Programa 10: “La niñez como camino espiritual, la grandeza a la pequeñez”

lunes, 28 de mayo de 2007
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Bloque 1:

La vida espiritual es un proceso que nunca acaba y nos permite un continuo crecimiento, una especie de «re-generación» permanente que nos lleva cada vez más hondamente hacia las raíces. Mientras en el proceso natural vamos creciendo en la medida en que nos hacemos más «grandes», en el dinamismo espiritual es lo contrario, vamos creciendo en la medida en que somos más «pequeños»: Así es el crecimiento en consonancia con los criterios de Dios.

Sin embargo, no me estoy refiriendo a la pequeñez acomplejada de la inferioridad, la minusvaloración o la poca estima,  tampoco a la marginación psicológica, a los sentimientos negativos de rechazo hacia nosotros mismos y no aceptación.  Al contrario, hablo de esa “pequeñez” psicológica y afectivamente sana de quien -poniéndose  de cara a Dios- puede percatarse de su propia «medida» y de su minúsculo alcance. Esto sólo se logra cuando miramos primero a Dios y, desde él, volvemos la mirada sobre nosotros mismos. Si Dios no aparece en el horizonte, continuamos creyéndonos «grandes» e “importantes”, seguimos engañándonos en pensar que somos la cúspide y el centro del mundo. Únicamente  desde Dios se revela definitivamente nuestra «medida». Sólo el que es «pequeño» puede ser agradecido, reconocer que todo lo recibido es puro don, regalo siempre.

De allí que para estos sea el Reino de los Cielos, como nos cuenta el Evangelio: …«En aquél momento se acercaron a Jesús los discípulos y le preguntaron: ¿Quién era el más grande en el Reino de los Cielos? Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: Les aseguro que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño como un niño, ése será el más grande en el reino de los Cielos»… (Mt 18,1-4). Para el Evangelio, la grandeza se define por la pequeñez. Ésta es la «medida» adecuada al Reino. En los brazos de Dios siempre hay que ser como niño, como un niño que descansa confiada en los brazos de quien lo sostiene.

 

Bloque 2:

La “niñez” es la metáfora más adecuada de la relación que debemos tener con Dios. Aunque nos resulte paradójico, la «medida» adulta de la relación con Dios es la «medida» de la pequeñez. En el vínculo con Dios se avanza y se crece en la medida en que se disminuye, se cobra altura cuando se descubre que hay “Otro” que está por encima de todos.

Se crece disminuyendo y se disminuye aumentando en la medida en que Dios está en su propio lugar y nosotros en el nuestro. Aquí se marca la diferencia  que supone la vida espiritual respecto a la vida natural. En el desenvolvimiento biológico y psíquico, nunca podemos progresar si disminuimos. El avance no se da por el retroceso. En la vida espiritual -en cambio- se crece en la medida en que aminoramos.

Esto hay que entenderlo, incluso en la esfera de lo espiritual, de manera correcta, de lo contrario, el peligro puede ser grave por sus deformaciones. No se trata, en absoluto, de caer en ciertos «infantilis­mos» espiritualistas, o “espiritualismos” evasivos y alienantes, propensos a las poses artificiales de «niñerías» e «inmadureces» de un «angelicalismo» bobo que se reviste de candidez ridícula y afectada. Muchas veces se ha caído en una interpretación muy idealizada de la propuesta de Jesús de «ser como niños», como si en los niños todo fuera bueno o inocente, lindo e imitable; o estuvieran exentos del pecado original y todo lo que hacen fuera positivo o santo. Jesús no glorifica ninguna etapa humana por sí misma. No absolutiza la infancia, ni la exalta endiosán­dola o idolatrándola como si fuera una fase consumada o una etapa perfecta de la vida. Tampoco es una mirada nostálgica del pasado.

Lo que Jesús quiere hacer ver es que los niños, en muchas de sus reacciones pueriles, tienen profundas actitudes humanas que nosotros tenemos que rescatar para la experiencia espiritual. Todas las etapas humanas tienen la posibilidad de encontrar lo mejor de las actitudes humanas. El Evangelio siempre plenifica lo humano. La niñez cristaliza algunas de manera particular. Hay que discernir lo que de más genuinamente humano existen en las actitudes del niño. Así la niñez se volverá, entonces, un modelo del aprendizaje espiritual.

El «ser como niños» es la «medida» del ser plenamente y maduramente humanos. En cualquier etapa de la existencia hay que recordar y aumentar las actitudes profundamente humanas que están de manera privilegiada –aunque no exclusiva, ni excluyentemente- en el niño. Podremos ser así más acabadamente adultos ya que se es más adulto en la medida en que se es más humano. Para Jesús, el «ser como niños» es la realización más plena de todo lo humano. Para nosotros, la niñez no es el “paraíso perdido” sino el “paraíso olvidado”, el que tenemos que recordar y reconquistar. ¿Cómo era nuestra mirada cuando éramos niños y recién asomábamos al mundo? La infancia no es la “inocencia extraviada” sino la transparencia del alma por la cual dejarnos volver a encontrar. Hay que habitar la propia niñez, volver a esa patria espiritual, a ese hogar que algún día extraviamos. El mapa está en el corazón.

 

Bloque 3:

Vamos ahora a detenernos en algunas actitudes muy genuinamente humanas que fundamentalmente se hacen presentes en los niños y que los adultos, por muchas razones,  vamos perdiendo. Para ser auténticamente humanos tenemos que reconquistar esos gestos y actitudes de los profundos  “sentidos” humanos.

Entre las actitudes más humanas de los niños podríamos mencionar, en primer lugar, «el sentido del juego» con el cual envuelven toda la existencia. Para ellos, todo es como un regalo desbordante y una magia milagrosa que se ofrece sin mezquindades; de allí que la actitud integral de los niños ante la vida sea el juego. Los niños juegan porque han descubierto el don y ésa es su manera de ser maduros ante la vida. Un niño que no juegue no es un niño «maduro», adecuado a su etapa de crecimiento. El sentido del juego es, fundamentalmente, el sentido de la gratuidad. Es una manera muy «seria» y muy profunda de ver la realidad. Los adultos, generalmente, vamos olvidando el sentido del juego porque atrofiamos el sentido de la gratuidad en la vida. Cambiamos el «sentido del juego» por el «sentido del drama»; transformando la gratuidad en conflictividad, y lo que antes -como niños- nos gustaba disfrutar, en la medida en que nos hacemos adultos, nos hace padecer. Mudamos la acción de gracias y la alabanza que surgen del don y del juego, por la queja, la portesta y el desaliento que brotan amargas del drama y del conflicto.

El «sentido del juego y del regalo» despierta, a su vez, el «sentido de la sorpresa, de la admiración y del asombro». La pregunta clave del niño es el permanente cuestionamiento de algún «¿por qué?». Él se encuentra en la aventura de descubrir el secreto de cada cosa; el misterio de toda la realidad. Quien pierda el sentido del misterio y del asombro poco podrá descubrir, incluso de Dios. Es necesario entrar deslumbrados en el misterio y gozarnos de que sea así, aunque mucho no podamos entender. Como en la niñez, también aquí, son más importantes las preguntas que las respues­tas. Las obras más geniales de la grandeza humana han nacido de la suprema gratuidad. El amor, la verdad y la belleza, en sus expresiones más eximias, son totalmente don. De la admiración nació el arte, la filosofía y la religión. El misterio de Dios no tiene necesariamente un «por qué» y un «para qué», simplemente es. Dios es, eso basta para la fe: …«Yo Soy el que Soy»… (Ex 3,14) le dice Dios a Moisés. Esto basta para el misterio y para la fe agradecida. Dios es absoluta gratuidad.

El «sentido de la gratuidad» favorece el «sentido de la búsqueda» que, a través de sus preguntas, estimula el «sentido del aprendizaje». El niño es el que más naturalmente acepta que tiene que aprenderlo todo. Siempre el hombre tiene que aprender, aunque no siempre lo acepte. Una de las maneras más torpes de pretender crecer es disminuir la capacidad de aprendizaje. Siempre seremos aprendices. En esto radica la máxima humildad: En querer volver a aprenderlo todo en la medida en que va pasando el tiempo. Si disminuye nuestra capacidad de aprendizaje, se recorta también  nuestra capacidad de crecimiento. En el proceso espiritual hay que crecer para volver a crecer, es un dinamismo continuo. El aprendizaje es permanente. Quien presuma de saberlo todo, se imposibilita de crecer. Siempre se puede aprender porque siempre se puede crecer, ya que se crece hasta la muerte. La muerte es el último gran aprendizaje; el crecimiento definitivo en lo humano; la admiración suprema a la que está invitado el hombre; la ruptura de los sellos de todos los misterios; su más perfecto asombro; el alcance de la madurez más plena.

El «sentido del aprendizaje» capacita, a su vez, en el «sentido positivo de nuestra pobreza personal», el saberse necesitado de Dios, de los demás y de la realidad para poder crecer. En la medida en que nos desarrollamos, comúnmente nuestra capacidad se vuelve suficiencia. Nos autoabastecemos. Ya no nos importa tanto aprender cuánto enseñar. Nuestras seguridades se convierten en defensas y nuestras posibilidades en omnipotencias. Perdemos la visión crítica sobre nosotros mismos, alimentamos las autoimágenes de complacencia que desmesuran nuestro ego.

Estos son algunos de los sentidos de calidad humana que tiene el niño y que, en el regreso de la historia, mientras nos vamos haciendo mayores, a menudo se erosionan y se pierden. No siempre ser mayor significa ser más grande. No siempre mayor es ser mejor…

 

Bloque 4:

Hemos mencionado sólo algunos de los más importantes «sentidos humanos» que se descubren fundamentalmente en la niñez y que -gracias a Dios- muchos adultos aún conservan. Lo fundamental es percibir que «ser como niños» implica tener las capacidades más sensibles y genuinamente humanas, las más puras y exquisitas, las que mejor pueden disponerse a la acción de Dios. Lo más profundamente humano es aquello que más riqueza puede tener cuando se abre a la gracia. Todo lo más humano queda desbordado cuando se accede a Dios, aún más humanamente; potenciado aún más desde su propia riqueza. En esta perspectiva, «ser como niños» es capacitarse en las máximas riquezas humanas, permaneciendo en constante tensión hacia la madurez. Quien no sea como un niño no podrá entrar en el Reino de los Cielos, simplemente porque -en primer lugar- no ha sido acabadamente humano.

Es necesario, consiguientemente, rectificar la imagen de niño y de adulto que tenemos. Resulta curioso que, en la Palabra de Dios, la antítesis de la imagen de niño no es el adulto, sino el «soberbio», el incapacitado para vivir la madurez de la propia grandeza; el que quiere ser grande con su propia medida; el suficiente como para impedirse descubrir el don; el que no puede admirarse porque todo le da igual; el arrogante que cree que ya aprendió lo bastante como para vivir despreciando la humildad de la sabiduría de Dios que nos enseña de diversos y misteriosos modos. (Cfr. 1 Co 1,19-29).

Para introducirnos en el lenguaje de Dios nos conviene entrar en este «lenguaje» de «ser como niños». Ante el misterio sólo podemos balbucear. La alabanza es la actitud adecuada para con la gratuidad de Dios. El lenguaje más expresivo del niño es aquél que ha quedado reducido a su forma más elemental: La risa y el llanto, el lenguaje que sintetiza lo más sencillo y lo más profundo de la alegría y del dolor de la existencia humana. Éste es el lenguaje que se recuperará cuando, en las situaciones límites de mayor amor o de máximo sufrimiento, no se encuentre otra expresión más justa. Este también puede ser uno de los lenguajes más hondos que tengamos para Dios. A menudo la risa y el llanto son nuestra verdadera oración.

Lo que hemos dicho de la «niñez» no es una «idealización» exagerada. La misma Palabra de Dios nos advierte porque la niñez, cronológicamente, como cualquier otra etapa humana, es transitoria y relativa: San Pablo decía…«Cuando yo era niño, pensaba como niño, hablaba como niño, razonaba como un niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño»… (1 Co 13,10-11).

Jesús cuando postula el «ser como niños», ni siquiera, en primer lugar quiere exaltar a la niñez sino a la condición humana que se deja traslucir en las actitudes más profundas de los niños. Sólo así la niñez es horizonte de madurez. Precisamente, lo que en apariencia puede ser visto como lo más inmaduro del proceso humano, Jesús lo rescata como un modelo a seguir porque manifiesta de manera más transparente y lograda la calidad y la calidez de lo más humano de lo humano.

 

Bloque 5.

Dios siempre quiere tenernos en el cobijo de sus brazos providentes. Sus manos nos rodean permanentemente. No nos suelta sino que nos pone en el refugio de su corazón. Su misericordia es nuestro crecimiento y su amor, nuestro alimento. Siempre somos niños ante sus ojos. Dios es Padre y es Madre con todos sus hijos. Es calor de hogar y seno; es mesa tendida y encuentro anhelado; es abrazo tibio y fuego siempre ardiendo. Dios fielmente nos está esperando en el umbral de su puerta siempre abierta. Nos recibe, nos acoge, nos da de comer su cena, nos descansa. Cada noche Dios desde su cielo nos bendice y nos canta con ternura infinita su eterna canción de cuna.

 

Bloque 6:

Cada mañana que nace sobre la faz de este mundo Dios renueva su esperanza. Cada niño que va a nacer y cada uno de los niños que crecen nos recuerda que es lo que quiere Dios del mundo y de nosotros, los seres humanos. Crecer es una osadía llena de aventura y -a menudo- también de dolor. Sin embargo, ése es el secreto de la sabiduría. Dios nos quiere como niños porque el mismo Dios se hizo uno de ellos. Dios mismo nació en este mundo, un día despertó en él para vivir junto a nosotros. También para Él la niñez fue el horizonte humano, el camino a transitar para el crecimiento.

 

Bloque 7:

El mismo Señor Jesús ha querido vivir plenamente la etapa humana de la infancia. Ha sido un Dios Niño que nos ha redimido con su crecimiento. Hay que atreverse -como Él- a ser grandes por la pequeñez, cobrando altura estando en lo más bajo. La exigencia de este camino está en la humildad heroica que requiere. Así se nos muestra este secreto de Dios sólo «revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

Este horizonte de crecimiento mirando la niñez no es una mirada psicológica sino una perspectiva de fe. No desconoce lo negativo y lo transitorio de la infancia como una etapa de imperfección y dependencia sino que, a pesar de esto, se rescata lo que de más humano existe en ella para no dejarlo fenecer sino, al contrario, enriquecerlo y potenciarlo. La niñez -en la vida espiritual- siempre será un constante referente. Contrario a la experiencia biológica en la que, inevitablemente, la infancia queda cronológicamente detrás; en el itinerario interior, estará siempre por delante. Será una continua meta por alcanzar. Mientras más se crezca, más niño el hombre será. Decimos más “niño”, no más “aniñado”. Mientras más espiritual, más plenamente humano. Visto desde Dios, la niñez será siempre el futuro. Lo que tendremos que alcanzar para ser plenos.

Incluso en el aspecto biológico, algo de esto existe hacia el final de la existencia, como si los ciclos se encontrasen y los extremos mutuamente se incluyeran. En la vejez se tienen muchas actitudes de la niñez. El anciano y el niño en muchas cosas se aproximan: En la inseguridad, en los temores, en las dependencias de otros, en el afecto que requieren, en las demandas que hacen, en el tiempo que necesitan, en la necesidad de ser tenidos en cuenta y escuchados, en los cuidados que implican y en muchas otras realidades, niños y ancianos tiernamente se parecen.  El principio de la vida se vuelve a encontrar en el final. Esa sabia y mutua inclusión de los ciclos de la existencia reconciliando los extremos, nos permite intuir este misterio de la vida toda y también de la vida espiritual, en que permanen­temente se madura en la medida en que más cerca estamos del origen y constantemente crecemos, cuanto más esenciales nos volvemos.

Que sea para nosotros la gracia que canta el Salmo: …«Señor ni corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en los brazos de su madre»… (Sal 130,1-2). La misma imagen tiene el Profeta Isaías para hablar de la relación de Dios con su Pueblo: …«Como un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo»… (66,13). En el Nuevo Testamento es Jesús el que inaugura un Reino reservado sólo para los que se atreven a ser como niños: …«Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan porque los que son como ellos entrarán en el Reino de Dios. Yo les aseguro, el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él»… (Lc 18,15-17).