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Señor, enséñanos a orar
jueves, 16 de agosto de 2007
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo se postraron delante de él. Sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose Jesús les dijo: – Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes, hasta el fin del mundo.
Mateo 28, 16 – 20
“Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”, esta es la certeza que Jesús deja en el corazón de los suyos, cuando emprende el camino nuevo que lo lleva a él, definitivamente a la Gloria del Padre, en la Ascensión. Y el camino nuevo, que se inicia para aquellos que quedan detrás de Jesús y todo lo que él ha dejado como enseñanza.
Enseñanza que es viva, que no se va con Jesús, sino que queda con Jesús y está la expectativa de la segunda venida de Jesús. Esta certeza ha acompañado a la Iglesia durante 2000 años. Y se aviva en nuestro corazón, al sentir el llamado de Jesús, de ir a lo profundo: Mar Adentro.
Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, queremos preguntarnos hoy lo que Jesús preguntó a Pedro, inmediatamente después del discurso de Pentecostés, mejor dicho, lo que Pedro hizo que surgiera como pregunta de todos después de Pentecostés: ¿Qué tenemos que hacer entonces?.
Cuando preguntamos con optimismo, sin querer como achicar los problemas, no satisface la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para las grandes dificultades y los grandes desafíos por los que atraviesa la humanidad hoy. No, no va a ser una fórmula la que nos salve, pero sí una Persona, y la certeza que ella nos infunde: “
Yo estoy con ustedes, Yo estoy entre ustedes”.
No se trata de inventar un nuevo programa de camino. Se intenta sólo revalorizar el camino que hemos recorrido juntos y buscar la forma de abrirnos a esta certeza de Gracia, con la que Dios confirma el camino: Yo estoy con ustedes. El programa ya está. El programa para tu propia vida ya está. Es el de siempre, el que recoge el Evangelio. El que sostiene la tradición de la Iglesia. Es Jesús, al que hay que conocer. El que nos invita a amarlo. El que quiere que lo imitemos para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia, nuestra propia historia, hasta alcanzar la plenitud a la que nos invita.
Tu vida es un programa, un proyecto que Dios lo tiene desde siempre. “Antes de formarte en el vientre materno Yo te había elegido, sin que vos lo supieras, Yo te pensé para que estuvieras en la historia, y en ella disfrutarás del Don de Mi presencia y de la maravilla de mi propuesta. Es más y que fueras testigo de esto para despertar en el corazón de otros el proyecto que Yo también tengo para otros.”
Porque a nosotros, los que vamos entendiendo desde la fe el camino de plenitud en este programa, en este proyecto que Dios nos llama, nos toca como
despertar … a los que están un poquito dormidos.
Y no entienden ni los por qué, ni los para qué, ni los desde dónde, ni hacia dónde. A nosotros nos toca como ser ese despertador, ese catalizador que pone en marcha los mecanismos que están adormecidos, y que comienzan a despertar en la medida en que se proclama la Buena Nueva.
Lo hizo Pedro, después de Pentecostés, y todos se preguntaron, ¿Qué tenemos que hacer ahora? Porque este mensaje nos entusiasma. Es el mensaje de la alegría, de la Comunión que hay en la comunidad de los discípulos. Es el mensaje que el Espíritu Santo trae y que ha tocado la comunidad de los doce y cuando lo proclaman a Jesús, todo comienza como a ser verdaderamente distinto!
QUE ESA CERTEZA TE GANE EL CORAZÓN. DIOS ESTÁ CON VOS.
Y que vos puedas regalarle esta certeza del corazón al que lo espera, y lo necesita.
Es verdad hay un programa que ya existe, sin embargo, es importante dejar algunas orientaciones que nos permitan vivir en ese programa, en ese proyecto. Son las que vamos a compartir esta mañana.
La perspectiva en la que debemos situarnos en el camino del tiempo nuevo, en el que Dios nos conduce, es el de la Santidad. Es para nosotros la urgencia pastoral más grande que tenemos, lo decía Juan Pablo II, en Novo Milenium Innuente. Es la santidad como el final del camino. Es el dibujo definitivo del proyecto y por eso lo que está al final, debe estar planteado ya desde el principio. Y en orden a eso, buscar la forma de armar el proyecto.
Descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, dedicado a la advocación universal de la santidad, puede ser como un modo de ir adentrándonos en qué se trata esto de ser santos. Los padres del Concilio concedieron el relieve que se necesitaba a esta temática, no para darle una pincelada de espiritualidad a la eclesiología, (que ahí se plantea), sino para poner de relieve la dinámica más interior y determinante que tiene el llamado, desde el bautismo, a pertenecer a la familia, a la comunidad de Jesús.
Estamos llamados a ser santos, como él es Santo.
Descubrir a la Iglesia como misterio, es decir, como pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llevada a descubrir también su santidad. Entendida desde este sentido más hondo, el que brota de la Gracia de pertenecer a la familia que es tres veces Santo, que es tres veces Santa: la Familia Trinitaria, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Familia que Jesús ha conformado, la Iglesia, nosotros como familia, como pueblo de Dios, tenemos esta raíz: es el misterio Trinitario. Y justamente, desde este ser de la Trinidad, donde tenemos el llamado más hondo de la santidad.
No se trata de parecerse a alguien, la santidad. No se trata de esforzarse por alcanzar alguna o algunas virtudes. Se trata de meterse dentro del misterio, de dejarse alcanzar por él y responder a este misterio de amor que existe entre las personas, en la Santísima Trinidad, buscando ordenar mi capacidad de respuesta humana a este encuentro con el misterio Trinitario.
Cuando confesamos a la Iglesia como santa estamos mostrando el rostro, lo que en Efesios 5, 25-26, se habla de ella como “esposa de Cristo”.
¿En dónde está esta posibilidad de ser santos? En la Gracia Bautismal. En el don del Bautismo. Pero este don se plasma, se configura, se realiza en un compromiso, que tiene que orientar el camino, la vida cristiana. Ése es, la voluntad de Dios: el que seamos santos, dice Pablo en 1 Tesalonicenses 4,3.
¿A quién le toca esto? Por allí hemos como presentado a la santidad como que le toca a algunos. Le toca a esos grandes personajes heroicos, que nos resultan, a la hora de presentarlos, inalcanzables, absolutamente inalcanzables. Por lo tanto vos y yo no tenemos ni para empezar. No hay forma de que nos parezcamos. Son sólo para mirarlos o admirarlos. O en todo caso, si intentamos alcanzarlos nos alcanza para un ratito, para unos días o para un tiempo, el querer parecernos.
Es que entendemos la santidad, a veces, como la imitación de otros, en un esfuerzo, que está demasiado asentado en lo humano. Y no lo entendemos como que, en realidad el que nos hace santos es Aquél que actúa en nosotros. Y nos permite hacer, como el mismo Jesús dice, las obras que él hizo y más todavía. Es más, más de las que hicieron muchos santos a los que admiramos.
Si nosotros, como el apóstol, reconocemos que justamente allí, en nuestra fragilidad, la que el Señor busca, donde puede actuar la Grandeza y su poder.
“Tres veces le pedí al Señor que me sacara esa espina que llevo clavada en mi sangre, y tres veces me respondió, te basta mi Gracia.” Y el apóstol aprende a descubrir que las posibilidades que hay para él, delante suyo en el camino, están dadas en la medida en que él reconoce su propia pobreza.
Hay un lugar que ocupa el publicano en el templo. El publicano en el templo dice “Señor ten piedad de mí, soy un pecador”. Y la Palabra dice, que estaba sentado atrás, no se anima ni a levantar la cabeza. El otro dice, “Ayuno tres veces por semana, doy el diezmo…” No hay con que darle, no hay por donde entrarle. Tiene todo resuelto, va con sus credenciales. Va con sus galones y dice, acá estoy yo. Y estoy justificado. ¿Qué lo justificó? Lo justificó su propia obra. La conciencia que tiene de que a sí mismo se puede salvar, si cumple con aquello que mágicamente le ha determinado la fórmula, que se establece en su conciencia. El otro, el otro sabe que Dios está cerca y él está lejos, y sin embargo, hay algo que le dice que puede ir hasta donde Dios está. Y es el rostro de la paternidad de Dios, que atrae con su fuerza, y nos emparenta con él, nos iguala. Elevando lo nuestro y poniéndolo a la altura suya, es Gracia, es Don, es Misterio de su Presencia.
El camino de la santidad está ofrecido para vos, hermano, hermana. Y está ofrecido para mí también. Dios nos lo entrega, como posibilidad de plenitud. No es cualquier cosa. Que esté dado para todos, no es que sea en el montón donde se pueda descubrir. No. Es un tesoro escondido, que cuando uno lo encuentra, tiene que venderlo todo y quedarse con eso: el don y el llamado a la santidad.
Para este camino en la santidad hace falta que algo se distinga particularmente en nuestra vida,
es el arte de orar.
Cuando fue el año jubilar, dice Juan Pablo II, la oración personal y comunitaria fue más intensa, dice él en Novo Milenium Innuente. Es preciso aprender a orar. Como aprendieron de nuevo, este arte de los labios de Jesús, los discípulos: Señor enséñanos a orar.
Vos podrás decir, “pero yo tengo años de camino en la fe”, “a mi me enseñaron a orar desde chico, desde chica”… Nunca se termina de aprender a orar. Porque la oración es un lugar de mutuo conocimiento y de encuentro. De un conocimiento que no es un dato, una información que recibimos del otro, o de mí mismo, que me aprendo a conocer también, en la medida en que me encuentro.
Es un conocimiento que vincula y que nos lleva a estar en comunión con el Otro.
En la plegaria, en la oración se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus cercanos.
Jesús lo dice claro en la Palabra, “si ustedes quieren dar fruto, mucho fruto, permanezcan en Mí, como Yo estoy en ustedes. Y ustedes van a dar fruto”. Esta reciprocidad es el fundamento, el alma de la vida cristiana y una condición para toda la vida pastoral auténtica.
San Juan de la Cruz tiene una expresión que hemos repetido varias veces, “cuando un cristiano no ora y ya realiza su tarea pastoral, apartado de la oración, no solamente no es eficaz su tarea, sino que puede hacer daño.” A veces, nuestros proyectos pastorales están fundados sobre estrategias metodológicas que, suponemos que, tienen el espíritu para llevarlas adelante, y no le damos el tiempo a Dios para que reciba esto, que se transforma en respuesta nuestra a la invitación que nos hace a caminar, es un proyecto. Y lo caminamos como si lo pudiéramos caminar al margen de…
Es como en todo proceso de camino personal y comunitario, el discernimiento tiene que estar al principio, al medio y al final. Para darse cuenta si lo que estamos caminando es o no es de Dios. No basta con una intuición primera. Para darnos cuenta por dónde ir, hace falta sostenerla en el camino y llevarla hasta el final del camino.
Es un diálogo la oración, es un encuentro personal. Y es el lugar desde donde nuestra tarea, nuestra misión se hace verdaderamente eficaz.
¿Nosotros de qué hablamos?, dicen los apóstoles. Nosotros hablamos de lo que hemos visto, de lo que hemos oído, de lo que tocamos con nuestras manos. Hablamos del encuentro con el Misterio.
Hablamos de la presencia del Dios Vivo,
porque lo hemos descubierto vivo en nuestra propia vida.
Ése es el camino de la oración, que es el alma de la vida cristiana.
El mundo de hoy tiene un proceso fuerte de secularización. ¿Qué es la secularización? Es no sólo la ausencia de Dios en el proceso humano, es peor todavía, es la ausencia de la trascendencia bajo cualquiera de las formas. No hay más allá, todo es muy acá. Tanto que, comamos y bebamos que mañana moriremos. No interesa cual sea mi modo de vivir, porque no hay perspectiva, no hay hacia dónde. Todo se termina demasiado pronto y la vida tiene un reclamo existencial, que hace que lo que yo haga aquí y ahora, mañana resulta descartable.
En realidad, el corazón de lo descartable, y de lo light en el mundo, tiene como origen este proceso de secularización, donde la existencia se vive demasiado acá, demasiado para hoy. No hay mañana en el mundo para hoy.
En la oración, si hay algo que surge como fruto primero, es la mirada que regala el hecho de contemplar el misterio. Sin hacerte sacar los pies de aquí, te eleva el alma Allá. Te pone en perspectiva. Por eso, el que no ora no termina de respirar, no puede terminar de respirar.
Nosotros tenemos en Jesús, a Aquél que vivió su proyecto del Reino y lo presentó así, desde la oración. Largas noches en vigilia. Antes de cada decisión importante, Jesús se retiraba a solas a orar. Esto es lo que hace que atraiga su Presencia y su figura, y los discípulos, cuando lo vean, digan, “enseñanos ese camino, porque parece que la cosa va por acá”. Todo lo que hacés, todo lo que decís pareciera que tiene como esta raigambre, este lugar de origen:
Señor enséñanos a orar.
Padre Javier Soteras
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