Programa 1: Cuando el amor humano se vuelve divino

miércoles, 11 de abril de 2007
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Bloque 1:
 
Nadie puede explicar con certeza lo que ocurre cuando ocurre el amor. Simplemente acontece. No nos avisa. Solamente se nos presenta. Tampoco golpea nuestra puerta. Sólo abre y entra. Nadie sabe hasta entonces; pero una vez que pasa, estamos absolutamente seguros y convencidos de que es el amor. Nadie lo entiende, pero muchos lo sienten y una vez que se siente, tampoco después demasiado se entiende. Sólo se convive con él. Y una vez que no se lo tiene, hasta nos parece que ni siquiera podemos convivir con nosotros mismos. Tal vez no podemos convivir con el mismo de antes. Tendremos ahora que aprender a convivir con alguien que ha conocido, por fin, uno de los secretos más privilegiados de la existencia. Ha conocido, aunque sea fugazmente, lo que es el amor. Ha sabido del hechizo de amar y -lo que es más extraño aún- ha sabido también lo que es ser amado. Una persona así, no ha pasado en vano por la vida. Ha cumplido con uno de los encargos más preciado y hermoso y, además, más terrible y doloroso de la existencia.
 

Todo genuino amor consagra lo que ama. Lo hace “sagrado-con”. Uno se vuelve “sagrado-con” el otro y “con-sagrado” por el amor del otro. Como canta, exaltadamente, el lirismo apasionado del Cantar de los Cantares: “… El amor es fuerte como la muerte. Implacable como el infierno es la pasión. Sus flechas son de fuego, como una llama divina. Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos ahogarlo…” (8,6-7).El auténtico amor es siempre sagrado, aunque sea el más humano de los amores.

Bloque 2:
 
Algunos amores son como una pasión que nos destroza o como una “llama divina” del cielo que nos consume. Para bien o para mal, el corazón arde en el amor. Sus flechas siempre nos alcanzan. No hay escudo capaz de protegernos. Sus dardos son implacables. Y una vez incendiados, las aguas de los torrentes nunca lo pueden apagar, ni aplacar. Contra el amor todo es inútil. Él tiene su propio designio a cumplir. Nada le es imposible. Todo le es poco. Lo fagocita y lo consume. Y cuando todo está hecho cenizas, las vuelve a encender aún con mayor vivacidad. Todo lo extenúa y nada lo extingue. Todo lo agita y nunca descansa. Todo lo mueve y nadie lo atrapa. Todos alguna vez lo sienten y nadie lo comprende. Para el amor se guardan todas las palabras y todos los silencios. Y ni uno, ni otro, lo expresa acabadamente. Para el amor son todas las canciones y ninguna lo canta completo.
 
El amor todo lo que toca lo enciende o lo enloquece, pero nunca lo deja igual que antes. Siempre lo modifica, lo transforma y lo transfigura. A veces hasta lo mata. Te toca, te duele y te retuerce. Te levanta, te ennoblece y te exalta. El amor todo lo que invade lo endiosa. Lo hace más grande, más fuerte, más bello y más bueno. Lo llena de su luz y lo ilumina desde adentro. Lo enciende en su propio fuego y lo hace arder sin consumirse. Lo expande y lo dilata. El amor quiebra todas las tinieblas y vence todas las oscuridades. Todo lo que alcanza lo vuelve transparente y diáfano, lo quema en su fuego sagrado. Todo lo que roza lo deifica. Todo amor consagra lo que ama. Lo vuelve divino y eterno. Lo hace “como Dios” (Cf. Gn 3,5) sin que eso sea una oscura tentación sino   -precisamente- su propio destino iluminado. El fin de todo amor es convertirse a Dios. Llegar a abrirse a Él, conocer su rostro y su fuego. Incendiarse con sus incendios. No apagarse nunca en Él. Ser una chispa eterna de ese resplandor abrasador e inextinguible.

Todo amor tiene vocación a  Dios. Si no llega a Él, se apaga. Se debilita y se esfuma. Se consume en su propia ceniza y se volatiliza. Todo amor sube hasta Dios como el incienso que se expande. Hacia Él abre su boca para respirar más honda y profundamente sin ahogarse y dilata sus alas para vuelos más abismales. Todo amor busca su mar como el pequeño arroyo su desembocadura. Allí se confunden y se vuelven uno.

Bloqueo 3:
 
Si “Dios es Amor” (1 Jn 4,8.16) todo amor busca a Dios. Lo sepa o no lo sepa. Consciente o inconscientemente, lo anhela para ser aún más lo que ha comenzado a ser: Más pleno, más acabado y más perfecto. Todo amor toca el terreno de lo divino y se vuelve sagrado en la llama de su propio incendio. Lo desea a Dios, aunque sea como a tientas (Cf. Hch 17,27), ya que “en él vivimos, nos movemos y existimos” (17,28). Lo llama y lo convoca como a su destino. Le susurra y le grita desde la fuerza de sus entrañas. Desde lo profundo y desde adentro. Desde el sin límites de todos sus límites. Más allá de “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad que excede todo conocimiento” (Ef 3, 18-19). Incluso en el más allá de todo amor se encuentra Dios. Si has amado, te has acercado a Dios. Has estado en Él. Has entrado en sus entrañas. Su sustancia es el amor. Es su naturaleza. Se identifica con él. Dios es el misterio del amor. Dios es el misterio de todo amor. Todo amor tiene escondido el fulgurante enigma de la resplandecencia de Dios: Sus llamas; sus chispas; sus fuegos. Todo amor tiene grabado su Nombre y es divino sólo por lo sagrado de Dios. Todo amor consagra. Nada del amor es profano. Sus pies descalzos siempre pisan tierra sagrada (Cf. Ex 3,5). Su zarza perpetua arde sin consumirse nunca (Cf. 3,2). Su nombre nadie lo sabe porque es el Nombre de Dios.
 
El amor es siempre una gracia sobrecogedora; un regalo inmerecido; un don fortuito; un milagro inesperado; una sorpresa impactante y una bendición por recibirse. Una alquimia de los nombres más queridos. Una alabanza ininterrumpida. El amor es continuamente una trampa en la que cae el corazón. Es una conspiración. El amor es siempre el final de la muerte y el principio de la vida. Sin el amor la vida no tendría nada de vida. No sabría cuál es su juego. El amor es una devolución constante. Nadie queda huérfano con él. Se prodiga siempre más y más. Nunca se vacía. Se completa y se multiplica. Roza el infinito y entra en él.
 
El amor pronuncia todos los nombres propios. No olvida ninguno. Su memoria es su corazón. Su latido son sus recuerdos. El amor abraza a todos. Los contiene y los protege. Los cuida y los sana. El amor es un trabajo artesanal de las relaciones. Es una orfebrería del corazón. Es buscar la perla en el barro y es encontrar todas las perlas juntas. Es dar con el único tesoro. El que lleva tu nombre y tu sangre. Tus pasos y tus caminos. Tus gozos y tus dolores. Tus fatigas y tus descansos. Tus logros y tus fracasos. Tus contentos y tus tristezas. Tus risas y tus lágrimas. Tus sufrimientos y tus dichas. Tus cruces y tus glorias. Tus muertes y tus resurrecciones. Tus infiernos y tus paraísos. El amor es todo junto y a la vez. Es mucho más y nunca es bastante. Es vértigo y escalofrío. Es soñar y no cerrar los ojos. Es llorar y no tener lágrimas. Es dolerse y sentir gozo. Es estar lejos y tener todo el peso de las presencias dentro y cerca, hondo y profundo.
 
Todo amor nos desangra. Nos crucifica y nos eleva. Nos postra y nos exalta. Nos humilla y nos enaltece. Todos danzamos en la Alianza de la vida y del amor; entramos en su fuego sin quemarnos (Cf. Dn 3,24-25). Por el amor “la muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Co 15,54) ya que “el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte. Por el amor le robamos al tiempo que nos mata unas cuantas horas que transformamos a veces en paraíso y otras en infierno. De ambas maneras el tiempo se distiende y deja de ser una medida. Más allá de la felicidad o de la infelicidad, aunque sea las dos cosas, el amor es intensidad; no nos regala la eternidad sino la vivacidad, ese minuto en que se entreabren las puertas del tiempo y del espacio: Aquí es ahora y ahora es siempre. En el amor todo es dos y todo tiende a ser uno.” [1]

En el amor siempre “salimos vencedores gracias aquél que nos amó” (Rm 8,37) y estamos seguros “de que ni la muerte, ni la vida; ni los ángeles, ni los poderes celestiales; ni lo presente, ni lo futuro; ni la altura, ni la profundidad; ni ninguna otra creatura alguna podrá separarnos del amor” (8,38-39). El amor es siempre unión. Quien está en él, no experimenta separación. Es permanente comunión. En él no existe ni ausencia, ni distancia. Todo es presencia y cercanía. El amor es la metáfora que tenemos más perfecta de Dios. Todo amor consagra. Nos llena de todo lo divino y trascendente. Sin idolatrarnos, nos vuelve como Dios. Nos hace ingresar en su mundo y en su corazón.

[1] Paz, Octavio. La doble llama. p. 131.

Bloque 4:
 
Los caminos convergen sin casualidades, ni fatalidades. Uno se encuentra en la vida con aquellas personas con las cuales está designado encontrarse y cada una nos permite encontrarnos más auténticamente a nosotros mismos. Uno es para el otro como un espejo en el cual quedamos reflejados. La soledad se rompe cuando nuestra mirada puede reflejarse en la mirada de otro que haciéndose un  espejo nos devuelve nuestra propia mirada. Es bueno atreverse a compartir la mirada de ese espejo y la propia verdad. Si el otro nos recibe tal cual somos, no hay nada que temer.
 
Las personas son símbolos de un alfabeto colmado que hay que aprender a descifrar. En cada universo personal y en el aprendizaje de nuestra propia interpretación ojalá uno pueda ser símbolo para el otro.

 Existe una misteriosa “providencia de los vínculos” en la cual el entramado de los hilos de nuestra vida se entretejen con los hilos invisibles de la urdimbre de la existencia de otros. León Bloy, autor francés tenía conciencia de ello cuando escribió: “…Es indudable que hay seres que corresponden exactamente los unos a los otros en la trama, sin defecto, del gran plan divino, y esos seres separados por los continentes y los mares, por las costumbres y por el idioma, por todos los obstáculos que pueden separar las existencias humanas, se encuentran sin embargo, en el momento preciso en que el Dios infalible ha decidido desde el fondo de su cielo y de su eternidad que su encuentro era necesario….”[2]



[2] León Bloy. Cartas a su novia. 29-V-1889.

Bloque 5:
 
El amor es eterno mientras palpite con su propia intensidad. El amor es la mejor metáfora que tenemos de la eternidad, mientras transitamos cada paso del tiempo. Toda eternidad lo es mientras exista el amor. Lo que no es amor es sólo tiempo caduco y pasajero. Tránsito de una medida a otra; devenir que fluye sin cesar. Para rozar la eternidad hay que aventurarse a amar, aunque sea un instante. Mientras dure el amor será eterno. En ocasiones, “todos los amores son desdichados porque todos están hechos de tiempo. Todos son el nudo frágil de dos creaturas temporales que saben que van a morir. En todos los amores, aún en los más trágicos, hay un instante de dicha que no es exagerado llamar sobrehumana. Es una victoria contra el tiempo; un vislumbrar el otro lado; ese allá que es aquí, en donde nada cambia y todo lo que es, realmente es”[3]. Sin duda que “el amor es una intensidad y, por esto, es una distensión del tiempo. Estira los minutos y los alarga como siglos”[4]; “es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes. Por el amor vislumbramos, en esta vida, a la otra vida”[5].
 
El tiempo, en el amor, no es “el tiempo de los calendarios y relojes; el tiempo sucesivo. El tiempo del amor no es grande, ni chico. Es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante. Quizás, no nos libra de la muerte; pero nos hace verla a la cara”[6]. De allí que “el amor es uno de los elementos emblemáticos de la vida. Breve o extenso; espontáneo o minuciosamente construido, es -de cualquier manera- un apogeo en las relaciones humanas. El amor es la compensación de la muerte”[7].
 

La eternidad es la esperanza de casi todos los amores. Sin embargo, no todos la consiguen. No todos son eternos o -al menos- no son “para siempre”. Hay algunos que ni siquiera subsisten el paso irreversible del tiempo. Si el amor no puede ser eterno; si sólo puede ser temporal; al fin y al cabo es también amor. Algo de la eternidad ha alcanzado -al menos en su repentina intensidad enceguecedora- aunque, tal vez, no ha bastado. Quizás el amor no pueda subsistir al tiempo, pero puede cambiarlo, transformándolo. Si el amor no es eterno, al menos transmuta la extensión inconmensurable del tiempo en la intensidad de “un algo” casi infinito. Suple extensión por intensidad. A menudo el amor es como la fugacidad de esa minúscula “eternidad” que, a veces, se nos puede regalar en el tiempo.



[3] Octavio Paz. Op. Cit. p. 212-213.

[4] Ibíd. p. 214.

[5] Ibíd. p. 220.

[6] Idem.

[7] Benedetti, Mario. “El amor, las mujeres y la vida”. Ed. Seix Barral. Bs. As. 1995. p. 7.