El rostro materno de María en los primeros siglos

miércoles, 9 de noviembre de 2016
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09/11/2016 – En base a catequesis del Papa Juan Pablo II nos detenemos en María, en camino al 8 de diciembre que nos consagraremos a ella.

“El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin».

Lucas 1,28-33

 

 

En la constitución Lumen gentium, el Concilio afirma que “los fieles unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene también que veneren la memoria “ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor” (n. 52). La constitución conciliar utiliza los términos del canon romano de la misa, destacando así el hecho de que la fe en la maternidad divina de María está presente en el pensamiento cristiano ya desde los primeros siglos.

En la Iglesia naciente, a María se la recuerda con el título de Madre de Jesús. Es el mismo Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles, le atribuye este título, que, por lo demás, corresponde a cuanto se dice en los evangelios: “¿No es éste (…) el hijo de María?”, se preguntan los habitantes de Nazaret, según el relato del evangelista san Marcos (6, 3). “¿No se llama su madre María?”, es la pregunta que refiere san Mateo (13, 55).

A los ojos de los discípulos, congregados después de la Ascensión, el título de Madre de Jesús adquiere todo su significado. Los cobija, los reúne, restablece los lazos que se han roto después del escándolo de la cruz, María es para ellos una persona única en su género. María es quien recibió la gracia singular de engendrar al Salvador de la humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia: “Aquí tienes a tu hijo”. 

Para quienes creen en Jesús y lo siguen, Madre de Jesús es un título de honor y veneración, y lo seguirá siendo siempre en la vida y en la fe de cada uno de nosotros. Dejemos que María haga las veces de Madre, sea que hayamos tenido una muy buena o quizás no tanto. En María tenemos una excelente madre. Teresa de Jesús, cuando muere su mamá, sintió la necesidad de pedirle a la Virgen que la adoptara. Sea cual sea la relación con nuestra mamá biológica, pidamos hoy a María que nos adopte como hijo suyo.

De modo particular, con este título los cristianos quieren afirmar que nadie puede referirse al origen de Jesús, sin reconocer el papel de la mujer que lo engendró en el Espíritu según la naturaleza humana. Su función materna afecta también al nacimiento y al desarrollo de la Iglesia. Los fieles, recordando el lugar que ocupa María en la vida de Jesús, descubren todos los días su presencia eficaz también en su propio itinerario espiritual.

María, madre virginal

Ya desde el comienzo, la Iglesia reconoció la maternidad virginal de María. Como permiten intuir los evangelios de la infancia, ya las primeras comunidades cristianas recogieron los recuerdos de María sobre las circunstancias misteriosas de la concepción y del nacimiento del Salvador. En particular, el relato de la Anunciación responde al deseo de los discípulos de conocer de modo más profundo los acontecimientos relacionados con los comienzos de la vida terrena de Cristo resucitado. En última instancia, María está en el origen de la revelación sobre el misterio de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.

Los primeros cristianos captaron inmediatamente la importancia significativa de esta verdad, que muestra el origen divino de Jesús, y la incluyeron entre las afirmaciones básicas de su fe. En realidad, Jesús, hijo de José según la ley, por una intervención extraordinaria del Espíritu Santo, en su humanidad es hijo únicamente de María, habiendo nacido sin intervención de hombre alguno.

Así, la virginidad de María adquiere un valor singular, pues arroja nueva luz sobre el nacimiento y el misterio de la filiación de Jesús, ya que la generación virginal es el signo de que Jesús tiene como padre a Dios mismo.

La maternidad virginal, reconocida y proclamada por la fe de los Padres, nunca jamás podrá separarse de la identidad de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, dado que nació de María, la Virgen, como profesamos en el símbolo nicenoconstantinopolitano. María es la única virgen que es también madre. La extraordinaria presencia simultánea de estos dos dones en la persona de la joven de Nazaret impulsó a los cristianos a llamar a María sencillamente la Virgen, incluso cuando celebramos su maternidad. La Virgen es madre. 

La virginidad de María significa la vida de Dios entregada desde la pobreza de ella y de su comunidad. Inaugura en la comunidad cristiana la difusión de la vida virginal, abrazada por los que el Señor ha llamado a ella. Esta vocación especial, que alcanza su cima en el ejemplo de Cristo, constituye para la Iglesia de todos los tiempos, que encuentra en María su inspiración y su modelo, una riqueza espiritual inconmensurable: dar vida desde tanta pequeñez. Dios obra en el corazón de los pequeños y pone en lo alto a los más humildes, como a nuestra querida madre María. 

La afirmación: “Jesús nació de María, la Virgen”, implica ya que en este acontecimiento se halla presente un misterio trascendente, que sólo puede hallar su expresión más completa en la verdad de la filiación divina de Jesús. A esta formulación central de la fe cristiana está estrechamente unida la verdad de la maternidad divina de María. En efecto, ella es Madre del Verbo encarnado, que es “Dios de Dios (…), Dios verdadero de Dios verdadero”.

El título de Madre de Dios, ya testimoniado por Mateo en la fórmula equivalente de Madre del Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Mt 1, 23), se atribuyó explícitamente a María sólo después de una reflexión que duró alrededor de dos siglos. Son los cristianos del siglo III quienes, en Egipto, comienzan a invocar a María como Theotókos, Madre de Dios.

Con este título, que encuentra amplio eco en la devoción del pueblo cristiano, María aparece en la verdadera dimensión de su maternidad: es madre del Hijo de Dios, a quien engendró virginalmente según la naturaleza humana y educó con su amor materno, contribuyendo al crecimiento humano de la persona divina, que vino para transformar el destino de la humanidad.

De modo muy significativo, la más antigua plegaria a María (Sub tuum praesidium…, “Bajo tu amparo…”) contiene la invocación: Theotókos, Madre de Dios. Este título no es fruto de una reflexión de los teólogos, sino de una intuición de fe del pueblo cristiano. Los que reconocen a Jesús como Dios se dirigen a María como Madre de Dios y esperan obtener su poderosa ayuda en las pruebas de la vida.

El concilio de Éfeso, en el año 431, define el dogma de la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el titulo de Theotókos, con referencia a la única persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Las tres expresiones con las que la Iglesia ha ilustrado a lo largo de los siglos su fe en la maternidad de María: Madre de Jesús, Madre virginal y Madre de Dios, manifiestan, por tanto, que la maternidad de María pertenece íntimamente al misterio de la Encarnación. Son afirmaciones doctrinales, relacionadas también con la piedad popular, que contribuyen a definir la identidad misma de Cristo.

 Oh Madre de los hombres y de los pueblos, Tú que conoces todos sus sufrimientos y sus esperanzas, tu que sientes maternalmente todas las luchas entre el bien y el mal, entre las luces y las tinieblas que invaden el mundo contemporáneo, recibe nuestro grito, que movidos por el Espíritu Santo, dirigimos directamente a tu corazón.

Abraza con amor de Madre este mundo humano nuestro que te confiamos y consagramos llenos de inquietud por la suerte terrena y eterna de los hombres y de los pueblos. Oh, corazón inmaculado, del hambre y del guerra, de una autodestrucción incalculable, liberanos. Del pecado contra la vida del hombre, de su primer instante, liberanos; del odio, liberanos; de todo género de injusticia en la vida social nacional e internacional, libéranos; de la facilidad para pisotear los mandamientos de Dios, libéranos; del intento de oscurecer en el corazón del hombre la verdad misma de Dios, libéranos; del extravío de la consciencia del bien y del mal, libéranos; del pecado contra el Espíritu Santo, libéranos, libéranos.

Oh Madre de Cristo, que se manifieste, el infinito poder salvífico de la Redención, que esto detenga el mal. Que en tu corazón inmaculado se abra a todos la luz de la esperanza. Amén

 

Padre Javier Soteras

*Material basado en Catequésis Mariana de Juan Pablo II durante la audiencia general del miércoles 13 de septiembre de 1995.