Proceso de transformación

martes, 6 de mayo de 2008
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“Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo.  La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar.  Aquel día no me harán más preguntas.  Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, Él se lo concederá en mi Nombre.”

Juan 16, 20 – 23

En el proceso de transformación se produce una honda y profunda metanoia (cambio, transformación), cuando nos quedamos ante las circunstancias de la vida sin respuestas, cuando ya no podemos hacer nada más, cuando simplemente debemos soportar lo que nos pasa, lo que nos sucede. “Cuando soy débil, dice el apóstol Pablo, entonces soy fuerte.”

Cuando experimentamos en nosotros la presencia del límite por la caída, porque estamos sin fuerzas e impotentes ante las dificultades, cuando nos vemos frustrados en los intentos por cambiar y mejorar, cuando no podemos orientar nuestra vida claramente hacia donde Dios nos invita a llevarla, es entonces cuando experimentamos, desde esa impotencia, la necesidad de nuestra transformación más radical. Se da cuando extendemos las manos vacías hacia Dios, y sólo Él las puede llenar. Entonces, ya no consideramos nuestra vida como mérito propio, sino como una obra de Dios en nosotros. No nos transforma nuestra acción, sino que Dios nos transforma cuando nuestra acción ha llegado a cierto límite, a cierto punto de no retorno, a donde ya directamente estamos parados al borde de la pileta y no nos queda otra que lanzarnos hacia el agua que nos espera.

Por ejemplo, nosotros podemos ejercitarnos intensamente en la misericordia. Pero sólo llegamos a ver la misericordia cuando nos conmueve la tristeza causada por nuestra propia fragilidad, cuando nos vemos dolorosamente confrontados con nuestra contradicción. La experiencia de nuestra culpa, de ser objeto de la misericordia de Dios, transforma nuestro corazón hasta hacerlo misericordioso. Experimentamos que en realidad todo puede ser distinto cuando verdaderamente se ama con misericordia y Dios es el Padre que ha tomado nuestra miseria y desde ese lugar ha cambiado “nuestra tristeza en gozo” tal como lo dice claramente hoy la Palabra en el Evangelio de Juan.

En el proceso de la tristeza quedamos enfrentados a nosotros mismos y a nuestra propia muerte. Es la experiencia que Jesús dice que vamos a atravesar, cuando en el seguimiento de su Persona, confrontemos con el espíritu del mundo que vive fuera de sí mismo, divertido (quiere decir eso: estar fuera de sí), vive como distraído, siempre como bajo algún acontecimiento que celebra lo que en realidad no es para ser celebrado con tanto bombo y platillo, que termina por masificarse.

Este lugar clave de la vida, el celebrativo, es donde la vida toma un nuevo sentido.

La tristeza va a formar parte de nuestro andar. Y esto no es teoría. Es la existencia lanzada, la existencia proyectada sobre lo que nos toca vivir cada día y el encuentro de nuestro ser más hondo y más profundo con la realidad distinta de nosotros que nos hace experimentar, mucho más allá de nuestros anhelos, nuestros deseos, nuestros compromisos, nuestro trabajo, nuestros esfuerzos, el límite. El límite.

Sobre ese lugar de límite, donde experimentamos más hondamente nuestra condición de creaturas, opera en nosotros el desencuentro con lo que era una ilusión, era una buena proyección, era un buen anhelo, un gran deseo. Justamente en el choque realista con todo lo que forma parte de lo cotidiano, es cuando Dios, allí, como Señor de la historia, puede meter mano y comenzar a actuar haciendo que las cosas sean no sólo distintas sino mejores que lo ya transitado, que lo ya vivido.

A esto que el Evangelio hoy nos plantea: Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo (…) y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar”, a esto es a lo que llamamos proceso de transformación desde el límite. Proceso de cambio, de transformación, de parto tal como lo llama el Evangelio. Es como un parir con dolor. Pero con la mirada clara puesta en lo que será el fruto y, a partir de allí, entonces, la experiencia anticipada del gozo que nos sostiene en el combate de la lucha propia, del dolor y del sufrimiento. Éste tiene sentido de transformación cuando se vislumbra, detrás de él, lo que viene después: la gracia de la resurrección, del gozo, de la alegría.

Por eso quiero alentarte a asumir lo que te toque asumir de aquí en adelante, en tu camino, con ese espíritu con el que Jesús hoy nos dice: “Ustedes, a pesar de atravesar por momentos difíciles, al final se alegrarán, al final gozarán.” “No tengan miedo” está diciéndonos Jesús.

Cuando uno va a rendir un examen, por ejemplo, en el momento de entrar a “capilla” o de preparar lo que se pide como respuesta a la elaboración de lo aprendido, se encuentra como si todas las bolillas vinieran juntas, todas las unidades están como jugando allí e interactuando unas con otras. Uno trata de poner orden en todos y en cada uno de los discursos que podría elaborar. Hasta que llega el momento de enfrentar eso que se te pide: “sobre eso pido que hables.” Entonces pareciera que lo demás desaparece y el foco se concentra sobre un lugar que resulta tensionante, doloroso, de desapego de todo lo otro que podría haber sido y no es: es esto que ahora se te pide y es la hora de afrontarlo. Más si es sabido e interrelacionado con el resto, uno comienza a experimentar, en el mismo momento en el que puede confrontar si está bien vinculado en su contenido con el resto, empieza como a experimentar el gozo de afrontar aquello que es desafiante: superar un examen. Se examina el contenido del saber, en este caso.

Así también en la vida: tenemos un cúmulo o conjunto de realidades de las que ocuparnos. Y algunas ocupan un lugar de mayor implicancia de toda nuestra persona a la hora de asumir la responsabilidad, la capacidad de dar respuesta a aquello que se nos pide. Todo está como siendo visto, contemplado. Pero cuando llega el momento, hay que hacer opciones y en este sentido hay que categorizar y jerarquizar el abordaje de todo e integrarlo. Por ejemplo: nos preocupa cómo llegamos a fin de mes, nos preocupa todo lo que tiene que ver con el arreglo y el mantenimiento de la casa y del auto.

Nos ocupa y nos preocupa lo que nuestro hijo ha mostrado en el colegio en cuanto a su conducta, que al analizarlo vemos que está reflejando en la escuela lo que está pasando en nuestra relación de familia, de matrimonio.

Nos ocupa y nos preocupa la relación entre nosotros, entonces, como pareja, como matrimonio.

Nos ocupa y nos preocupa ver cómo solucionamos el problema del hijo, pero también somos concientes de que, de algún modo, él está reflejando algo de lo que nos está pasando a nosotros en casa. Mientras tanto, también hay algo del emprendimiento del trabajo que está exigiendo mayor tiempo, mayor dedicación.

Entre todo esto, ¿qué vamos a elegir?, ¿por qué vamos a optar?, ¿dónde vamos a hacer nuestra elección? Allí es cuando empezamos a experimentar el límite y, al mismo tiempo, la necesidad de categorizar y jerarquizar lo que verdaderamente importa. Sin dudas, de todas estas cosas, lo fundamental está puesto en lo vincular , en lo relacional, tiene que ver con el ámbito familiar, ya que si esto se cae, nada de lo otro tiene sentido.

No tiene sentido el auto, tampoco el arreglo de la casa, no tiene sentido el trabajo. Si de verdad lo vincular es lo central, dediquémonos a eso y ocupémonos de eso. Claro, afrontarlo es mucho más doloroso que darle más tiempo al trabajo y mucho más difícil que ir al mecánico, es mucho más complejo que cambiarle el cuerito a la canilla, es mucho más complicado que cualquier otra tarea. En las relaciones y en los vínculos se juega el límite como en ningún lugar. Y en ese lugar, Dios nos dice que Él es capaz de hacer nuevas todas las cosas.

Un lugar privilegiado para la transformación desde el límite es la enfermedad. Cuando uno atraviesa una enfermedad, nuestro cuerpo reacciona de acuerdo con la experiencia de nuestra vida, con nuestros desengaños, nuestros fastidios. Nuestra sobreexigencia en la enfermedad nos obliga a examinar nuestro concepto de la vida. Allí donde vivamos al margen de la verdad, la enfermedad nos puede hacer volver a tomar el pulso de las cosas por el nombre que tienen. 

La enfermedad no tiene que ver sólo con nuestra psiquis; nos descubre no sólo lo que fue reprimido o empujado a las sombras, sino que también puede ayudarnos en un proceso de transformación que provenga desde el alma, desde adentro. En un proceso, que llevará tiempo, nos puede poner en contacto con la verdad más recóndita, la que puede dejar al descubierto el valor de nuestra vida. La enfermedad no nos viene sólo para ser combatida, sino que debe tener la capacidad de interrogar acerca de qué nos quiere hacer saber y hacia dónde nos quiere llevar. Sin duda que cuando ocurre en nuestra vida, nos sitúa de cara a lo fundamental, a lo que verdaderamente importa. Deja de lado lo superficial, lo vanidoso. Nos enfrenta ante las grandes preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuál es el sentido de mi existencia?, ¿cuál es el valor de mi vida?

Es evidente que Teilhard de Chardin está viendo en la enfermedad un gran porcentaje de pérdida con las que va a ser pagado cada progreso. Él decía: “No se da progreso en el ser sin un incomprensible tributo de lágrimas y sangre, también de encuentro con el pecado y la lucha contra éste. No es para asombrarse si alrededor de nosotros se oscurecen aún más algunas sombras al mismo tiempo que aumenta la luminosidad.” Y opina que, merced al cristianismo, ha surgido una nueva comprensión del sufrimiento, como expresión del amor y principio de la unidad.

Él decía: “El sufrimiento es considerado una contrariedad. La enfermedad debe ser combatida hasta el final, pero, al mismo tiempo, las masivas enfermedades aceptadas con resignación quitan el egoísmo y compensan nuestro peso pecaminoso, tienen la capacidad de centrarnos en Dios. Si el oscuro y resistido sufrimiento es elevado, por las más humildes pacientes, al más alto principio universal de la humanización y divinización, allí se produce la transformación.”

Ése es el lugar justo donde hoy nos para el Evangelio: frente a lo importante de la vida, cuando ésta está por expresarse de manera nueva, renaciendo, transformándose. Y nos dice: “atención, porque para esto hace falta atravesar lo que se atravesó al principio, un dolor parturiento.” Y el dolor de parto es tanto para quien está gestando como para quien es gestado. En igual sentido, es tanto para Dios que acompaña el proceso histórico de regeneración nuestra y de todos los que comparten la vida con nosotros, como también para nosotros mismos.

La madre se queja cuando da a luz, y el hijo llora cuando sale a la luz. Todo padece previamente al gozo y a la alegría.

El Evangelio de hoy habla de nuestro camino, de dejar que Dios dé a luz su presencia en nuestros corazones. Y en este camino pasamos, sin duda, por la dolorosa experiencia de la incertidumbre, de no saber hacia dónde, aunque sabiendo que Dios nos guía y nos conduce; y que su Promesa no falla. Entonces, ¿qué se nos exige? La fe, la confianza.

La Palabra nos alienta, en el lugar concreto de nuestro caminar cotidiano. La primera lectura del día de hoy (Hechos 18, 9-18) comienza diciendo: “Una noche, el Señor dijo a Pablo en una visión: “No temas. Sigue predicando y no te calles. Yo estoy contigo. Nadie pondrá la mano sobre ti para dañarte, porque en esta ciudad hay un pueblo numeroso que me está reservado.” Y pasa a veces que uno, apoyado en la Palabra, dice “vamos para adelante”, por más que apoyado en los datos de la realidad diga “¿a dónde estamos yendo?”; y en el fondo uno piensa “que pase rápido este cáliz, y de ser posible, sin dolor de parto, mejor.” Pero definitivamente uno pide que se haga la voluntad de Dios que, sin duda, viene con dolores de parto.

Esto también tiene que ver con la gestación de la novedad en el quehacer nuestro de todos los días en la Patria. Si estamos en presencia de celebrar el bicentenario de la Nación, y no lo queremos celebrar sólo desde el marketing, ni desde los discursos politiqueros, ni desde las expresiones de deseo pero con poco compromiso; entonces verdaderamente vamos a tener que pasar por esta gestación, por esta transformación que viene de la mano del reconocimiento del límite, del dolor y de todas las posibilidades que se abren de la mano del que hace nuevas todas las cosas. Experimentaremos la transformación que se encuentra con el límite y también con la enfermedad, que podemos representar con la imagen de “dolores de parto”de la que habla hoy el Evangelio; esa experiencia que aparece en cada una de las crisis, cuando pasamos de un estado a otro, de un modo a otro y se nos desordena nuestro acostumbrado modo de concebir, de entender y de movernos.

En las distintas etapas de la vida se da la metanoia: está la crisis de la pubertad, la crisis del promediar la vida, la crisis de la edad pasiva, la crisis de la última enfermedad… En cada una de ellas, Dios quiere llevar a cabo ese cambio, esa transformación, esa luminosidad con la que nos vamos acercando a su Presencia. Claro, las reacciones que existen frente al cambio necesariamente son negativas. En realidad, el cambio, en cualquier momento o bajo cualquier circunstancia (sea por el límite, por la enfermedad o por el proceso que naturalmente conlleva en sí mismo el lenguaje del cambio), tiene etapas diversas.

Una primera es el aprendizaje de algo nuevo –como posibilidad- y el desaprendizaje de lo que ya estaba presente y, probablemente, bien integrado en nuestra personalidad o en nuestro quehacer en conjunto. Un ejemplo: pensemos en lo que significa para una familia mudarse, cambiarse de casa. ¿Qué es lo que cuesta? ¿Cuesta dejar las paredes, dejar el patio de la casa? Cuesta dejar a los vecinos, cuesta dejar el camino que se recorría para ir y venir hasta ese lugar de referencia que llamamos casa u hogar. Hay que romper con aquello ya aprehendido. Tenemos que desaprendernos de ese lugar, aprender a desprendernos de ese espacio y buscar la forma de, en el cambio, encontrar los nuevos motivos.

La motivación es clave en el proceso de cambiar. Si no está presente y si no se puede inducir, difícilmente se pueda avanzar en el proceso de transformación. Además, esto acontece mucho más allá de nuestro querer, nuestros deseos, nuestra voluntad. Tal vez nos mudamos porque no dan los números, o no da el espacio, o no dan las distancias, o todo eso junto y además un deseo difícil de explicar: ya es tiempo de que cambiemos de lugar. Si a ese cambio no lo acompañamos con una buena motivación, el dolor del desapego puede ser más significativo que lo nuevo por aprender, lo nuevo por apropiarnos, la casa nueva, el espacio nuevo.

Las nuevas estructura, los nuevos modos de proceder solo tienen lugar si las personas que forman parte (en este caso, la familia o grupo) se van integrando, si se involucran, se meten, participan. La mayoría de los cambios suelen ser muy difíciles para las personas que ya han avanzado, y mucho, en el camino de la vida; que se han hecho de estructuras a las cuales se han aferrado y que no están muy dispuestas a cambiar. Esas estructuras o esos mecanismos pueden aparecer a los dieciséis o a los ochenta años. Hay gente que es rígida a los quince y hay gente que es sumamente adaptable, porque es sumamente inteligente, sumamente juvenil en su espíritu, a los noventa y dos.

Para nosotros, el cambio es siempre la posibilidad de hablar de la Pascua. ¿Dónde se da ese abrazo que menciona la liturgia en la noche de la Vigilia Pascual, entre la muerte y la vida, en un duelo, y muerto el dueño de la vida, nos ha traído el Cielo? La Pascua es una realidad existencial. Todos los días, desde el momento en que despertamos, morimos; y todos los días, desde el momento de abrir los ojos, comenzamos a renacer. La Pascua forma parte de nuestro peregrinar, de nuestro andar. Un proceso de transformación y de cambio supone movimientos distintos. Un primer movimiento se asemeja a cuando uno descongela la heladera, y comienza a derretirse el hielo. Lo que estaba bien aferrado en las paredes de la heladera, se empieza a caer. ¿Qué ocurre? Una primera desestabilización: frente a lo nuevo uno no sabe bien cómo avanzar. Volviendo al ejemplo de la mudanza: uno está en la propia casa y va a a ver la nueva casa. En la movida de ir a verla, lo primero que se produce es un desapego de lo que es nuestro.

Aparece también la ansiedad, que es tránsito entre lo que era y lo que viene. Y surge la búsqueda de una seguridad sicológica. No podemos vivir con la ansiedad permanentemente. La ansiedad, que algunos llaman “adrenalina”, forma parte de la vida. El “sano estrés” que le dicen los siquiatras, forma parte necesaria del proceso vital, pero no podemos vivir todo el tiempo en ese estado. Porque cuando así sucede, tenemos esta percepción: vamos hacia delante pero nos quedamos paralizados.

Por eso, al proceso de transformación es muy importante plantearlo en clave de proyecto vital, existencial, “proyecto de vida”. Y si es proyecto, tiene etapas. Si tiene etapas, tiene objetivos. Si tiene objetivos, éstos pueden ser revisados y reajustados.

Hace falta que caminemos sobre ciertas seguridades: camino de aquí hasta allí, después desde allí hasta el punto que viene. En el caminar me desprendo de la parte que dejé atrás. Voy hacia lo nuevo y de ahí a lo que vendrá. Continuando con el ejemplo de la mudanza: sé que tengo que dejar la casa de dónde estoy, veo varias alternativas hacia dónde ir, de entre las cuales elijo una. Una vez elegida, pienso cómo hacer para ubicar todo lo que tengo en el nuevo lugar. Luego, analizo lo relacionado a la movilidad de la familia (transporte, etc.).

Así, a cualquier proceso de transformación es bueno ir ubicándolo en etapas. Si bien en la práctica se da con más complejidad que en la teoría, es bueno detenernos para saber cómo funciona el proceso y a partir de allí saber cómo ubicarse, en una estructura mental que favorezca la forma de asumir estos cambios que ocurren permanentemente en nosotros

Luego del descongelamiento que mencionábamos arriba, es bueno que aparezcan las motivaciones, es decir que le pongamos contenido al camino. También es muy importante, si en el cambio participan varios, que exista el diálogo, la conversación, la información.

Una fase final en el proceso de cambio es el establecimiento, la estabilidad. Después que hemos andado, marchado, hay una cierta bonanza… hasta que se produzca de nuevo una movida que nos haga repetir el proceso.

Camino y transformación, Pascua en nosotros, dice hoy la Palabra en el Evangelio: nuestra vida es como un parto, donde damos a luz, donde nos damos a luz. Al principio nos produce cierta tristeza. Pero después, el gozo es muy grande.



[1] “La Energía espiritual del Sufrimiento”, Teilhard de Chardin