Se trata de ser sanos, íntegros, maduros y- por qué no- santos. Este camino se inicia desde lo que nosotros mismos verdaderamente somos. Nadie que quiera empezar un sincero camino de crecimiento puede caer en triunfalismos. En todo, también y sobre todo en esto, se empieza desde abajo.
Nuestra debilidad, consiguientemente, tiene algo de Dios, si la abrimos a la acción de su gracia y no la cerramos en el círculo vicioso de nuestro ego. Su gracia resplandece en nuestra debilidad. Es allí donde se patentiza la sabiduría de la Cruz.
Para nosotros la debilidad será un camino abierto a la misericordia. Aceptar nuestra debilidad será recibir su misericordia. Toda nuestra vida puede ser el encuentro de la miseria con la misericordia, la debilidad humana con el don de Dios.
Para terminar cuento la “Parábola del jardinero”. Ella dice que “somos como un jardinero que cuidaba para que las malezas no aparezcan a lo largo y ancho de su esmerado jardín, pero mientras se ocupaba de extraer las plantas nocivas de un sector, comenzaban a aparecer en el otro, y así nunca terminaba y se desanimaba al pensar que, tal vez, jamás pudiera gozar de las flores por tanto preocuparse de las hierbas perjudiciales. No se daba cuenta de que el secreto de la belleza del jardín no estaba tanto en lo exterior de sus flores y en el corte de las malezas, sino en las raíces y en el suelo. Había que empezar a cultivar el suelo, desentrañando las raíces; así las malas hierbas no brotarían y las flores nacerían sin amenazas. Al cabo de muchos años, cuando el jardinero ya estaba declinando en su oficio por el agobio de sus propios años, la tierra le regaló su último secreto, el más fecundo: El jardín no se cultivaba desde afuera, porque las hierbas indeseadas siempre volverían a surgir, pues continuaban teniendo raíces. Para darle vida y belleza al jardín tenía que cultivarlo desde dentro, volviéndose él mismo semilla que cae en tierra y muere para dar mucho fruto… (Cf. Jn 12,24)”