, en el que el participa cuando es profesor universitario, están planteadas como una mutua oposición excluyente. Una mirada encerrada en la objetividad  corre el riesgo de impedir el inmenso dinamismo de la vida y de la historia. Una mirada subjetiva, abierta al hombre como iniciativa y diversidad corre el riesgo de que los hombres no podamos apelar a nada común. En ese debate teórico, Juan Pablo II no escucha solo palabras áridas y lejanas, como le pasa a la mayoría de los que escuchan debates filosóficos y no les gusta la filosofía, reconoce en ellas las tensiones de las vidas humanas que no saben bien como conjugar sus expectativas con la complejidad de sus anhelos, el anhelo profundo de libertad, el anhelo hondo de verdad, porque todas las esclavitudes que los hombres prolíficamente inventamos no han hecho que logremos sepultar la anchura que experimenta nuestro ser al atisbar aunque sea una mínima brizna de libertad. Y ninguna de las críticas a los absolutismos de la verdad, si ustedes escuchan las críticas contemporáneas, o a su pretensión imperial de omnipotencia, han logrado desterrar de nuestras vidas la alegría del hallazgo de una verdad por pequeña que esta sea. ¿O acaso hay alguien que no se asfixia cuando debe vivir en un inmenso mundo de mentiras? ¿O acaso no seguimos pensando que algo se llama y es una mentira? ¿Cómo dar cabida y posibilidad de realidad a estas dos espadas que parecen hechas para dar un combate a muerte, combate en el que nuestro anhelo de verdad o nuestro anhelo de libertad, uno de los dos debe morir. Complejidad de los anhelos del hombre.

 

En tercer lugar, entonces, trataremos de ver el acto moral como testimonio de la persona.

Juan Pablo II piensa que hay una instancia de la vida de los hombres y a la vez una categoría de pensamiento que nos permite descubrir nuestra irreductibilidad y a la vez fundamentarla teóricamente. Este ámbito es el de la experiencia humana, en palabras de él. En palabras de él también: en la experiencia el hombre nos es dado como el que existe y el que obra. ¿Cuál es esta experiencia a la que se refiere? ¿Cuál es la experiencia que permite el descubrimiento de nuestra irreductibilidad es decir de nuestra dignidad? Observemos lo que dice: Descubrimos quienes somos en la acción. Es allí, en la acción, donde descubrimos que ya éramos, pero a la vez experimentamos que podemos decidir. La acción es quién nos manifiesta nuestro ser de personas. Somos, como naturaleza, quienes son capaces de acción, es decir, como sujetos, porque la acción es el lugar donde nos autodeterminamos porque se realiza desde nuestra libertad. Subrayemos esto por un segundo. Se acuerdan que decíamos que él encuentra en el debate teórico que no es tan sencillo mantener una mirada objetiva que mire al hombre en términos de naturaleza y una mirada que permita poner de manifiesto el empuje, la fuerza, el dinamismo, de nuestra libertad. La mirada que nos ve como naturaleza tal como el lo dice en sus estudios, corre siempre el riesgo en donde uno no encuentre todo el dinamismo de esa singularidad que nosotros experimentamos en nosotros mismos. Y una mirada que solamente descubra o subraye el carácter de sujeto tiene la dificultad de mantener esto singular y dejarnos sin pistas para tener algo que nos sea común. ¿Qué trata de pensar él? Lo que el intenta mostrar es que le es posible al hombre trabajar con ambos aspectos de lo que él es sin que ambos aspectos se excluyan. Que puede descubrir en él algo que está dado y puede a la vez descubrir que eso es una tarea por realizar. Para el inquieto profesor de ética, para el estudioso que ha pesado la tradición filosófica, la crítica kantiana y las propuestas de Marxs Sheller, para el gran admirador del método fenomenológico descubrimos y realizamos nuestro carácter irreductible, nuestro carácter y dignidad de personas en la experiencia moral, no en cualquier tipo de experiencia, no en cualquier cosa que yo sienta. La grandeza, el lugar donde descubro que soy capaz de moverme a mi mismo, que somos nosotros quienes tomamos la rienda de nuestra vida, nosotros y no otros, es en la experiencia moral, porque allí es donde tenemos que decidir sobre el bien y el mal, porque los hombres no sólo nos preguntamos qué hacemos, nos preguntamos también si lo que hacemos está bien o está mal. Más aún, necesitamos saber qué hace que algo sea bueno y algo sea malo. Por eso, la acción de la que él habla, no es cualquier ángulo de la acción, no es cualquier tipo de acción. La acción que se vuelve para nosotros revelación y realización de lo que somos es aquella en la que nuestra pequeña vida tiene la osadía de superarse a sí misma, en palabras de él, hacia valores aceptados en la verdad y realizados con un profundo de responsabilidad. Fíjense lo que dice: nos superamos a nosotros mismos, por pequeña y chiquita que sea nuestra vida porque cuando tenemos que elegir y pesar lo bueno y lo malo, es como si tuviéramos que hacer un acto inmensamente grande, inmensamente superior a nosotros mismos y por otra parte de nosotros mismos tenemos que decidir hacia valores aceptados en la verdad y realizados con un profundo sentido de responsabilidad por eso también a juicio de él y en sus palabras: la moralidad es en el nivel meramente natural la expresión más fuerte de la trascendencia propia de la persona y no cabe una teoría del hombre que no implique una concepción de su moralidad. Si nosotros lo miramos como si la moralidad fuera árido nos alejamos del sentido esplendoroso y radiante que tiene para Juan Pablo II que el hombre sea capaz de configurar su vida desde la verdad. Al decidir, los hombres nos superamos a nosotros mismos porque ese acto no se realiza solo desde el pequeño terreno de las anécdotas de nuestra vida y de nuestras emociones superficiales, no es lo que quiero, lo que me gusta, lo que me ha ocurrido, sino teniendo que poner en la balanza todo eso sino también aquello que consideramos valioso por es bueno, porque debe ser realizado, más aún, porque hay que ponerlo en la realidad, porque hay que quitar de la realidad lo que niega la bondad. No podemos decidir sin que nuestro ser tienda sus manos hacia lo que lo supera, es decir, nuestras decisiones morales nos hacen palpar el misterio de lo que somos, un ser abierto a algo que lo supera infinitamente a sí mismo, un ser que no puede realizar su pequeña vida sin tener que abrirse a aquello que supera infinitamente la pequeñez de su vida, es decir, nuestras decisiones morales, es decir nuestra vida, nos hacen palpar el misterio de lo que somos. Escuchemos estas palabras, las escuchemos allí donde nos sentimos la mega proyección de las decisiones de otros o allí donde nos sentimos el cruce de un conjunto de deseos insatisfechos, nos falta dinero, nos falta pareja, no nos alcanza el sueldo, nos faltan tantas cosas, o allí donde nos sentimos una marioneta más de una inmensa mascarada global, tocamos, percibimos nuestra dignidad, nuestro valor allí donde nos descubrimos capaces de recibirnos a nosotros mismos, recibirnos como algo ya dado desde Dios, pero no solo desde Dios sino también desde los hombres, recibirnos, incluidos nuestros límites. Recibirnos y decidir. No simplemente allí donde nos suceden cosas, recibirnos allí donde decidimos sobre ellas. Esta expresión resulta a veces muy dura de digerir en nuestro común suelo latinoamericano pues la denuncia de la injusticia insoportablemente real nos ha hecho olvidar demasiadas veces que no podemos considerarnos solo víctimas. Nos ha hecho renunciar a ese duro, difícil, e insoslayable momento en el que somos responsables de nuestra vida personal y nuestra vida común porque podemos decidir sobre ella. La decisión nos torna responsables. Bajo la potente luz de esta afirmación de la responsabilidad tan cara al corazón y la cabeza de Juan Pablo II quizás deberíamos preguntamos por qué renunciamos tan fácilmente a la belleza arriesgada de la libertad o porqué nos apartamos de las obras. Es en la acción donde nuestro ser se entrega a los otros porque sólo quién puede auto dominarse es capaz de entregarse. Por ello, en la trama de la experiencia moral descubrimos que nuestro ser se encuentra vinculado y con capacidad de donación, de construcción de comunidad, de construcción de una sociedad. Fíjense hasta que punto es fuerte, fortísimo, para Juan Pablo II, esta afirmación de que en el acto no es solamente un pequeño cruce de espacio, tiempo, condiciones, estados psíquicos, en ese acto concreto es donde acontece nuestra libertad, en ese acto concreto es donde ponemos de manifiesto quienes somos, es en ese acto concreto donde se realiza la efectiva entrega a los otros, sea exterior, sea interior, pero es ahí donde nos entregamos, ahí donde nos vinculamos. Es en la acción, con la dureza de su exigencia y la hermosura de sus límites y de sus intranquilidades, porque la acción siempre nos intranquiliza, es ahí donde damos testimonio de nuestra dignidad de personas. En palabras de él, irreductible implica entonces que todo hombre es como el testimonio evidente de sí mismo, de la propia humanidad, de la propia persona. Todo hombre, toda mujer atestigua en sus decisiones morales y las acciones que proceden de ellas que son quienes se dan a sí mismos lo que son. Nos damos a nosotros mismos lo que somos. Nos damos a nosotros mismos lo que encontramos. Nos lo damos decidiendo sobre ello. Ese acto que proviene de las entrañas de nuestra libertad, singular o común, es en sí mismo testimonio de la verdad en su ser y realización de su dignidad, misterio de nuestra realidad. La libertad se realiza como testimonio de la verdad. No solo como una afirmación. Damos testimonio de una verdad que no somos. Si es un acto libre hemos tenido que sostenerlo con todo lo que somos. Hemos tenido que descubrirlo, hemos tenido que arriesgarnos, hemos tenido que llorarlo, y damos testimonio de la verdad que no somos al elegir aquello que es más verdadero que nosotros mismos. Por eso, en uno de los ejercicios espirituales que predica y que luego serían publicados con el título “Signo de contradicción” cuando debe explicar el misterio del hombre lo describe como el misterio de un ser que es profeta, sacerdote y rey. Profeta, porque su ser, en su acción, da testimonio de la verdad. Sacerdote, porque su ser, en su acción, se vuelve entrega y donación, consagración. Rey su ser, en su acción, vivida como cultura y trabajo devuelve a la creación la verdad de su realidad. Sólo quién es testigo de la verdad de su ser y puede hacerlo desde sí, puede dar testimonio del Dios que lo ha creado y redimido. Sólo él puede atestiguar sin que sea una alienación que Dios es la verdad más honda de su realidad. Si la estructura del testimonio fuera ajena de lo que somos, darlo resultaría un acto exterior a lo que somos, pero no es ajena, por eso, en palabras también de Juan Pablo II, la obra divina de la salvación fue extraída por Dios de lo que es humano, esencialmente humano y constitutivo del hombre, pues Cristo poseía la plena dimensión histórica de los hechos, de los acontecimientos, de las obras, de las palabras y de los testimonios. Y como conclusión queremos decir lo siguiente: esta invitación al testimonio como constructor de nuestra vida privada y pública, este exigente llamado al coraje de las decisiones morales y la responsabilidad que ellas acarrean suena muy diferente en los oídos de los jóvenes y de los adultos. Los jóvenes tienen la alegría de una fe a la que quieren entregar la fuerza y el entusiasmo de su vida. Los adultos poseemos la alegría de la fe acompañada de una certeza, nuestro testimonio hace que nuestros errores, nuestros límites, y nuestro pecado, queden a la vista de los hombres, pues nuestra vida es pequeña y llena de oscuridades frente a la verdad del Dios vivo. Pero la fe, o mejor dicho, la vida de Dios que nos es donada en ella, nos es más amada que la misma vida. Por eso, no importa si al dar testimonio de Dios la pequeñez de lo que somos se vuelve manifiesta. Por eso también, queremos animar a los jóvenes a que el descubrimiento de sus propios límites, cuando lleguen, y siempre llegan, no los haga abandonar a aquél a quién creían, dan testimonio de lo que es más verdadero que ustedes mismos. ¿Por qué importa todo esto? ¿Por qué arriesgarse a esta inmensa fragua y exposición de nuestra vida? Porque si defendiéramos otras verdades nuestra vida encajaría, cuando defendemos una verdad que nos supera, nuestra vida se ve en sus límites. ¿Por qué arriesgarse a esta inmensa fragua y exposición de nuestra vida? La respuesta es solo una y la hemos puesto de manifiesto al comenzar: Porque los nuestros, nuestros compañeros y compañeras de camino en este momento de la historia sufren y no saben en qué pueden esperar. Si queremos ser honestos debemos decir que fuera de los confines del catolicismo y a veces ni siquiera esta expresión es inmune a los reportes, fuera de los confines del catolicismo, los hombres y mujeres con los que vivimos, no esperan muchas veces una palabra de sentido que provenga de la Iglesia ni mucho menos tienen hambre y sed de ella. Para un gran número de seres humanos la Iglesia es como una anciana moribunda, recluida en una habitación de nuestra casa común importunando desde allí con reclamos y cuidados; para muchos también ya ha vivido demasiado tiempo. Por ejemplo, cuando uno lee los comentarios on line de la gaceta a la presencia a este ciclo de conferencias, es verdad, que la persona y la vida de Jesucristo aún entusiasma a muchísimos. Es verdad que muchos guardan aún un inmenso amor por la Iglesia que ha convocado a su juventud, pero en su fuero íntimo muchos no saben como conciliar su amor con la vida multiforme de los hombres con sus dolores, con sus alegrías. Sus corazones de hijos honran y respetan a la Iglesia, sus corazones de hombre y mujer adultos, vibran con las propuestas, las alegrías y las angustias de los suyos, y muchas veces, muchísimas veces, no encuentran espacio para estas propuestas, alegrías y angustias en la mirada y el corazón de quién lo ha engendrado para la vida en Dios, Iglesia a la que nunca va a dejar de agradecerle por haberle engendrado para la vida en Dios. Pero si la vida de la Iglesia no puede ser para los hombres consuelo, luz, pan, vino, entonces está muda. Si solo dice algo a los que están dentro de sus límites entonces su vida ya no participa de esa inmensa fuerza del fuego del Espíritu que permitía que cada uno lo escuchara en su idioma, Partos, Medos, Elamitas,  los habitantes de la Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, el texto de Hechos, ¿no es verdad? En el mundo y en la Iglesia, la persona, las palabras y las acciones, de Juan Pablo II han convocado admiradores fervientes, críticos inexorables, cercanías y distancias de muy diverso grado e interés, sin embargo su vida ha tenido el coraje y el dolor del testimonio, su vida ha pasado por la fragua de la fe. Y nadie puede entrar a esa fragua sino porque escucha el inmenso clamor que brota de la vida de los hombres y del amor insoslayable del Dios que los crea, los redime, los santifica. Del Dios que quiere seguir siendo su Dios y Señor.

 

Pregunta:

Me había llamado la atención cuando usted explicó una especie de controversia, como si fuera una disyunción que tiene que ser inclusiva, el anhelo profundo de libertad y el anhelo hondo de verdad, un combate en el que uno de los dos debe morir, complejidad de los anhelos del hombre, imagino que lo planteó como si fuera un drama, como si no se pudieran dar las dos juntas, verdad y libertad. Si pudiera usted explayarse.

Respuesta: sí, en algunos artículos en donde Juan Pablo II está trabajando sobre la subjetividad, la irreductibilidad de la subjetividad, la responsabilidad, la autodeterminación, en donde la parte más de indagación filosófica, el se plantea el siguiente problema, es decir, si uno mira el estado del debate, lo que se está debatiendo, pareciera como sí en la forma como se da el debate, en la fuerza o en la rigidez que asumen determinadas posturas, hablar del sujeto fuera algo imposible de aguantar si significa solo un sujeto que es autónomo, que tiene que decidir, como si sujeto fuera contrario a naturaleza y en otra postura hablar de naturaleza significaría aquello que excluye que uno sea libre, si hay algo que ya está dado en mí, entonces eso es algo que está fijado en mí. El se pregunta si se lo puede ver así, el se pregunta en los artículos cuáles son las dificultades de verlo así y por eso busca si esta noción de experiencia humana que no es simplemente lo que veo, lo que toco, sino la decisión, no involucra, no es un lugar donde puedo quedarme junto sin que se excluyan tanto con el ámbito de la naturaleza y de la libertad, si no encuentro ahí algo que me abre un camino a la verdad y que a la vez me entrega la responsabilidad de la libertad. Entonces, conflicto que yo había puesto aquí no es un conflicto que el se plantee como diciendo que yo piense que tiene que excluirse la verdad y la libertad, pero que sí en el debate contemporáneo se da. Para algunos, si yo quiero quedarme con la libertad tengo que dejar la verdad