Programa 4: La debilidad humana, el comienzo del camino hacia Dios

miércoles, 11 de abril de 2007
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Bloque 1:
 
El Evangelio es una sabiduría de vida donde la el don de Dios pasa por lo humano. Para iniciar este camino hay que aceptar, serena y gozosa­mente, el don que somos de Dios para nosotros mismos. Hay que procurar la sensatez del realismo humano y espiritual. Buscar lo real y no lo ideal. A menudo, esperando que se den las circunstan­cias favorables y óptimas, desaprovechamos la situaciones históricas que, si bien, nunca son las ideales constituyen, en cambio, las «providen­ciales», las únicas que Dios ha querido o ha permitido para nosotros, aquí y ahora. No hay que fantasear con posibilidades que, aunque sean previsi­bles, no son las actuales y, por lo tanto, no son reales para nosotros.
 
No estamos acostumbrados a asumir lo que somos, enseguida nos ponemos máscaras y disfraces para distraer a los demás y consolarnos ficticiamente a nosotros mismos. Es preciso que nos quedemos en la absoluta intemperie, desam­parados de nosotros mismos y de nuestras falsas seguridades, teniendo por conquista la limpidez de un corazón transfigurado. Este es camino despejado de cualquier falso brillo sin ninguna extroversión des­mesurada, sino acallada y mansamente. El don de Dios se vuelve tan profundo y compenetrado con lo humano que parece todo muy natural. Se ha logrado la perfecta armonía, el espíritu parece encarnado y la carne parece espiritualizada; la madurez humana, transida por la gracia, se despliega como un verdadero itinerario espiritual.

Se trata de ser sanos, íntegros, maduros y- por qué no- santos. Este camino se inicia desde lo que nosotros mismos verdaderamente somos. Nadie que quiera empezar un sincero camino de crecimiento puede caer en triunfalismos. En todo, también y sobre todo en esto, se empieza desde abajo.

Bloque 2:
 
La primera verdad que la Escritura nos dice sobre el hombre es la primera verdad que debemos tener en cuenta para nosotros. En la página inicial de la Biblia, en el Libro del Génesis, queda descrito metafóri­ca­mente como «hechura de barro» (Gn 2,7). Un barro al que se le dio un aliento divino de vida que lo eleva sobre toda la creación. Una mezcla paradójica de barro y espíritu, lo más bajo y lo más alto está conformando al mismo hombre. Este barro es el símbolo y la realidad de su condición de creatura y de su propia fragilidad. El barro es el que puede ensuciar y manchar más fácilmente todo. El hombre, hecho de barro, es la creatura y es pecador a la vez.
           
El «barro» es, entonces, desde el primer Libro de la Biblia la primera carac­terística de la naturaleza hu­mana que figura en una clave metafórica. Es la primera condición para que el hombre pueda encontrarse consigo mismo y con Dios. Podemos decirlo sin metáfora: El camino del crecimiento pasa por la debilidad.
 
Como ha demostrado el Apóstol San Pablo, el contraste entre la gracia de Dios y la flaqueza de la naturaleza humana se pone de manifiesto, sobre todo, en la debilidad. Allí donde la creatura es casi nada y Dios puede ser Todo. El mismo Dios dice: …«Mi gracia te basta, mi fuerza se manifiesta perfecta en la debilidad” y el mismo hombre responde: “Me complazco en mis debilidades porque cuando soy débil, entonces, soy fuerte»… (2 Co 12,9-10).)Sólo basta Dios y su gracia, el hombre lo que tiene que hacer es disponer su debilidad a la docilidad de Dios, entonces, la fuerza irresistible de la gracia se manifiesta perfectamente. La debilidad humana puede cerrarse o abrirse a la acción de Dios. Cuando se cierra, se hiere. Cuando se abre, la fuerza renovadora de Dios resplandece en su fulgor.
 
La complacencia en la propia debilidad no es ningún acto masoquista o morbosamente enfermizo sino la serena aceptación de lo que realmente somos y la disponibilidad, a partir de esa misma realidad, para que Dios obre y transforme.
 
Dios mismo redimió la debilidad con la debilidad misma de nuestra condición que asumió. Dios se hizo hombre para mostrarnos que la gracia se asume a partir de debilidad y así el hombre supiera asumir su debilidad a partir de la gracia de Dios.
 
Si ciertamente nos lleva bastante esfuerzo aceptarnos a nosotros mismos en nuestra debilidad; ¡Cuánto más nos llevará aceptar desde la fe la misma debilidad de Dios que manifestó su majestad en la pobreza (2 Co 8,9) y su omnipotencia en la impoten­cia (2 Co 13,4)!: San Pablo afirma, “ la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Co 1,25).
 
Dios asumió nuestra debilidad para darnos su fortaleza por el camino de nuestra propia debilidad. Por mucho que nos resistamos, uno de los caminos más seguros por donde podemos encontrarnos con el Dios que nos salva, es el de nuestra debilidad, la cual cuando se la vive desde Dios, es salvación; cuando se la vive desde sí mismo, es frustración.
 
Sólo desde el misterio de un Dios encarnado en la debilidad humana es posible una Redención desde lo más íntimo y propio que tiene el hombre. De allí que sólo el cristianismo propone la verdad de la Redención. Las religiones no cristianas cuentan con la debilidad humana, pero no con la Redención por la debilidad. Cuentan con el hombre, pero no con el Dios Encarnado. Sólo el cristianismo posee la verdadera esperanza de la salvación porque ha unido a Dios y al hombre en una misma carne, en una única debilidad.

Nuestra debilidad, consiguientemente, tiene algo de Dios, si la abrimos a la acción de su gracia y no la cerramos en el círculo vicioso de nuestro ego. Su gracia resplandece en nuestra debilidad. Es allí donde se patentiza la sabiduría de la Cruz.

Bloque 3: Recordar el tema del día que estamos tratando.   
 
En el cristianismo el camino de la madurez humana y de la fe comienza a partir de la vulnerabilidad.

El hombre no está solo en su debilidad. Desde el misterio de la Encarnación no es que el hombre tenga que, esforzadamente, ascender con la penosa carga de sus miserias hasta Dios para que éste las absuelva sino que, al contrario, es el hombre el que tiene que dejarse tomar desde abajo, desde su mismísima fragilidad, para que el Dios hecho debilidad lo ascienda hasta su Cruz. En la Cruz se nos revela que la debilidad humana es siempre amada. No es que nuestra debilidad nos separe de Dios, precisamente, ésta es el camino que Dios ha asumido por nosotros.

El cristianismo no nos propone en absoluto una imagen perfeccionista y exigente de Dios. Todo lo contrario: Nos presenta la debilidad de Dios y la debilidad humana como comienzo del camino. Sin embargo, a este horizonte tampoco hay que entenderlo como permisivo de parte de Dios o poco responsable de parte del hombre. No se trata de consentir la debilidad por la debilidad misma o de favorecer lo que en ella está caído. No se nos ofrece el quedarnos perezosame­nte en nuestro pecado. Se nos exhorta a asumir nuestra debilidad para que Dios la transforme con nuestra humilde colaboración.

Este camino es consolador y duro a la vez. En cuanto nunca nos permite desesperar de nuestra debilidad por demasiada que fuere es, ciertamente, muy con­solador; y, en cuanto, que inevitablemente tenemos que aceptar nuestra debilidad es, sin lugar a dudas, duro. Nuestras entumecidas soberbias no muerden el polvo tan fácilmente. La humildad es la llave que abre la «puerta estrecha» (Mt 7,13-14) de la que nos habla el Evangelio.

No se trata de una debilidad «desintegradora» de la personalidad sino una «debilidad consolidada» por el don de Dios que todo lo sana. Tenemos una debilidad «desintegrada» cuando nos encerramos en nosotros mismos o nuestra debilidad «consolidada» cuando no abrimos a Dios que reconcilia todas nuestras heridas. La madurez y la santidad no se realizan a pesar de nuestras debilidades sino en virtud de ellas.

Cuando el pecado queda redimido y reconciliado, entra – misteriosamente – a formar parte del camino que Dios quiso para nosotros. Todo queda incluido en Dios, también aquello que, en un determinado momento, nos alejó de Dios. Cuando estamos cerca de Dios, todo nos acerca a él; cuando estamos lejos, todo nos hace de obstáculo Cuando se retorna al amor, la muerte queda vencida.

El Profeta Jeremías le decía a Israel: …«¡Qué hermoso te parece tu camino en busca del amor! En verdad hasta con tus maldades aprendiste tus caminos»… (Jr 2,33). También el Apóstol Pablo entona su himno triunfal a la providente misericordia de Dios, aún en los signos humanos más negativos: …«Si Dios está con nosotros; ¿Quién estará contra nosotros?… ¿Quién nos separará del amor: La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?… En todo salimos victoriosos gracias a Aquél que nos amó. Ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni lo presente ni lo futuro, ni lo que está en lo alto, ni lo que está en lo profundo; nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios»… (Rm 8,31-39).

Absolutamente nada puede separarnos, si nosotros mismos no queremos ser separados del amor, sobre todo revelado en los signos de la contradicción humana. Ni las experiencias más límites, la muerte y la vida; ni los poderes sobrehumanos más poderosos, los ángeles, ni el inexorable fluir del tiempo que nunca podemos retener y detener, ni lo presente y lo futuro; ni lo que está más allá de todo alcance humano, lo alto y lo profundo; nada puede contra el amor que se nos ha manifestado porque «el amor es más fuerte que la muerte y su fuerza más tenaz que todo el abismo. Sus flechas son como dardos de fuego, llamaradas divinas. Ni los grandes océanos podrán apagar el amor, ni ahogarlo los ríos» (Ct 8,6-7). En todo fulgura la victoria final del amor. Salimos ganadores porque hemos sido amados. Lo que nos hizo perder, cuando nos convertimos a Dios, nos hace ganar.          En los misteriosos designios del infinito amor de Dios, el triunfo de la misericordia siempre es desbordante. En el final de todas las cosas, se alzará serena la misericordia…

 La Palabra de Dios afirma: …«Sabemos que todas las cosas suceden para el bien de aquellos a quienes Dios ama»… (Rm 8,28). «Todo sucede para el bien», no se excluye nada. Esta mirada ab­solutamente positiva, que desciende del abismo de la misericordia, es la que nace de la fe.

La misericordia es la vulnerabilidad del amor que Dios tuvo para asumir nuestra debilidad. Desde la Encarnación su omnipotencia se define por la impotencia; su riqueza por la pobreza; su sabiduría por la necedad; su fortaleza por la debilidad.

Para nosotros la debilidad será un camino abierto a la misericordia. Aceptar nuestra debilidad será recibir su misericordia. Toda nuestra vida puede ser el encuentro de la miseria con la misericordia, la debilidad humana con el don de Dios.

Bloque 4:

El comienzo del itinerario humano y espiritual a través de la debilidad

* Es un camino «realista» que nos libra de falsas expectativas e imágenes distorsionadas para con Dios y para con nosotros mismos. Lejos de ser una proposición «pesimista» es consoladora, esperanzada y humana.
 
* En este horizonte al hombre no le compete ni la ley, ni las obras, ni el mérito, ni la fidelidad, ni las obligaciones, ni la respuesta… Sólo la disposición de su debilidad para el actuar de la gracia, el abandono para la docilidad a Dios, nuestra pequeñez. En otros caminos el peligro de que el hombre mida sus propios alcances es más manifiesto. 

* Es un sendero al alcance de todos, ya que todos tenemos y padecemos la debilidad como característica predominante de nuestra frágil condición mortal. Se nos presenta la debilidad como la posibilidad de caminar en la más humilde de todas las humildades.

* Es un desarrollo muy humano para lo divino y muy divino para lo humano que permite la sanidad de todas las heridas y fragilidades humanas, precisamente, porque comienza a partir de ellas.

* Revela mejor el misterio de la Pascua y la Redención haciendo brillar lo infinito del amor de Dios en su condescendencia por la debilidad humana. Tenemos que pedir, entonces, la valentía de aceptar todas nuestras debilidades como un camino privilegiado del amor de Dios.

Para terminar cuento la “Parábola del jardinero”. Ella dice que “somos como un jardinero que cuidaba para que las malezas no aparezcan a lo largo y ancho de su esmerado jardín, pero mientras se ocupaba de extraer las plantas nocivas de un sector, comenzaban a aparecer en el otro, y así nunca terminaba y se desanimaba al pensar que, tal vez, jamás pudiera gozar de las flores por tanto preocuparse de las hierbas perjudiciales. No se daba cuenta de que el secreto de la belleza del jardín no estaba tanto en lo exterior de sus flores y en el corte de las malezas, sino en las raíces y en el suelo. Había que empezar a cultivar el suelo, desentra­ñando las raíces; así las malas hierbas no brotarían y las flores nacerían sin amenazas. Al cabo de muchos años, cuando el jardinero ya estaba declinando en su oficio por el agobio de sus propios años, la tierra le regaló su último secreto, el más fecundo: El jardín no se cultivaba desde afuera, porque las hierbas indeseadas siempre volverían a surgir, pues continuaban teniendo raíces. Para darle vida y belleza al jardín tenía que cultivarlo desde dentro, volviéndose él mismo semilla que cae en tierra y muere para dar mucho fruto… (Cf. Jn 12,24)”