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Programa especial de Semana Santa sobre el Triduo Pascual
jueves, 20 de marzo de 2008
Introducción:
Los misterios que evocamos en la Semana Santa, tan impregnados de amor y sufrimiento, de sangre mezclada con un denso silencio en la Pasión o tan colmados por la esperanza recién nacida de la Resurrección, guardan los destellos de una belleza que no siempre advertimos.
La propuesta de hoy es que abramos nuestra fe a una mirada que se aproxime a la hermosura del rostro de un Dios que -hecho humano- recorre hasta el final una existencia mortal, entrelazada con los nudos de la vida, la agonía y la muerte.
El corazón de la Semana Santa se encuentra en los tres días –llamados “Triduo Pascual”- que Jesús recorre en el breve lapso de su último Jueves, Viernes y Sábado de su vida. Los tres días últimos, antes del primero, que comienza con la Resurrección.
Te invito a que nos asomemos a cada uno de esos tres días finales de Jesús, con meditaciones, poemas y música nos hagan ingresar hacia el “otro lado” de la Pascua, a esa cara desconocida y no siempre contemplada.
Estos misterios nos revelan como ningún otro lo qué es el amor de Dios por nosotros, atreviéndose a todo, sin límites,
“hasta el fin” (Jn 13,1).
Texto 1:
El último Jueves de la vida de Jesús, el Señor organizó su propia despedida, con sus compañeros más íntimos, los agasajó con una comida típica judía, la prescripta para los festejos religiosos que conmemoraba el pueblo.
La mayoría de los presentes ni siquiera se dio cuenta de la importancia del acontecimiento. Era el “testamento” de Jesús hecho palabra y gesto. La Palabra estaba en el Mandamiento del amor que nos dejó y el gesto fue doble.
El primero consistió en lavarles los pies a sus discípulos, mostrándonos cómo Dios se arrodilla frente al hombre; un Dios arrodillado frente a la dignidad humana, respetándola y sirviéndola; y el segundo gesto se plasmó no sólo queriendo lavar el cuerpo de los otros sino entregándonos el suyo propio.
Nos dejó su Cuerpo para que lo hiciéramos parte del nuestro, para que lo comiéramos y lo absorbiéramos. Su Cuerpo hecho comida lo llamamos “Eucaristía” que significa “acción de gracias”. Su Cuerpo quiso hacerse “acción de gracias” y don para nuestro cuerpo. Su Sangre se derramó en la Cruz pero antes quiso ser vertida interiormente, en nuestra propia sangre. Cuando la tomamos, su sangre entra en el torrente de nuestra sangre, su redención se licua en nosotros como corriente de vida y fuego de luz, nos hacemos “consanguíneos” de Dios, somos de su familia, compartimos la misma sangre, riega nuestras venas e impregnas nuestras almas: ¿Qué Dios es éste que nos alimenta con su propia sustancia para que seamos parte de él?
Cuerpo entregado.
Su Cuerpo era eucarístico
mucho antes de que fuera ofrecido en el Sacramento.
En la Última Cena
su Cuerpo se desposó para siempre
con el signo del pan.
Ese pan antes había sido multiplicado
para el hambre de la gente,
convirtiéndolo en milagro.
Su Cuerpo también ya estaba entregado desde el comienzo:
En su concepción y gestación,
en su nacimiento y crecimiento,
en su bautismo entre las aguas.
En las tentaciones de cuarenta días
-gustando el ayuno solitario del desierto-
conoció la primera cuaresma de su Cuerpo.
En sus caminatas
y en su sed del mediodía
pidiendo agua a la Samaritana;
en sus manos extendidas, tocando a los leprosos;
o mezclando su saliva con barro
para dar luz a los ojos.
En su bendición a los niños;
en su sueño y su cansancio, quedándose dormido en la barca;
en su paso firme, caminando entremil barroua a la Samaritana las aguas;
en sus milagrosas curaciones
y en su Transfiguración entre fulgores.
Todo en Él era Cuerpo entregado;
Carne fragmentada;
Divino contacto para nuestro tacto.
Todo era anticipo
de lo que un día nos daría
como comida y bebida.
Todo su Cuerpo siempre fue Sacramento,
Tienda de Dios para el encuentro.
Todo su Cuerpo
-desde el principio-
fué Eucaristía.
Texto 2:
El último viernes de su vida, Jesús no la pasó nada bien. Había permanecido la noche anterior en la cárcel. Lo habían detenido, como un simple delincuente. El juicio -al cual lo sometieron- estaba plagado de inobservancias e infracciones, tanto por parte de las autoridades judías como de las romanas. Fue sólo para aparentar porque, en verdad, querían hacer lo que, finalmente, hicieron: Matarlo.
Lo sentenciaron al castigo máximo de la pena de muerte pública del imperio romano. Lo torturaron hasta que murió de una manera brutal. Lo clavaron vivo tres horas suspendido, después de apalearlo y darle latigazos:
“la crucifixión era un castigo muy común y, cuando Jesús murió en el Gólgota, las cruces se utilizaban una y otra vez hasta que quedaban inservibles y, luego, acaban como leños en las hogueras de los soldados”
[1]
.
Este detalle es también significativo espiritualmente, ya que la Cruz del Señor, seguramente fue utilizada antes y después por muchos otros condenados a muerte. Las cruces se “reciclaban”. Nadie tenía una propia. Todas eran de uso común.
La Cruz de Jesús se confundió en la memoria del tiempo y su despiadado olvidado. Lo cierto es que Él estuvo en una Cruz usada por muchos otros, antes y después de Él. Esa misteriosa solidaridad de Jesús con las cruces y las culpabilidades humanas nos habla del secreto de su redención por todos. Él se unió a toda cruz. Incluso los clavos de la Cruz de Jesús, como los de cualquier crucifixión, eran grandes, de difícil fabricación y costosos, por eso los soldados los empleaban, una y otra vez, en distintas ejecuciones.
Respecto a la Cruz, Jesús no tuvo una especial sino una común, la ordinaria para esos casos. Cuando murió, tampoco tuvo una tumba propia, descansó en una que le prestaron; tampoco al nacer, no tuvo un albergue. Jesús siempre fue un desposeído. La Cruz, una vez más, nos lo recuerda.
A partir de entonces, la Cruz del imperio romano cambió de significado. Se convirtió para los cristianos en una marca, un sello, un distintivo que, a pesar de todo el horror que encierra, revela la esperanza del único amor que salva.
Todo se ha cumplido.
En la Cruz todo se volvió
palabra y grito:
“Todo se ha cumplido”
Fue lo último que dijoas aguas;.
En La Cruz,
La Palabra
Encarnada
estaba colgada y agujereada,
herida y traspasada,
desnuda y despojada.
Ella abrazaba a todos,
no quedándose con nada.
Palabra silenciosa y desgarrada,
angustiada,
lastimada,
ensangrentada.
Sangre y amor
buscando -en su Cuerpo- reconciliación.
La Cruz
muestra que la muerte es nuestra:
Cita en la que todos nos encontraremos y compareceremos,
umbral por el que todos tendremos que pasar.
Jueves, viernes y sábado:
Triduo de días rotando
en la cima del Calvario;
Agudo vértice del tiempo
que se alza rasgando la eternidad
como el velo partido del antiguo Templo.
Se ha quebrado la historia
sobre esta memoria.
Una áspera sed de vinagre;
músculos acalambrados
sostenidos por clavos
y espinas nacidas entre los roces
de los latigazos.
Para el buen ladrón, un paraíso.
Para la espada del soldado, su costado.
La Cruz
, el cielo y el
Cuerpo,
Todo quedó abierto:
Nadie se atrevíó a cerrarlo.
Texto 3:
Después de la muerte de Jesús, a pesar de que era la siesta, ese viernes quedo mudo y oscuro. Los cuerpos quedaron rígidos ante la vista de todos. Sin embargo, Jesús continúo su viaje más allá de la Cruz, más allá de la muerte. Siguió descendiendo. No sólo se hizo hombre, se abajó a lavarnos los pies, condescendió a morir como si fuera un culpable sino que después de la muerte, Jesús prosiguió hacia “el más allá”, a donde están todos los muertos reunidos, esperando.
La fe cristiana dice que “descendió a los infiernos”. Pero no el “infierno” de los culpables. La palabra “infierno” se la tomó en su significado literal: “Lo inferior”, lo que está “debajo” ya que a los muertos se los entierra, se los sepulta en la tierra entonces se imaginaban que todos juntos estaban en un asamblea de espera “abajo”, en las regiones inferiores, en los “infiernos”. Ciertamente después la palabra “infierno” tuvo otra connotación más terrorífica que no es lo que se quiere expresar cuando se afirma que Jesús descendió al lugar de los muertos.
En verdad, lo que se quiere decir es que Jesús estuvo real y verdaderamente muerto. Tan muerto como cualquiera que ya no esté en este mundo. Que se reunió con todos los muertos, que cumplió como uno más con su destino de mortal.
Por ser el Redentor, al morir, la muerte se tragó, sin querer, la vida. La muerte se murió. La mató Dios con su propia muerte.
A partir de la muerte de Jesús y su “descenso” a los infiernos, el destino humano quedó abierto, el camino se prolonga, el viaje continúa, la vida comienza a ser eterna. La muerte es sólo el paso, el tránsito, la frontera, el umbral, la puerta, la bisagra que conecta un lado con el otro, el puente que hay que cruzar.
En nuestras celebraciones, el Sábado Santo es un día caracterizado por el silencio y el despojo, un “día de estética minimalista”. Es el momento del Triduo en que se contempla a Jesús reunido con todos los muertos.
¿Qué nos podría contar un testigo de los últimos momentos de la vida de Jesús?; ¿Qué pasó entre el viernes y el sábado santo? Quizás pudiera contarnos algo así…
Las tres de la tarde caía pesada como un ancla.
Nos sumergía y nos ahogaba
en su grisácea densidad.
Todo parecía caer
mientras Él estaba suspendido.
La Palabra
gritaba.
Se rasgaba en un solo grito.
Su fuerza desgarró el velo del antiguo Templo.
Ya no hay velo.
Sólo hay grito.
¡Dios mío, Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado?
(efecto eco)
Había escuchado ese clamor en el salmo
pero nunca la Palabra lo había proferido.
La muerte de un hombre nos gritaba el abandono de Dios.
Dios abandonado de Dios.
Cruz sin luz.
El Padre lejos del Hijo.
Después de ese grito
el silencio fue peor.
Todo retumbaba.
Cielo y tierra temblaban.
Hacia frío
y la sangre todo lo regaba.
Más que levantarse del suelo,
la Cruz
caía del cielo.
Parecía suspendida
como un signo entre los signos.
La noche estaba en el día
y el silencio sólo nos concedía un pasajero alivio
después de haber visto tanto suplicio.
Ahora la Palabra volvía al silencio.
No al silencio eterno del cual vino como de un regazo de lo alto
sino el silencio del infierno al cual descendía en lo más bajo.
La Palabra
gritaba en el infierno.
Todos la oían y se estremecían.
Sus ecos eran infinitos,
Recorrían los recodos de todo el oscuro laberinto.
Sin embargo, ahora, el grito era distinto.
Ahora gritaba:
“¡Aleluya!, ¡Aleluya!, ¡Te he vencido!”…
Texto 4:
Cruz de cruces:
Cada uno tiene la suya.
Nunca nos deja.
Las treguas son momentáneas.
Luego vuelve.
Con otra intensidad y otra forma
es siempre la misma Cruz.
La que lleva nuestro nombre
y está ligada a nuestro destino.
La que fielmente nos acompaña
a lo largo de todo el camino.
Llevando cada uno la que nos pertenece
podemos comprender la que otros tienen.
Todos poseemos la propia
para acompañar a los que tienen otra.
Jesús estuvo rodeado por misteriosas solidaridades
que acompañaron su Cruz.
Juan, el Apóstol joven,
miraba a través del Traspasado.
Su corazón se hizo casa para acoger
a la Madre que se le confiaba.
Hijo del silencio permaneció
a los pies del madero.
María, a su lado,
tenía rasgado el interior
por la espada profetizada.
Era la “hora” sin tiempo.
De la nueva Pascua.
Virginidad, maternidad y martirio.
Contenía en ella
la semilla de toda la Iglesia.
María y Juan,
Juan y María.
Las cruces de la Cruz del Hijo
Ellos, silenciosamente, sostenían.
Todo en un mismo dolor.
Abrazo invisible de ambos,
unidos con la mirada a Aquél
que a todos nos abraza
con sus manos clavadas.
Los tres se abrazaban sin tocarse,
en una ronda silenciosa de miradas.
Las lágrimas, cadenas de agua, los amarraban.
Los tres sostenían la única Cruz
en el punto exacto de su centro.
Los tres de “abajo”,
reflejo de los Tres de “arriba”
-Padre, Hijo y Espíritu-
que también la Cruz del Calvario sostenían.
Desde abajo y desde arriba,
la Cruz
se extendía.
Jesús entre Juan y María en el Gólgota;
Al igual que entre el Padre y el Espíritu
en una eternidad sin medida.
También estuvo acompañado en su suplicio
por el buen ladrón
que le robó todo a Dios.
La Cruz
era la llave sagrada
con la que Jesús
abría las puertas del vedado Paraíso.
Promesa final
para quien busca arrepentirse
apostando su última esperanza.
Mientras haya tiempo y arrepentimiento,
se resguarda la esperanza.
Dios se deja arrebatar todo.
Todo puede ser robado por la esperanza humana.
“Acuérdate de mí, Señor”
era la plegaria de quien
ya no era ladrón.
También en el estrecho camino
estuvo el Cireneo.
A veces en la vida
los extraños se hacen,
no sólo compañeros
sino hermanos de las cruces que llevamos.
El Cireneo, sin saberlo, cargó con el mayor
de todos los privilegios.
Abrazó la áspera piel del Madero
y selló la suya
con las huellas sanguinolientas
de otras heridas que no le pertenecían.
¡Misterioso intercambio
de cruces y sangre,
de cargas y heridas!
Vio la belleza del Señor deteriorada,
el Varón de dolores ante quien el rostro se vuelve.
Intercambió la mirada agitada y el aliento exhausto,
las manos entrelazadas bajo el agobiante peso
y la subida lenta con todas sus caídas.
Cireneo, te convertiste en testigo y en servidor.
Creías que llevabas la Cruz de un condenado;
¡Jesús llevaba la tuya,
la que no veías,
la invisible, la más pesada.
La de todos!
El dueño de todas las cruces
permitió ser ayudado,
quiso ser sostenido y acompañado.
Nos mostró la ley compensadora
de la solidaridad,
la comunión invisible
y la sustitución de unos por otros.
La Cruz
es una misteriosa y profunda red
que nos contiene a todos.
A cada uno le toca una parte
aunque todos –sin saberlo- sostenemos
las otras.
Nunca en la Cruz estamos solos.
Hay Marías Y Juanes.
Hay ladrones arrepentidos y Cireneos.
Por nosotros y para nosotros
Jesús estuvo en su Cruz,
de igual manera
la fecundidad
de nuestra crucifixión
es para otros.
Nadie tiene más.
Nadie posee menos.
Todos
-cada uno en su medida,
según la exacta geometría
de la sabiduría de Dios-
la tenemos.
Es nuestra Cruz
y la Cruz de los otros.
En ella no hay fragmentos.
Es la única Cruz del Hijo
en el cuerpo de todos.
Texto 5:
Uno piensa que con la muerte se termina todo. En el caso de Jesús no fue así. La muerte no tuvo la última palabra. No fue el veredicto definitivo. La muerte dejó de ser la “señora” que todo lo dominaba, para comenzar a ser la “esclava”.
Jesús le quitó el “señorío”. Mordió el aguijón de la muerte desde adentro de la muerte misma. Dios se murió verdaderamente para tragarse y disolver la eficacia de la muerte definitivamente. La muerte que existe ahora, no es una muerte definitiva. Es una muerte derrotada, vencida, sometida, rendida. Es la esclava, no es la señora.
Después de morir, no sabemos cómo fue pero lo cierto es que Jesús, victorioso, resucitó. Este acontecimiento cambió para siempre toda la historia y la concepción de la vida y de la muerte. El mundo hubiera sido otro.
¿Cómo habrá sido para Jesús resucitar?; ¿Qué habrá pasado?; ¨¿Qué habrá sentido?; ¿Nunca te lo has imaginado?…
El primer día de la semana.
De pronto, como en una implosión,
retumbó de nuevo el interior.
Como en precipitados torrentes,
la respiración y el latido,
el pulso y el sentido,
la palpitación y el parpadeo,
la tensión de los músculos y el movimiento de los miembros;
siento el cosquilleo de las fuerzas
despertando sensaciones y
despabilando emociones.
Todo suavemente se va sacudiendo,
La carne se estremece trémula.
Leves temblores me recorren.
Las aguas oscuras y espesas
de los mares del infierno
ya se han corrido hacia atrás.
El alba se agita con prisa,
no quiere llegar tarde a la cita.
Es el primer día de todos los días.
La historia tiene otra oportunidad.
Para todo hay una salida.
Es virgen la esperanza.
La piedra ya ha sido corrida.
Lo que hasta ahora era tumba
será anuncio de Buena Noticia.
La piel está lozana, bellamente transfigurada.
Fresca la mirada y las palabras.
Debo levantarme y quitarme el sudario
antes de que las mujeres lleguen
y puedan asustarse.
Recordaré por siempre este momento.
¡¡Aleluya!!
Texto 6:
El camino marcado en los últimos tres días de vida de Jesús son como una “síntesis” de lo que acontecerá en la vida de todo creyente. La Pascua, muerte y resurrección, es la “ley de la fe”, la “ley espiritual” que nos rige interiormente.
Como Jesús, cada uno tiene que vivir este camino. Los dolores y oscuridades tienen otro sentido a partir de la Cruz. Cada uno pasa por su Cruz para transfigurarse en luz.
Si transitamos la Cruz y la Resurrección, cada uno puede confesar:
Tengo una luz que no es mía.
La he recibido como un regalo.
La he tomado de lo alto.
Vengo resplandeciente.
Mi piel transparenta una nueva irradiación.
Reluce y fulgura mi interior.
Cierro mis ojos y, por dentro, encandila.
Vengo transfigurado después de mucho luchar.
Sé de oscuridades pobladas de formas y voces.
No encontré descanso alguno,
no hubo reposo sosegado en esa noche.
Dios tiene su noche,
como la tiene todo corazón.
Hay secretos que no resisten la luz.
Buscan otras formas para comunicarse.
Me ha sido dada una luz que viene de otra luz.
He transitado recovecos de soledades
y densas oscuridades.
Después de muchas noches,
amanece en mi reloj.
En la lenta paciencia de un tiempo que se desgrana,
Dios fue mi noche.
Vestido de oscuridad me abrazaba,
su silencio me arrullaba,
su Palabra callaba,
y su presencia, dormía.
Mi corazón, dolorido y acongojado, velaba.
Atentamente escuchaba.
En los contornos de esa densidad,
mi anhelo dibujaba destellos.
La penumbra me comunicaba otra mirada.
Me confiaba otra esperanza.
Existen otros soles que alumbran.
Con otros ojos se aprende a ver, a leer y a descifrar.
Hay lecciones de la oscuridad
que, a su tiempo, se nos enseñan.
Mi corazón sereno peregrina
por cada lenta oscuridad
que lleva mi nombre.
Existe otra sabiduría,
la que conoce que hay luces en la oscuridad:
Sólo las ve
quien enceguece de fe.
Despedida:
Hemos meditado sobre el Triduo Pascual de Jesús.
¡Que pases unas muy felices Pascuas!…
¡Qué puedas celebrarla en familia!
¡Qué te nutras de los afectos que te ligan a la vida!,
¡Que la luz sea tu continua bendición y que la esperanza lleve tu nombre!
¡Que resucites después de cada muerte
y que ninguna sombra te empañe el amor!
¡Que cantemos juntos la gloria de estar vivos!
Seguimos en el camino, mientras la pascua de Jesús se hace nuestra propia pascua.
Eduardo Casas.
Participa
Radio María