Por amor, Dios puso Su morada en nosotros

lunes, 29 de abril de 2024

29/04/2024 – En el Evangelio del día 𝗦𝗮𝗻 𝗝𝘂𝗮𝗻 𝟭𝟰,𝟮𝟭-𝟮𝟲, el Señor nos invita a reconocer que somos morada de Dios.

El universo que no puece contener a Dios, y Dios que quiere ser contenido en el corazón humano. ¡𝗠𝗮𝗿𝗮𝘃𝗶𝗹𝗹𝗼𝘀𝗮 𝗲𝗹𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝗗𝗶𝗼𝘀 𝗵𝗮𝗰𝗲 𝗽𝗼𝗿 𝗻𝗼𝘀𝗼𝘁𝗿𝗼𝘀! Ingresemos, con reverencia, a ese lugar del corazón donde habita y permanece con nosotros.

Jesús dijo a sus discípulos:«El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él”.Judas -no el Iscariote- le dijo: “Señor, ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?”. Jesús le respondió: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.» Juan 14, 21-26

Dios eligió su morada en nosotros por puro amor

El universo inconmensurable no puede contener a Dios y misteriosamente Dios nos elige para habitar en nosotros si nos decidimos a permanecer unidos a Él por el amor.

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”.
Lo nuestro será siempre una respuesta a su iniciativa Divina. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9).

Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente.

El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana.

Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.

En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor.

Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad.

La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).

Ese amor es el que nos guía en las oscuras noches de este tiempo y por eso es tan importante reconocerlo y cultivarlo.

Así lo reconoce San Juan de la Cruz en la noche oscura:
Sin otra luz y guía
Sino la que el corazón ardía
Es la que me guiaba
Mas cierto que la luz del mediodía
A donde me esperaba
Quien yo más sabía.

Y citando este texto de San Juan de la Cruz, Teresita decía: era mi camino tan recto, tan luminoso que no necesitaba a nadie por guía más que a Jesús.

Tal cual lo relata el evangelio de hoy: “el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho”.

Vivir el mandamiento del amor es el camino que nos lleva al lugar donde Dios viene a poner morada en nosotros, el corazón. El amor de Dios en el Espíritu Santo es el que en él nos va a enseñar y revelar todo desde nuestra interioridad.
alma!…

El amor de Dios en nosotros cuando es verdadero nos hace como niños

Decía Teresita del Niño Jesús: “ Si los sabios que viven entregados a los estudios hubieran venido a interrogarme se habrían sorprendido al ver a una niña de 14 años comprender los secretos de la perfección, secretos que toda su ciencia no podría nunca descubrirla, porque para poseerlo es necesario ser pobres de espíritu.

Teresita entiende que todo comienza por una iniciativa que le viene de afuera donde Dios la hace pequeña desde la grandeza de su amor.

Así lo reconoce: “Pasando a mi lado, Jesús vio para mí que era el tiempo de ser amada. Hizo Alianza conmigo y yo me hice suya.”

El acto de amor “Jesús, te amo”, continuamente vivido por Teresita como la respiración, es su clave de lectura del Evangelio. Con ese amor se sumerge en todos los misterios de la vida de Cristo, de los cuales se hace contemporánea, habitando el Evangelio con María y José, María Magdalena y los Apóstoles. Junto a ellos penetra en las profundidades del amor del Corazón de Jesús. Veamos un ejemplo: «Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación»

Teresita vive la caridad en la pequeñez, en las cosas más simples de la existencia cotidiana, y lo hace en compañía de la Virgen María, aprendiendo de ella que « amar es darlo todo, darse incluso a sí mismo». De hecho, mientras que los predicadores de su tiempo hablaban a menudo de la grandeza de María de manera triunfalista, como alejada de nosotros, Teresita muestra, a partir del Evangelio, que María es la más grande del Reino de los Cielos porque es la más pequeña (cf . Mt 18,4), la más cercana a Jesús en su humillación. Ella ve que, si los relatos apócrifos están llenos de episodios llamativos y maravillosos, los Evangelios nos muestran una vida humilde y pobre, que transcurre en la simplicidad de la fe. Jesús mismo quiere que María sea el ejemplo del alma que lo busca con una fe despojada. María fue la primera en vivir el “caminito” en pura fe y humildad; así que Teresita no duda en escribir:

«Yo sé que en Nazaret, Madre llena de gracia,
viviste pobremente sin ambición de más.
¡ Ni éxtasis, ni raptos, ni sonoros milagros
tu vida embellecieron, Reina del Santoral…!
Muchos son en la tierra los pequeños y humildes:
sus ojos hacia ti pueden sin miedo alzar.
Madre, te place andar por la vía común,
para guiar las almas al feliz Más Allá»