Programa especial del Día del Padre – “El padre nuestro de cada día”

miércoles, 11 de junio de 2008

Programa especial del Día del Padre.

“El padre nuestro de cada día”.


Texto 1:

 

 

“Papá” es una de las primeras palabras que aprendemos a pronunciar. Eso indica que una de las realidades más importante que, por siempre, gravitará en nuestro ser, nuestra personalidad y nuestra vida.

 

Hoy vamos a hablar del padre que es otra forma de hablar de nosotros mismos. Es remontarnos a nuestros orígenes y al amanecer de nuestros días; a la simiente y a la raíz. Por el padre nos viene el reconocimiento y la descendencia, la sangre y el apellido, la memoria de los días y el sudor del trabajo. El padre forma parte esencial de nuestra identidad y de nuestra historia. Es el sello de nuestros comienzos.

 

Hoy la figura del padre está –como todas las imágenes de autoridad-  bastante desvalorizada. Todo con lo relacionado con la figura paterna –la autoridad, los valores, los principios, la ley, los límites, el trabajo, la acción, el pensamiento racional, la masculinidad, etc.- han entrado en crisis. Se han corrido las fronteras y se ha entrado en zonas difumadas y ambiguas. Actualmente existen planteos, en las mismas ciencias médicas y sociales, no sólo de suplantar el rol paterno sino, incluso, hasta la misma persona del varón como padre. Las diversas posibilidades de maternidad y de formas de concepción hoy, en gran medida, relativizan la figura paterna, algunas prescinden totalmente.

 

No obstante, lo naturalmente sano es no prescindir afectiva y efectivamente de la persona del padre. Es cierto que -como hijos- vamos teniendo distintos tiempos de relación con nuestro padre. No es lo mismo la infancia -con la idealización de la figura del héroe familiar- que el primer distanciamiento crítico producido por la búsqueda de autoafirmación de la adolescencia; o la independencia lograda con la juventud y las conquistas que en ella se van consiguiendo; a la identificación con el padre a través de ciertas situaciones en la edad adulta, cuando se va pasando personalmente por ciertas experiencias;  o después cuando nosotros mismos vamos entrando en la plenitud de la madurez, nos reconciliamos con todo aquello que antes no comprendíamos de nuestro padre hasta que, por último, nosotros mismos arribamos a la vejez y añoramos la presencia paterna, como una nostalgia de la vida que quiere siempre volver a la calidez de aquellos afectos esenciales que han sido nuestro “nido” y nuestro hogar…

 

Los hijos siempre necesitamos de nuestro padre, más allá de la edad que tengamos. Lo reconozcamos o no, siempre lo necesitamos, de muy diversas maneras. Por las vueltas de la vida cuando nuestro padre, va lentamente cargando el peso de sus propios años, nos volvemos hasta padre de nuestro padre.

 

La vida es sabia y -en sus distintos ciclos- nos va poniendo en el lugar de los otros para que las cosas que antes no entendíamos, las empecemos a comprender. Sólo hay que poseer la paciencia de los tiempos de la vida para que, lentamente, nos acerquemos a nuestro padre, lo aceptemos y lo comprendamos.

 

Felizmente las idealizaciones en la vida duran, relativamente, poco. Nadie tiene un padre perfecto pero eso, precisamente, lo hace más real, más humano, más cercano, más contradictorio, más “nuestro”.

 

Dios nos ha confiado un padre para que nos acompañe en la vida el tiempo que Él nos haya dispensado a ambos. Por mucho que nos parezca, el tiempo es escurridizo como granitos de arena levantados por el viento que se sumergen en la profundidad del mar. El tiempo es breve; por eso, hay que hacerlo intenso. Sólo el amor vuelve intenso el tiempo.

 

¿Vos tenés tu papá vivo, cerca, a tu lado o ya ha peregrinado más allá de esta vida y de este tiempo?; ¿Cuándo pensás en tu papá qué es lo primero que se te viene a la cabeza y al corazón?; ¿Qué es la imagen que llega?; ¿Hay algún sonido, algún color, alguna canción que te traiga la presencia de tu padre?

 

 

Texto 2:

 

            Una de las primeras oraciones que se nos enseña es la del “Padre Nuestro”. Empezamos a pronunciar el nombre de Dios unido al nombre de padre. Este nombre que le adjudicamos a Dios lo tomamos de nuestro vínculo humano original, el que nos remonta a nuestro principio en la existencia misma. Dios se deja nombrar con uno de los nombres humanos más esenciales: Padre, papá.

 

            Esto no sólo significa que Dios permite ser invocado con metáforas humanas que lo designan sino, desde lo humano, el hombre que coopera, para que nosotros lleguemos a la existencia, nos remite hacia el “otro lado” de la vida, al acceso trascendente, al secreto de todas las cosas, incluso al misterio mismo Dios.

 

            El Dios cristiano es el “Padre Nuestro”. Jesús quiso manifestarse filial con Dios, deseó mostrarse humanamente como hijo y llamó al Dios innombrable de los judíos, en el arameo que hablaba Jesús, cariñosa y cálida, confidencial e íntimamente: “Abbá”, papá.

 

            Cada vez que rezamos el “Padre Nuestro” tenemos que pensar en este doble movimiento, el ascendente y descendente. Lo nombramos a Dios con la designación de un rol humano y, además, tocamos una presencia humana que se inunda de Dios.

 

            Jesús llamó “Padre” –“Abbá”- a Dios porque vivió -en cuanto hombre- esa red de vinculaciones constitutivas de la persona que llamamos “familia”. La figura y la presencia humana de José, su padre adoptivo, le sirvió para la experiencia de la paternidad de Dios. Jesús supo que no es principalmente la paternidad biológica sino la paternidad afectiva la que le ayudó a su descubrimiento humano, psicológico y espiritual, del misterio de Dios.

 

            La paternidad humana tiene muchas dimensiones: La biológica, la afectiva, la psicológica y la espiritual. Una verdadera paternidad integral va descubriendo, cada vez más plena y completamente, las dimensiones humanas de la paternidad.

 

            Jesús vivió acompañado con la presencia serena y humilde de José. El lo cuidó, lo protegió, lo amó. Le dio un matrimonio a su madre, una casa a su familia y un oficio a su joven hijo. Jesús fue conocido entre los suyos como “el hijo del carpintero”. Tal vez mirando muchas veces las manos y el rostro de José, escuchando su elocuente silencio; Jesús aprendió a llamarlo a Dios, “Padre”.

 

            A Dios le gusta que le demos nombres humanos. Los nombres de nuestros amores. Jesús así lo hizo.

 

            ¿Te parece rezar un Padre nuestro pensando que Dios y que nuestro padre tienen el mismo título, el mismo Nombre compartido en común?

 

Texto 3:

 

            Hay momentos en que la relación con nuestro padre puede que sea difícil o entre en crisis, por muy variadas razones. Los vínculos humanos pueden quedar dañados e incluso rotos. También, siempre existe la esperanza de la gracia que todo lo puede. El perdón y la reconciliación son capaz de curar, desde el Espíritu de Dios, todas las heridas de la historia vincular que tengamos.

 

            Las relaciones tienen sus ritmos y sus tiempos propios. Se requiere paciencia y un trabajo continuo del corazón y la oración. Lo que no podemos nosotros, lo puede Dios. Los corazones rotos pueden ser sanados por dentro. Dios mismo entreteje las fibras de los corazones doloridos y afligidos. Él alivia todo el cansancio de los sufrimientos acumulados y de las soledades no compartidas; Él enjuga las lágrimas de sal de las angustias sombrías y las lágrimas dulces de las emociones compartidas, de los gozos repartidos y de las alegrías consumadas. La vida y el corazón tienen lágrimas de dolor y lágrimas de amor.

 

            Mientras tengamos tiempo, compartamos e intensifiquemos la comunión con los afectos. En lenguaje del corazón hay tiempos de cercanía y tiempos de distancia. Hay tiempos de presencia y otros de ausencia. Hay tiempos para la palabra y otros para el silencio.

 

            Hay quienes se tienen que conformar con la evocación de la presencia cuando ella ya se ha ido de nuestro lado. Nos queda la nostalgia y el recuerdo, la vida compartida y aquello que ya nadie puede arrebatarnos. Empezamos a saber de aquello que no se pierde, aunque ya no esté. En verdad, no se pierde nada sino que todo está de un modo distinto, de una manera nueva, de una forma variada.

 

            Los afectos perdurables se nos vuelven eternos. Su presencia y su luz se vuelven como ángeles protectores que siempre nos acompañan. Están siempre a nuestro lado. Están permanentemente dentro de nosotros. El pensamiento se hace un diálogo interior continuo. Al afecto le crecen alas que rozan la frente de los amamos, estén donde estén. De una cosa estamos seguros: Siempre están con nosotros.

 

            La muerte no hace sino intensificar la presencia. No es una interrupción sino una intensificación. La muerte no cierra sino que abre. No es el final del camino sino un nuevo puente. Es el abrazo que se prolonga cuando el tiempo no nos alcanza para seguir estando juntos. Es la mirada que queda sostenida en el horizonte cuando el espacio se nos termina y limita.

 

            Para los creyentes la vida es una sola, aunque cambia de muchas formas. A veces requiere del tiempo y otras se vuelve eterna. La vida siempre sigue. Prosigue hacia delante o hacia arriba. El  tiempo o en la eternidad la vida continua. Estés aquí o estés allá, siempre nos encontraremos. Siempre estaremos juntos. Siempre nos reconoceremos…

 

            ¡Bienvenido seas a la vida! … ¡Donde quieras que estés!… ¡El amor tiene tanta formas de presencia; tantas maneras de comunión!

 

            Si ya no lo tenés, no busques a tu papá en una tumba. Recorré los lugares donde compartieron la vida y los sueños; los espacios donde quedaron grabadas las historias y anédoctas. Andá por los lugares donde estuvo la vida en plenitud. Descifrá sus huellas. Bendecílas por la luz y por las fuerzas que te todavía te dan.

 

            En el amor no entra nunca la separación. En el amor no existe nunca la muerte. El amor sólo tiene múltiples formas de vida. El amor es por siempre vida que respira, que late, que se duele, que se emociona… Vida… siempre el amor es vida…

 

           

Texto 4:

 

            Hay padres que tienen la dicha de ver a sus hijos con hijos. Se vuelven padres de padres entrando en esta etapa de la vida que se vuelven “abuelos”. Los nietos comienzan a ser la más fuerte razón para amarrarse aún más a las corrientes de la vida. De nuevo nos hacen ser como niños. Empezamos a jugar con ellos, redescubriendo que la vida es como un gran juego en el que aprendemos todos. La vida pareciera que se religase con el principio. Los eslabones de la cadena del tiempo y de la existencia se van incrementando. La cadena se hace más extensa y cobramos conciencia que sólo somos eso: Un pequeño eslabón, en una inmensa cadena, en la que otros eslabones nuevos se van sumando.

 

            Somos un pulso que late en esta ininterrumpida sucesión, una diminuta y breve chispa que ilumina para que otros puedan continuar.

 

            El comienzo y el final de los ciclos vitales se van lentamente encontrando y unificando en un solo abrazo. El abuelo y el nieto representan los extremos de la vida que se identifican. Ambos, el niño y el hombre mayor, se identifican en un mismo sentimiento de dependencia y de vulnerabilidad, de gratuidad y de regalo de la vida.

 

            Abuelos y nietos se quieren, se miman, se consienten, se necesitan, se buscan, se reconocen, se vuelven compañeros y cómplices

 

            Es una gran pena que socialmente en nuestro país muchos abuelos, ya jubilados, estén tan postergados en sus derechos. Son los nuevos marginados y excluidos de este sistema discriminador, selectivo y expulsivo. También las familias han cambiado en la valoración de sus mayores y de los abuelos, en especial. Hay muchos, por muy variadas razones, que ya no viven con sus familias y afectos. Viven solos o con otros abuelos. Hoy tenemos los integrantes de muchas familias, cada uno por su lado. Los abuelos y los niños son los primeros que resultan víctimas de nuestro frenético modo de vida.

 

            Tenemos que volver a contactos y a presencias más humanas, más cercanas, más afectivas. A priorizar tiempos más gratuitos. Esos tiempos en los que estamos todos juntos, simplemente porque somos familia, recibiendo y compartiendo cada uno la vida con los otros.

 

            Frecuentemente nos pasa que no queremos reconocer socialmente a nuestros mayores porque ellos son un espejo que no siempre queremos mirar. Ese espejo nos devuelve el rostro que el futuro cada uno de nosotros también tendremos. Es ese espejo se muestra el pasado, las arrugas de la piel y del alma, las cuestiones aún pendientes, las cosas que pudieron ser y no fueron…

 

            No siempre podemos resistir el ver en el espejo de los viejos porque, en definitiva, sabemos que nos estamos viendo a nosotros mismos. También ése será nuestro rostro. En el futuro, si llegamos, todos compartiremos los rasgos comunes del destino humano.

 

            Nuestros mayores nos patentizan lo que no queremos ver. Nos hacen aflorar nuestros miedos más escondidos y secretos: El miedo a declinar en las fuerzas y en la lucidez; el miedo del olvido con todas esas sombras que no recordamos sus nombres; el miedo a que el tiempo se nos vaya acabando; el miedo a quedarnos solos; el miedo a la vulnerabilidad y a la enfermedad; el miedo a la soledad y a las agonías del cuerpo y del espíritu; el miedo final a la muerte que se ha ido apareciendo tantas veces escondida en otras presencias…

 

            En definitiva, no nos gusta ver en nuestros mayores –y tampoco en nuestro padre- lo que inexorablemente nosotros mismos también seremos. A nosotros también nos tocará. Algún día, cada uno de nosotros, será el espejo del futuro para otros. Un espejo que, tal vez, los otros, tampoco se animen a ver. Para verse cada uno en el espejo de su padre, tiene que ser muy humilde y, a la vez, muy valeroso. Tiene que superar todas las pruebas de la apariencia y encontrarse con el corazón humano que late en cada rostro.

 

            Después de todo, los años son sólo una sucesión cronológica. Lo importante siempre es la vida. La intensidad de la vida vivida y compartida es lo que cuenta. La extensión de los años es relativa; la intensidad de la vida es lo fundamental.

 

            ¿Vos tenés la dicha de contar con algún abuelo?; ¿Qué recuerdo guardás de ellos?; ¿Qué lugares, que paisajes, qué olores, qué colores los pronuncian?; ¿Te acordás cuál era el día de su cumpleaños?; ¿Te acordás que día murieron?; ¿Te acordás de rezar por ellos?…

 

 

Texto 5:

 

            La vida, frecuentemente, nos hace heridas. Algunas se cierran más fácilmente que otras. Hay heridas que para cicatrizar requieren de mucho tiempo y precisan de una especial disposición interior. Heridas que se deben orar, una y otra vez, pidiendo a Dios su perdón y su reconciliación.

 

Todas las relaciones tienen sus heridas, sus desencuentros, sus silencios, sus esperas no colmadas. El tiempo, a veces, cura y, a veces, lastima más. No es el tiempo el principal artífice sino el amor. Es el amor el que esculpe el tiempo y el tiempo es el que nos hace sangrar y el que también nos hace desaparecer las lastimaduras. El amor es el mayor milagro. Es la verdadera juventud de la vida. Es el secreto de la existencia y es el misterio del mismo Dios. Todos tenemos en el amor, otra nueva posibilidad.

 

            Quisiera leerte el fragmento de un testimonio de las palabras de un hijo despidiendo a su padre al morir. Son palabras que no idealizan la figura del padre sino que lo descubren tal como ha sido. Sólo en verdad se encuentra la paz. Este hijo decía de su padre:

 

 

“Mi padre se llamaba Julio Cesar. Cuando murió, tenía 71 años. Mi padre no fue un gran hombre. Pero tuvo el don de la amistad y de generar cariño entre quienes lo conocieron. El hizo de los conocidos y amigos casi como una familia suya.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero él era el mejor público para contarle un chiste. No había que hacer grandes esfuerzos narrativos, él se descomponía de risa por el sólo hecho de saber que era un chiste. Todo lo abordaba con humor y hasta nos enojaba que se riera de las cosas. Así era la filosofía de su vida, simple… el humor para ahogar las penas del alma.

Mi padre no fue un gran hombre. Hoy al contemplar a mi madre, pienso que no fue un gran hombre, pero fue su hombre. Cada vez que mi madre se lo  pidió fue el mejor ayudante de cocina. Extrañaré sus sabrosas comidas. Y nunca quiso perderse los asados que le ofrecían  sus amigos.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero debo destacar que sus últimos años se sintió un hombre nuevo con quienes tejió una amistad de oro. Mi familia les dice gracias por haber sido sus ángeles guardianes en épocas de su vida realmente difíciles.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero me enseñó, con sus actos, que un hombre sí puede llorar. Él lloraba de emoción o de dolor.

En estos días, simplemente nos despedimos y me despedí de él. Con mis gestos le deseé buen viaje, le agradecí lo que tenía que agradecerle  y le hice saber que, por mi parte, no había cuentas pendientes entre nosotros. Ninguna.

Enfrentó a la muerte entero y despojado de todo. No nos dejó herencia. Fuimos una familia trabajadora y humilde. 

Mi padre no fue un gran hombre. Pero seguramente batalló estos últimos días con la sabiduría de los pobres, conocedor de que la batalla sería posible mientras hubiera equivalencia. Cuando sintió que ya estaba, que había hecho  lo suyo, que las reglas de juego habían dejado de ser parejas, dijo basta. Se fue con todos los sacramentos, se fue de la mano de la Divina Misericordia de Cristo.

Mi padre no fue un gran hombre. Pero fue honesto y no es poca cosa. A pesar de sus muchas falencias fue cariñoso.

Mi padre no fue un gran hombre. Y no importa. Los grandes hombres  ocupan, a veces, demasiado lugar. Asfixian. Y son acreedores de deudas que nos  hacen la vida más pesada.  Visto así, por suerte, mi padre no fue un gran  hombre.

En muchas cosas fue sólo un pequeño hombre. Pero más allá de todo fue algo más difícil y más importante. Mi padre fue un buen hombre. Agradezco eso.

Gracias, papá, por tu vida…” [1]

 

 

Hasta aquí las palabras, llenas de amor, de un hijo… Este hijo se llama Gustavo y su padre se llamaba Julio César. Vaya para ambos el homenaje de este recuerdo. El hijo es ahora sacerdote. Estas palabras las pronunció celebrando la misa de cuerpo presente de su padre. Tengo el orgullo de que Gustavo sea uno de mis primos hermanos. Su padre era mi tío. Él murió este año. Para los dos y para toda su familia, mi cariño y mi abrazo. Gracias, Gustavo, por tu testimonio de hijo y tus palabras de sacerdote. Gracias. Mi bendición para vos y tu familia.

 


Texto 6:

 

            También yo quiere darte y compartirte un pequeño testimonio. Vos sabés que desde el año pasado estoy en Radio María: he hecho el primer ciclo y estoy haciendo el segundo ciclo de “Espiritualidad para el siglo XXI”. He sido invitado, tanto el año pasado como éste, a hacer algunos programas en fechas especiales, cómo ésta, en “Conferencias para la vida”. Me animé, hace poco, a tener una experiencia de sentir lo que es un programa en vivo, conduciendo “La Catequesis”. Incluso ya hay algunos proyectos más para seguir trabajando en esta querida Radio.

 

            Antes de que me animara, el año pasado a salir al aire en la programación, durante algunos años, por lo menos dos o tres, estuve siempre diciendo que no. Me llamó varias veces de esta Radio Gabriela Lasanta teniendo de mi parte una negativa continua. Hasta que un día me llamó el padre Javier Soteras, el Director de la Radio y me dijo que no quería un “no”, que me animara, que él sabía que yo podía asumir este desafío y que confiara en aquello que podía compartir con ustedes. Él me conocía desde los tiempos en que yo le había dado clases de teología en el Seminario cuando él estaba en su proceso de formación para el sacerdocio.

           

Es así que me animé a venir a la Radio y aquí estoy, disfrutando cada vez que estoy con ustedes. Todo esto se los comparto porque tiene que ver con mi padre. Vaya este testimonio como un homenaje a él que no sólo es mi querido papá sino porque él, aún antes de que yo naciera, siempre fue un locutor profesional.

 

            Estuvo años en distintas radios de Córdoba. Durante años fue co-conductor de uno de los programas más populares de la mañana en la radiofonía local que se llamaba “Ventana al hogar”. Estuvo muchas veces en la locución comercial del festival de Cosquín y de Jesús María. Fue director artístico de la que, en ese entonces, era LV3. Ha sido premiado, reconocido y muy respetado por sus pares. Tuvo mucho profesionalismo y un compromiso con su trabajo. Le dieron un premio, entre otros, por no faltar nunca a su trabajo, ni llegar tarde. Recuerdo que como su programa iba a la mañana muy temprano, se levantaba a la madrugada, mientras todos seguíamos durmiendo.

 

            Cuando de niño me llevaba a la radio, sus compañeros locutores, me preguntaban si yo quería ser locutor cuando fuera grande y siempre decía que “no”. Ciertamente me hice sacerdote y tampoco puedo decir que soy locutor, yo simplemente conduzco algunos espacios en esta querida Radio.

 

            Hoy pienso que si yo estoy con ustedes, si ustedes pueden recibir de mí algo en su corazón y Dios lo aprovecha para seguir poniendo palabras a su Palabra es gracias, en alguna medida, a mi papá, a su profesión, a su trabajo, a su compromiso.

 

            Ahora papá ya está jubilado, sin embargo, su vida ha sido la radio. Hasta el año pasado estuvo a pesar de estar jubilado, haciendo un programa en una emisora local. Desde hace 15 años, nos encontramos una vez a la semana –nosotros dos solos- para desayunar y conversar de nuestras cosas: de él. De mí, de la familia, el trabajo, la radio, la fe…

 

            Gracias papá, mis oyentes –no sabían este historia y creo que se merecían que supieran que si yo estoy en la Radio es porque hubo quien con su trabajo dejó una semilla que me costó animarme a hacerla florecer pero, en definitiva, ninguno puede ir en contra de lo que está en la vida y en la sangre.

 

            Gracias, papá por todo. Gracias, siempre. Gracias por seguir estando. Te necesito y te quiero. Discúlpame y perdoná tantas cosas. Dios y la Virgen te cuiden como hasta ahora. Gracias por tu acompañamiento. ¡Sigamos el camino! Siempre podés contar conmigo. ¡Feliz día del padre, papá!!

 

 

Eduardo Casas.



[1] Pbro. Gustavo Casas, Palabras de Despedida de la Misa Exequias de Julio César Casas en Villa Nueva, 02/04/08.