¿Qué hacemos ante la enfermedad?

miércoles, 11 de julio de 2012
image_pdfimage_print

En esta catequesis comenzamos a reflexionar acerca de uno de los Sacramentos de curación, que es la Unción de los enfermos, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica* en su tercera parte, llamada La celebración del misterio cristiano, desde los puntos 1499 al 1532.

“Si está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados, le serán perdonados.”

 Santiago 5, 14-15

Aunque la Unción de los enfermos nos conecta con lo difícil de la enfermedad, lo que nos transmite el Sacramento es la vida de Dios en nosotros, en medio de esas circunstancias. Y, en ese sentido, la enfermedad es una posibilidad de experimentar la cercanía de Dios.

Dice el Catecismo: 

“1500 La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte.”

Presenta a la enfermedad comprendiéndola, asumiéndola, reconociéndola como problema grave para la vida humana. Así, nuestra fe no da respuestas cerradas ni acabadas o determinantes frente al misterio de la enfermedad, sino que la reconoce y busca vivirla desde la vida de Dios. Vamos a ir viendo qué implica vivir la enfermedad desde Dios. 

En la enfermedad experimentamos impotencia, límites, finitud. Podemos ubicarnos ahí, en la experiencia propia o de alguien cercano -o incluso de alguien no tan cercano- porque la enfermedad nos moviliza, toca algo profundo en la propia vida humana y nos dice que no somos omnipotentes, que no podemos todo, que no somos invencibles. Nos pone de frente con la debilidad, con la fragilidad, con la realidad de que no manejamos la cosa -por decirlo así-, que no somos autosuficientes.

Todo esto no es un fruto positivo de la enfermedad, sino más bien es un reconocimiento que podemos hacer nosotros ante la enfermedad. Ésta, tal vez, es la primera propuesta que nos hace el Catecismo: no pelearnos ni negarla, sino asumirla. Reconocer que es una realidad grave que afecta a la persona y que nos devuelve a nuestra conciencia este reconocimiento de que no lo podemos todo, no somos invencible, experimentamos el límite, la finitud. Y también toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte. Creo que eso, muchas veces, es lo que nos paraliza, nos angustia, especialmente frente a las situaciones límites y dolorosas. Entrever la muerte es complicado, y sin fe y sin confianza en una presencia amorosa, divina, debe ser muy difícil de llevar. Aún cuando tenemos fe, el entrever la muerte nomás nos deja con pocas palabras. Cuánto más cuando no hay fe en Dios que abraza con amor esa finitud, esa impotencia humana.

“1501 La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él.”

La enfermedad nos pone en la situación de tener que orientar nuestra vida y decidir sobre qué lado nos vamos a ubicar frente a la vivencia de la enfermedad. No decimos que tiene que ser de una sola forma ni de un solo punto de vista, para nada. Queremos decir que no necesariamente a la enfermedad se la vive de una sola manera. Hay diversas posibilidades, según la ubicación que logramos frente a ella. El Catecismo, justamente, nos describe dos posturas opuestas, polarizadas: puede llevarnos a la angustia y al repliegue de sí mismo, lo cual es sumamente comprensible como experiencia humana, todos hemos experimentado alguna vez algo de esto; pero la otra posibilidad de la enfermedad es que la persona madure desde ella. No por esto es que querramos o busquemos la enfermedad, sino que dad la situación, se nos puede abrir una puerta de madurez, de discernimiento donde nos preguntemos ¿cómo estamos viviendo?, ¿queremos vivir así?, ¿cuáles son las cosas esenciales e importantes de la vida?, ¿estoy orientado hacia ellas? Y esta pregunta me puede reubicar mejor de lo que estaba ubicado u orientado antes de la enfermedad. Me puedo ubicar ante Jesús médico, sanador. En este sentido, el Catecismo nos muestra a Jesús frente a la enfermedad:

“1503 La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que "Dios ha visitado a su pueblo" (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca.” 

Ésta es la primera ubicación de Jesús ante la enfermedad: no se corre, no hace como que no la ve, sino al contrario, los numerosos enfermos son primordial sujeto de atención de parte de Jesús. Él los mira, los escucha, los toca, los sana.

“Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17).”

Cuántas veces lo pusieron a Jesús distintos adversarios e incrédulos frente a esta situación: ¿de dónde salen estos milagros?, ¿cómo puede ser que perdone? Y Jesús acompañaba la curación con el perdón de los pecados, y al revés también, el perdón de los pecados con la curación, como expresión de su intervención, de su señorío, de su poder. Él había recibido del Padre poder para ambas cosas: para curar y para perdonar. Por ser Dios, Jesús tenía poder para hacerlo, y lo hacía: curaba al hombre entero, en cuerpo y alma. Jesús es el médico que nosotros necesitamos, de su presencia sanadora que nos cura, que nos sana, que nos libera en las dos dimensiones: física, biológica, material, y también la dimensión espiritual, profunda, por la que somos imagen y semejanza de Dios. Jesús viene a sanar estas dos dimensiones.

Frente a tantas experiencias que conocemos relativas a que desde la fe podemos polarizarnos. Entonces buscamos la curación porque la enfermedad me desespera, no la tolero, porque quiero desesperadamente un milagro, quiero que Jesús toque el cuerpo y lo sane, sin conocerlo ni vincularme con Él, o sin descubrir cómo ubicarme frente a la enfermedad. Como queriendo que Jesús sólo cure el cuerpo y punto. Ése es como un polo, una posibilidad, como si la fe fuese solo para la situación de dolor y enfermedad.

En la otra posibilidad de entender la fe está el creer que Jesús no tiene nada que ver con lo físico, con lo corporal, porque está tan lejos, tan en el cielo, que solo tiene que ver con las cosas espirituales. Es el curador del alma, y punto; Él no mira el cuerpo y no lo atiende. Muchas veces se puede tener la experiencia -personal o de otros- de ubicarse en un lado o en otro. Pero la actividad de Jesús nos muestra todo lo contrario: Él siempre atendió, miró y curó al hombre entero, alma y cuerpo, asumió todas las dimensiones de la persona humana. Y, a pesar de la multitud que lo seguía, hacía un vínculo personal con la persona enferma, sanándola y perdonándole los pecados, devolviéndole la dignidad de hijo de Dios.

El Señor está presente en todas las situaciones de falta de dignidad, falta de salud, falta de paz. Hasta el punto de que Él llega a identificarse con el sufriente, con el enfermo. Dice el Catecismo:

 “Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: "Estuve enfermo y me visitasteis" (Mt 25,36).”

“1505 Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora.”

El Catecismo no dice que la enfermedad sea fruto de un pecado personal, no necesariamente. Esas más bien son falsas o erradas interpretaciones que se han hecho de la enfermedad, porque nos cuesta asumir el mal en todas sus formas -también en la enfermedad- y no tener una explicación frente al misterio del mal. Pero sí sabemos que, sin duda, está vinculada con el pecado de origen y con el pecado del mundo, de esa realidad en la que estamos inmersos y de la cual Cristo nos ha venido a rescatar, a salvar.

Esta es una posibilidad que tenemos, no es que todos la alcancen y la puedan vivir de esta manera: frente a la impotencia y al sufrimiento de la enfermedad, puedo asociarme a Jesús, que se ha identificado también conmigo sufriente. Dios se ha hecho sufriente para rescatarme, para buscarme, sanarme y salvarme. Entonces también la situación de enfermedad me puede llevar, si yo quiero, a sumarme, a adherirme a Jesús, a decirle quiero también vivir este momento con Vos, como Vos lo has vivido por todos nosotros.
 

Padre Melchor López

 



* De aquí en adelante, cuando se trate de cita textual del Catecismo de la Iglesia Católica, irá entre comillas.