Santuarios marianos, memoria de Salvación

lunes, 27 de agosto de 2007
image_pdfimage_print
La multitud que había llegado a Jerusalén supo que Jesús también venía para la Pascua.  Salieron a su encuentro con ramos y palmas gritando “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, bendito sea el Rey de Israel!” Jesús entró en un asno y lo montó. Así se cumplió la escritura: “No tengas temor ciudad de Sión, mira que viene tu rey montado en un burrito”. Los discípulos no se dieron cuenta de esto al momento, pero cuando Jesús fue glorificado comprendieron que dicha escritura se refería a El y que anunciaba precisamente lo que había hecho por El. El  pueblo que acompañaba a Jesús contaba lo que habían visto, contaban cómo lo había llamado a Lázaro del sepulcro y lo había resucitado de la muerte.

Juan 12, 12 – 17

Es el pueblo que se reúne en torno al templo para celebrar la Pascua. En torno al santuario de Dios para bendecir, alabar y glorificar a Dios, y nosotros queremos hoy como pueblo reconocer cuántas veces hemos peregrinado a distintos lugares donde también hemos alabado, bendecido, dado gracias a Dios por su presencia en esos lugares particularmente visitados por su amor: los santuarios , y particularmente los santuarios marianos. Entresacar de nuestro corazón los dones allí recibidos, refrescar la Gracia que en esos lugares de Dios hemos compartido con otros, donde Dios nos volvió a la fe.

Cuántas experiencias bellas podemos recoger en la mañana de hoy de esos lugares donde Dios visitó a su pueblo y donde nosotros fuimos particularmente visitados por Dios y hemos recibido la Gracia de Dios también levantando lo nuestro en lo alto para bendecirlo, para glorificarlo, para alabarlo, como el pueblo el ingreso de Jesús en la ciudad de Jerusalén.

Es el pueblo que peregrina, es el pueblo que camina, este pueblo nuestro que marcha contento en medio de luchas, de dificultades. Vos y yo que en la esperanza sostenemos nuestro peregrinar y en ese andar, en más de una oportunidad hemos recibido de los santuarios el don de Dios de ser por El visitados y por El acogidos, habitados. En el santuario es el lugar donde Dios habita, es la casa de Dios que representa aquello que en el tiempo del peregrinar del pueblo de Israel fue la tienda de reunión que cobijaba al arca de la alianza, al lugar donde estaba el pacto que Dios había celebrado con su pueblo.

Ese pacto, ese lugar de encuentro ahora es la persona de Jesús, donde el cielo y la tierra definitivamente se abrazan y el santuario es el lugar que lo recibe, y por eso, cuando vamos a un lugar santo, bendecido por Dios, reconocemos que cada uno de nosotros lleva dentro suyo ese mismo misterio de ser interiormente visitado y habitado por Dios.

El santuario lo que nos hace es volvernos sobre nosotros mismos y encontrar este lugar sagrado, escondido en lo más hondo de nuestro ser. Somos templo del Espíritu Santo, somos morada de Dios, el altísimo. Cuando entramos a un lugar sagrado, bendecido por Dios, un lugar particularmente mariano, somos nosotros como llevados sobre ese otro lugar donde delante de nosotros mismos debemos descalzarnos porque reconocemos que este poco de tierra, este poco de barro moldeado por Dios que somos, es un espacio santo.

Nosotros también somos un lugar santificado por Dios y su presencia que nos merecemos, en el trato con nosotros mismos, más de lo que a veces concientemente somos a la hora de auto abordarnos, auto comprendernos. El Santuario nos devuelve un reflejo de nuestro ser que merece no sólo respeto sino particular temor de la presencia de Dios que nos habita interiormente.

La espiritualidad y la evangelización en los santuarios marianos es el tema que hoy nos abre camino para que vayamos dejando testimonio en la experiencia que hemos podido hacer en estos lugares. En los que han podido viajar a Lourdes, a Fátima, habrán podido descubrir allí cuánto Dios bendice a su pueblo.

Los que hemos estado en lugares como Medjugorje o San Nicolás, los que hemos podido participar de la Gracia de Dios en Luján, en Itatí, en la Virgen del Valle, o en algún Santuario de  Shoenstadt, podemos expresar también lo que allí nos ha ocurrido cuando hemos llegado a ese lugar y la paz de Dios nos invadió y un nuevo camino empezó a transitarse desde dentro de nosotros por la conciencia de que Dios se quedaba con nosotros y habitaba en nosotros devolviéndonos a ese lugar donde no habíamos nunca estado, en el lugar más santo de nuestro propio ser, en lo más profundo de nuestra existencia donde Dios nos habita como en un templo.

Las imágenes y los santuarios marianos son como la memoria de la Iglesia para presencializar los acontecimientos de salvación de Jesús, el que nació de María y sigue asociado a María. En los santuarios la memoria se hace siempre invocación y comunicación del Espíritu Santo para construir nuestra comunión eclesial, según ese mandato de amor y como reflejo de la comunión del misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En los santuarios marianos no son los individuos por separado o grupos locales sino a veces naciones enteras y continentes que buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada y se la proclama así por haber creído.

Ella, la primera entre los creyentes es la que lidera nuestro camino en el peregrinar. Un santuario mariano es como el símbolo de la itinerancia del andar de la fe, de nosotros como pueblo, de nuestra historia. Todo templo, todo santuario simboliza a la misma Iglesia, la esposa de Cristo. Así lo decimos en la liturgia que dedicamos a la Iglesia y las iglesias dedicadas particularmente a María, a su recuerdo, indican esta misma realidad. La iglesia se siente identificada con María.

A veces es el nombre del templo: “Iglesia de Santa María”, y un título que recuerda el modo de estar presente, el modo inculturado de estar presente de María en un momento determinado del peregrinar del pueblo. Es su cercanía la que nos atrae, la que nos serena el alma, la que le pone calor al corazón. Esta dedicación del templo, del santuario, está precedida siempre por una imagen de María. Aquí la Virgen del Rosario del Milagro, María, que con su rosario en la mano nos invita a recorrer ese camino de transformación.

Ese milagro que la oración del Rosario produce cuando el pueblo lo ora con fe junto a Ella. Juan Pablo segundo en su visita al santuario mariano de Zapopan resumió las características de un santuario mariano: “Es un encuentro en torno al altar de Jesús. En este lugar de gracia, a los pies de la Virgen, bajo la mirada de María, con el pueblo de Dios que peregrina en este lugar para una apertura al Don de Dios que se comunica en Jesús nuestro salvador y nos viene de María, una visita al santuario tienen la dinámica de conversión.

Significa, por el hecho mismo de la voluntad y el esfuerzo de acercarse a Dios y dejarse inundar por El, tomando a María como ejemplo y ayuda, mediante la intercesión, el auxilio y el modelo de María, nosotros buscamos a Cristo por medio de María.

Y de este modo los santuarios son lugares de conversión, de penitencia, de reconciliación. Los santuarios deben ser lugares privilegiados para el encuentro de una fe cada vez más purificada que nos conduzca a Jesús. En los santuarios marianos que podemos haber visitado, y que tal vez, como nos ocurre en Catamarca, como nos ocurre en Corrientes, en Itatí, como nos ocurre en San Nicolás, muy cerquita de casa, Dios nos espera en María para regalarnos la gracia de una transformación, de una conversión, de un camino nuevo, un aliento, un empuje, un consuelo, un don verdaderamente de renovación para nuestro andar.

Te invito a que nos acerques tu testimonio respecto de tus peregrinares a los santuarios marianos donde vos podes, verdaderamente, decir que allí Dios te visitó en el don de la paz, la alegría, el consuelo, de el reconfortarte interiormente para sostenerte y animarte en el camino y que de verdad, después de haber pasado por estos lugares visitados, bendecidos y habitados por Dios, tu vida comenzó a transitar en un sentido distinto.

En Luján, en Itatí, en el Valle de la Virgen del Rosario del Milagro en San Nicolás, en la Virgen del Rosario aquí en Córdoba, en los santuarios marianos de Shoenstadt , en el Santuario de Lourdes, nuestra experiencia de gracia en estos lugares podemos renovarlos a la hora de compartirlos y nos vuelve ese donde paz de gozo, de alegría, de consuelo, de presencia serena y transformante de Dios a la hora de visitar y haber hecho la experiencia de encuentro con El en un santuario mariano. Como peregrinos necesitamos estos “mojones” en el peregrinar que son esos santuarios marianos.

Los santuarios expresan el misterio del templo en el lenguaje bíblico, sobretodo en el lenguaje paulino el término “misterio” expresa el designio de Dios, de gracia de salvación que se va realizando en la historia humana cuando a la luz de la Palabra de Dios vamos escrutando el misterio del templo, se capta mucho más allá de lo visible la presencia de la Gloria de Dios, y esto es lo que en cierto modo sentimos cuando entramos a un lugar bendecido particularmente por Dios en la persona de María al que llamamos santuario. La Gloria de Dios que desciende sobre el pueblo. La manifestación del Dios tres veces santo, su presencia en diálogo cercano con nosotros.

Este Dios que ha querido ingresar en el tiempo y en el espacio. Y al mismo tiempo que es inabarcable se mete en un lugar tan reducido, el Dios del Universo, como es un templo, como es un lugar sagrado. En estos lugares sagrados estamos reflejando el lugar “sagrado” por antonomasia. De todas las cosas creadas, única, capaz de recibir el misterio grande de Dios en su propia carne, y por eso, cuando entramos en un santuario mariano, lo que recibimos en el fondo es el encuentro con ella que nos refleja esa capacidad que Dios creó dentro de ella, de hacerla habitada por el mismo Dios, habitable por el mismo Dios. A esto mismo nos despierta el santuario.

Nos despierta a ser habitados por Dios y cuando somos habitados interiormente por Dios es cuando recibimos ese don de gracia, de paz, de gozo, de alegría, de fortaleza, ese don suyo de presencia luminosa, serena, que cobija, esa presencia de luz, de gracia, de seguridad, de fortaleza, de consuelo, de cobijo, que nos invita a seguir caminando y que nos permite reconciliarnos.

El don de la reconciliación que acontece en los santuarios es inmenso. Yo recuerdo siempre, al principio de mi ministerio tuve la gracia de ir por primera vez a San Nicolás y una de las cosas a las que más me sentí movido fue a sentarme a confesar. Me senté a confesar como a las nueve de la mañana y me levanté de confesar a las cuatro de la tarde, no tuve hambre, no tuve sed, no tuve cansancio, no me dolía ni la cola ni la espalda, estaba realmente tomado por la gracia de Dios que en ese lugar quería recibir a los hijos que no se reconciliaban desde hacía años, personas que hacía muchísimo tiempo que no se encontraban con Dios y allí recibían el don y la gracia del sacramento de la reconciliación de un nuevo camino.

Gente que se quebraba interiormente y en el arrepentimiento se animaba a comenzar a recorrer un nuevo camino, el camino de siempre, el de Dios que quiere habitar ese espacio tan pobre, de barro, que es nuestro corazón, nuestra propia vida.

Ya los Patriarcas recuerdan el encuentro con Dios mediante la erección de un altar, o memorial, al que vuelven como signo de fidelidad. Jacob lo consideraba morada de Dios al lugar de su visión. En la tradición bíblica el santuario no es simplemente fruto de una obra humana cargada de simbolismos cósmicos o antropológicos sino testimonio de la iniciativa de Dios en el deseo suyo de comunicarse para sellar con nosotros un pacto de redención, de salvación.

El significado hondo, profundo, de todo santuario es “hacer memoria en la fe de la obra de la salvación”, en el clima de la adoración, de la invocación, de la alabanza, Israel sabe que fue Dios quien quiso libremente el templo y no se lo impuso a la voluntad humana, lo atestigua de forma clara la espléndida oración de Salomón que parte de la dramática conciencia de la posibilidad de ceder a la tentación de la idolatría: “¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? ¿Si los cielos de los cielos no pueden contenerte cuánto menos esta casa que yo te he construido? Atiende a mi plegaria, a mi petición, Señor Dios mío, y escucha el clamor de tu siervo, este que hago en tu presencia: que tus ojos estén abiertos día y noche sobre esta casa, sobre este lugar del que dijiste: “En el estará mi Nombre”, escucha la oración que tu servidor te dirige en este lugar”.

La conciencia de que es poco lo que puede contenerse en ese lugar nos abre al cosmos como el lugar habitado por Dios y al mismo tiempo nos abre a Dios mismo y a todo su misterio inabarcable. En el fondo, el santuario lo que hace es ponernos en contacto desde un lugar muy pequeño, y una imagen muy simple, desde una presencia muy austera nos abre al misterio de Dios y nos pone en contacto con El.

Libera el alma, la abre y nos permite como meternos en Dios, como el único capaz de contenerse a El mismo y nos contiene a nosotros y que para mostrarnos esto ha querido bajar y quedarse en medio nuestro, pidiendo permiso para estar entre lo que le pertenece. En este sentido, cuando entramos a un santuario experimentamos grandeza y pequeñez, experimentamos sublimidad y austeridad, belleza y pobreza que la contiene, y entonces nos sentimos como familiarizados con lo divino a partir de lo que allí se nos abre como presencia de Dios y que nos refleja en el fondo como Dios quiere estar presente en nuestra propia historia, en cada uno de nosotros que somos templo de lo suyo.

Santuarios marianos, lugares de Gracia donde hemos recibido los dones con los que Dios nos ha vuelto a El, nos ha regalado Su paz, Su alegría, Su consuelo, Su fortaleza, nos ha cobijado, nos ha impulsado, nos ha transformado, nos ha limpiado la mirada, nos ha regalado la aceptación del dolor, de la enfermedad, de la muerte.

El santuario termina siendo cada lugar nuestro. Si sabemos cuidarlo como espacio humanamente habitable seguramente será el lugar de Dios. Allí donde los hombres vivimos como hermanos bajo el signo de la paz, el gozo, la alegría, allí mismo tenemos un santuario donde Dios pueda habitar y quedarse en medio nuestro.

El santuario es la casa de la Madre que huele a la Casa de la Madre, como es en cada uno de nosotros esa memoria en que tenemos la posibilidad de tener los olores frescos que la casa materna deja en el corazón. Que puedas encontrar dentro tuyo el santuario que estás buscando, el lugar que Dios quiere habitar. Que el Señor te devuelva la conciencia que sos un lugar sagrado y te permita vincularte con vos mismo de una forma distinta.