01/07/2016 – En la Catequesis de hoy, tomamos las enseñanzas de Santa Teresa de Ávila, quien narra sus crisis y momentos de dificultad y como Dios la fue acompañando. Además, su enfermedad y cómo comienza a descubrir un nuevo rostro de Dios desde la oración.
“Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere.
Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad». Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo”.
2 Cor 12,7-9
En la vida de todos y de cada uno de nosotros siempre hay un lugar donde Dios nos inspira positivamente a realizar cosas con las que Él nos quiere comprometidos para su gloria y para la propia santidad. Es que, en definitiva, ser santos o alcanzar la gloria de Dios es el alcanzar el mayor bienestar humano. Dios nos quiere felices porque nos ama y allí está su verdadera gloria.
Cuenta Teresa en su autobiografía: “El cambio en la vida y en las comidas me dañó la salud aunque interiormente me sentía muy feliz. Me aumentaron los desvanecimientos y me sobrevino una enfermedad muy grande al corazón junto con otras dolencias. Pasé el primer año mal y como muchas veces me desmayaba, mi padre me hizo ver por varios médicos. Como ninguno acertó a curarme, me llevó a otro lugar de renombre por sus curaciones. Me acompañó aquella monja muy amiga que ya he mencionado. Estuve casi un año fuera del convento. Después de una larga espera, durante los tres meses me hicieron unas curaciones tan dolorosas que no sé cómo las pude soportar”.
Continúa manifestando nuestra amiga: “Cuando me dirigía hacia aquel lugar de curaciones, el tío del cual ya hablé, me dio un libro sobre la forma de hacer oración de recogimiento. Y como ya el Señor me había dado el don de lágrimas, comencé a tener ratos de soledad, a confesarme con frecuencia y a seguir aquel camino de oración teniendo ese libro como guía. Tengo que agregar que, en ese tiempo y durante veinte años, no encontré un guía, un confesor que me entendiese, y orientase aunque lo busqué. Esta carencia me fue ocasión de muchas contramarchas en mi camino y probablemente hasta me hubiera perdido del todo.
Dios me comenzó a hacer tantos regalos, en esos principios, que en un lapso de nueve meses llegó a darme oración de quietud y algunas veces hasta oración de unión, aunque yo no entendía qué era eso y cuánto se debe apreciar. Procuraba, lo más que podía, tener presente a Jesús Nuestro Señor y ésta era mi forma de oración. También me agradaba leer buenos libros. Sin embargo, debo confesar que como no tengo mucho talento para razonar, ni tampoco mucha imaginación, por más que lo intentaba nunca acababa de formarme una clara imagen de la humanidad del Señor. Ahora me doy cuenta que fue conveniente que no tuviera, en aquel entonces nadie me enseñara. Hubiera sido imposible que perseverara dieciocho años en las grandes arideces y trabajos que pasé por no poder orar reflexionando (meditando)”. Sin duda, este camino en el que Dios la fue llevando requirió de Teresa un esfuerzo importante en lo de todos los días, porque las grandes obras que hace Dios en nosotros lo requieren. Dios es quien nos da las fuerzas para superar los obstáculos e ir mucho más allá de lo que, por nuestra propia naturaleza, podemos hacer. Teresa vive las bienaventuranzas. Aún en medio de la aridez permanece afable y con su gran don de gente que despertaba gran admiración en quienes la rodeaban. Decía Teresa de Jesús: “Olvidé decir las grandes inquietudes que pasé en el noviciado por cosas de poca importancia. Se me culpaba sin tener yo ninguna culpa lo que soportaba con mucha pena aunque con la alegría de ser monja, aguantaba más de lo que en realidad por mi mismo hubiera querido. Como veían quedarme sola para orar y algunas veces lloraba por mis pecados pensaban que era porque estaba poco feliz donde estaba. Yo sin embargo estaba feliz con todo lo que vivía en el convento pero no soportaba nada que fuera menosprecio y en esto sin duda estaba toda la fuerza de mi propia debilidad. Personalmente quería ser estimada, me gustaba hacer bien las cosas y agradar a todo el mundo, lo cual parecía virtud pero esto no era disculpa.
Al ver la paciencia con que una monja soportaba una gran enfermedad, le pedía a Dios que me diera una paciencia similar y de ese modo soportar todas las dolencias posibles. Quería ganar por cualquier medio los bienes eternos. Al pensarlo ahora me asombro. Pues todavía no tenía aquel amor a Dios que luego tuve al comenzar a hacer oración. El Señor oyó mi petición y antes de los dos años tuve aquella penosa enfermedad por la cual padecí dolorosas curaciones. Fue tanto el dolor que casi temí perder la vida. A veces me daba la impresión que agudos dientes me mordían el corazón, además me faltaban las fuerzas por no comer. Ni de día ni de noche tenía un momento de sosiego, la tristeza me ahogaba. Después de esas curaciones mi padre me llevó a otros médicos y todos me desahuciaron. Durante tres meses sufrí unos dolores intolerables en todos los nervios. Ahora me asombro y considero que fue la gran gracia del Señor al darme la paciencia que yo le pedí en aquella época.
Al acercarse, en Agosto, la fiesta de Nuestra Señora, traté de confesarme como acostumbraba. Aquella noche tuve una parálisis que me duró cuatro días. Creyeron que moría, pues hasta había perdido los sentidos, me dieron el Sacramento de la Unción. Se llegó a abrir la sepultura para enterrarme. Pero gracias a Dios volví a recuperar la conciencia. Después de esos cuatro días de parálisis, quedé con unos sufrimientos que el Señor conoce. La lengua hecha pedazos de mordida, la garganta cerrada y una debilidad tan grande que ni podía tragar el agua. Me era imposible moverme. Pedí que me trasladaran al monasterio en donde estuve ocho meses postrada. El restablecimiento llevó tres años. Cuando comencé a moverme daba gracias a Dios. Pero siempre estuve muy conforme con la Divina voluntad aunque tuviera que quedar así de por vida. Me confesaba muy a menudo y mi conversión era de continuo sobre las cosas de Dios. Todos se admiraban de la paciencia que Dios me daba para soportar la enfermedad, sin embargo, yo deseaba restablecerme para poder estar a solas en oración, pues en la enfermería del convento no tenía un momento de tranquilidad”.
En aquella época, cuenta Teresa de Jesús que se valió de una presencia amiga para el camino que le fue muy significativa para toda su vida, San José. Dice Teresa al respecto: “Tomé como patrono al glorioso San José y me encomendé mucho a él. Pude constatar cómo me ayudaba en diversas circunstancias. Me ayudaba en más de lo que le pedía. No recuerdo, hasta el momento presente, de ninguna ocasión en que me haya dejado de escuchar. Es asombroso todo lo que ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo. Me libró de peligros corporales y espirituales. Me parece que Dios da poder, a otros santos, para ayudarnos en algunas cosas determinadas, pero a San José no lo ha puesto limites. Creo que el Señor quiso estar bajo la tutela de San José cuando vivió en Nazaret -pues le obedecía como a Padre- ahora en el cielo se complace en hacer cuanto le pide. No conozco persona que después de haberse encomendado a San José no se vea más adelantado en el servicio a Nuestro Señor. Si yo fuera escritora, de buena gana detallaria todos los favores que me ha hecho San José y también a otras personas”.
Más tarde, Teresa comienza a experimentar en su vida lo que ella describe como una desolación espiritual. Llega a tener mucha vergüenza frente al Señor, que como el apóstol Pedro, no se anima a acercarsele. “Al crecer mis faltas me comenzó a faltar el gusto por las cosas de Dios. Y fue en ese momento que sufrí el ataque más traicionero del Demonio bajo apariencia de humildad: me hizo pensar que era mejor dejar la oración mental (meditación) puesto que yo era la peor de todas, que bastaba rezar solamente los rezos obligados para todas las monjas. A esto se agregaba el sentirme culpable de engañar a la gente pues me apreciaban mucho y yo, en mi interior, sabía lo indigna que era.
¿ Cómo se enfermó mi alma? Comencé a tener conversaciones frecuentes con gente de fuera del convento que me venían a visitar sin darse cuenta del mal que me producirían. Como era algo que se acostumbraba, pensé que no me harían mayor daño a mí que a otras que eran muy buenas monjas, sin darme cuenta que las otras eran mejor que yo. En aquella época no me daba cuenta de que en esas conversaciones malgastaba el tiempo. Aquella amiga que tenía en el convento me avisó más de una vez, pero yo no le hacía caso y hasta me disgustaba con ella. Hasta el mismo Señor quiso darme a entender que no me convenían esas amistades. Un día se me presentó Cristo, con mucha severidad para hacerme ver lo disgustado que estaba con mi proceder. Lo vi con los ojos del alma con mayor claridad que con los ojos del cuerpo, y me quedó tan impreso que a pesar de que ya han pasado veintiséis años no se me ha borrado. Al principio quedé muy asombrada y conmovida y dispuesta a dejar esas conversaciones con las visitas. Pero después el Maligno me indujo a creer que me había equivocado, que eran fantasías lo que había visto. Aunque en lo más íntimo de mi ser yo me daba cuenta de que aquella visión de Cristo era verdad, sin embargo, como contradecía mi gusto, buscaba argumentos que favorecieran mi forma de proceder.
Como resultado, terminé haciendo lo mismo, durante muchos años seguí manteniendo aquellas amistades y conversaciones. Por aquel entonces fue que llegué a dejar de hacer oración mental durante más de un año, bajo pretexto de humildad como ya dije antes. También en esto me trataba de convencer a mi misma aduciendo argumentos a mi favor; que estaba enferma y que no podía concentrarme para hacer oración. A decir verdad, aunque esto no justifica el abandono de la oración, siempre tuve y tengo hasta ahora, muchas dolencias. Durante veinte años sufrí de vómitos por las mañanas sin poder desayunar hasta pasado el mediodía. Después que comencé a comulgar con frecuencia, sentía los vómitos por la noche, con grandes dolores aún en el corazón. También me daban fiebres frecuentes. En la actualidad se me da muy poco de esas dolencias y muchas veces me alegro de padecerlas para ofrecérselas al Señor. Reconozco que las dolencias pueden impedirnos una oración prolongada pero hay momentos en que es posible orar. Y la misma enfermedad se puede transformar en oración, cuando se la ofrece al Señor y se acepta como venida de su mano”. Otro hecho importante en su vida fue el fallecimiento de su papá: “Con motivo de la muerte de mi padre -que murió como un santo- comencé a confesarme con un sacerdote que me hizo entender mi error. Me hizo comulgar con frecuencia y me dijo que de ninguna manera dejara de hacer oración mental. Volví a hacer meditación y nunca más la dejé pero no corté mis vanas conversaciones con las visitas. Y así pasaba una vida trabajosa porque en la oración veía claro mis faltas; por una parte me llamaba Dios y por otro lado yo seguía al mundo. Todas las cosas de Dios me agradaban pero las del mundo me tenían atada. Me parece que quería conciliar entre si dos cosas contradictorias : vida espiritual y gustos y pasatiempos sensuales. La oración me resultaba difícil porque estaba esclavizada a mis pasatiempos y distracciones. Apenas podía concentrarme y hablar a solas con Dios porque siempre llevaba en mi corazón mil vanidades. Me asombro ahora de haber pasado muchos años sin haber dejado ni lo uno ni lo otro. Dejar la oración no podía, pues no estaba en mi mano. Era el Señor quien me mantenía en la oración para hacerme mayores gracias. Pese a mis faltas se me tenía en mucho,entre las demás monjas pues veían en mí otras cosas que les parecían buenas. Creo que el mismo Señor miraba mas mis deseos de servirle -mi pena de no poder realizarlo- que mis grandes pecados”.
Padre Javier Soteras
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar | Incrustar
Suscríbete: RSS