16/08/2016 – En esa oportunidad, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Mt 11,25
La Madre Teresa era misionera de los pies a la cabeza, que veía la omnipotencia de Dios y el amor de Jesús actuando en todo y en todos. Sin embargo, al mismo tiempo, era una buscadora incansable que se quedaba maravillada y con la boca abierta ante la realidad y la gloria de Dios.
Nos cuenta el Padre Leo Maasburg: recuerdo un vuelo que hicimos juntos. Nos dirgíamos a Praga en un enorme helicóptero. El tiempo era espléndido. Se le había dicho al piloto que volara lo más bajo posible, por los problemas de corazón, cada vez más frecuentes, que padecía la Madre Teresa. Yo estaba encantado porque la verdad es que estaba volando muy bajo y podíamos ver con gran detalle el paisaje que se extendía debajo de nosotros. Parecía que podíamos tocar las hojas de los árboles. La Madre Teresa iba sentada junto a la ventana y contemplaba aquel espectáculo visiblemente metida en Dios y fascinada por la belleza del paisaje. Veíamos con enorme nitidez cada campo, cada valla, cada casa, cada árbol…
De repente, se volvió hacia mí y me dijo:
-¡Mire, Padre!- hizo una pausa y añadió-: Es fácil entender la belleza de Dios; no tiene más que mirar ahí abajo. También es fácil entender su omnipotencia; todo eso lo ha hecho Él. Pero es difícil entender la humildad de Dios.
Yo expresé mi aprobación entre dientes pero, aunque lo intenté, no entendí muy bien aquello de la humildad de Dios.
Han pasado los años desde aquellos y no he olvidado la expresión humildad de Dios. Mirar el mundo desde la perspectiva de la humildad de Dios era algo completamente novedoso. Él es todopoderoso, pero no nos impone su omnipotencia, sino que se limita así mismo para respetar nuestra libertad; su amor por nosotros hace que Dios no recurra a su omnipotencia. Más aún, se hace indefenso, se hace Niño en una cuna y Siervo Sufriente, indefenso hasta el extremo de asumir una muerte ignominiosa en la Cruz. Dios no obtiene el bien a la fuerza; toma sobre sí nuestra debilidad en forma de sufrimiento porque sin libertad no puede haber verdadero amor. Solo cuando somos libres hasta el punto de poder rebelarnos contra Dios, tiene valor el deseo de servirle. La humildad de Dios nos da la posibilidad de ser libres.
Después de recibir la Santa Comunión, cuando la Misa ha concluido, en todas las casas las hermanas rezan una serie de oraciones que la Madre Teresa no solo seleccionó, sino que solía dirigir, recitándolas con voz alta y clara.
Una de esas oraciones la compuso el beato cardenal Newman:
Querido Jesús, Ayúdanos a esparcir tu fragancia Por donde quiera que vayamos. Inunda nuestras almas con tu Espíritu y vida. Penetra y posee todo nuestro ser Tan completamente que nuestras vidas solo sean un resplandor de la tuya. Brilla a través de nosotras y permanece tan dentro de nosotras Que cada alma con la que tengamos contacto Pueda sentir tu presencia en nuestra alma. ¡Que al mirarnos no nos vean a nosotras, Sino solamente a Jesús! Quédate con nosotras y entonces podremos comenzar a brillar como ti brillas; A brillar tanto que podamos ser una luz para los demás; La luz, oh Jesús, vendrá toda de ti Nada de ella será nuestra; Serás tú quien brille sobre los demás a través de nosotras. Que te alabemos así de la manera que tú más amas: Brillando sobre aquellos que nos rodean. Que te proclamemos sin predicar, No con palabras, sino con nuestro ejemplo, Con la fuerza que atrapa, Con la influencia compasiva de lo que hacemos, Con la evidente plenitud del amor Que nuestros corazones sienten por ti. Amén
Esta idea era central para la Madre Teresa: que Jesús resplandece a través de nosotros, que brilla a través de nosotros, sin palabras. Recuerdo un incidente acaecido en una de las casas de las hermanas en Roma. Un mendigo borracho llegó tambaleándose a la puerta del convento y, para mantenerse en pie, se apoyó un tiempo prolongado en el timbre. Una de las hermanas salió apresuradamente y él le dijo furioso:
-¡Hermana, tengo hambre! ¿Cuándo me va a dar algo de comer? Llevo una eternidad esperando aquí. ¿Qué hacen durante todo el día para que yo lleve aquí tanto tiempo esperando? ¡Vamos, muévase y tráigame algo!
La hora de comer se había pasado hacía mucho, pero la hermana se fue a la cocina a prepararle algo. Mientras le preparaba la bolsa con la comida, se le ocurrió meterle un chocolate. Cuando le entregó la bolsa, él la agarró y murmuró algo al estilo de ¡ya era hora! Y se fue dando tumbos hasta un árbol cercano. Abrió la bolsa y se quedó mirando su contenido durante un rato. Encima de todo estaba el chocolate.
Entonces fue como si se le hubiese pasado la borrachera de repente. Se levantó y volvió a la casa de las hermanas, tambaleándose menos esta vez. Pulsó con un toque el timbre. Otra hermana abrió la puerta y el mendigo que hace unos momentos había sido tan grosero preguntó educadamente si podía hablar un momento con la hermana que le había preparado la bolsa de comida. Fueron a buscarla y, cuando apareció por la puerta, el mendigo la miró con ojos cansados y le dijo:
-Hermana, ahora cuénteme algo de su Jesús.
¿Qué vio aquel hombre en aquel chocolate? Quizá una chispa de esa divina misericordia que, cuando dejamos que forme parte de nuestra vida diaria, viviendo en nuestros corazones y guiando nuestras acciones, puede mostrar a Jesús a los demás, porque no es otra cosa que Él mismo, la Divina Misericordia, habitando en nosotros. La Madre Teresa solía decir: “La misericordia de Dios no es otra cosa que Jesús viviendo en nosotros. La santidad no es otra cosa que ese mismo Jesús viviendo en ti”.
Santa Teresita de Lisieux, una de las santas favoritas de la Madre Teresa – y la que escogió como patrona cuando eligió su nombre de religiosa-, decía algo muy parecido: “Cuando amo, es sólo Jesús el que actúa en mí; y, cuanto más unida estoy a Él, más amo también a mis hermanas”. A través de la Madre Teresa, todos podían encontrar a Jesús.
Todo voluntario o colaborador que iba a Calcuta tardaba poco en conocer la historia de un ministro del gobierno indio que le dijo una vez a la Madre Teresa: -Tanto usted como yo hacemos una labor social. Pero hay una gran diferencia entre ustedes y nosotros. Nosotros lo hacemos por algo y ustedes lo hacen por alguien.
La Madre Teresa solía comentar: Estoy segura de que sabía quién es ese alguien.
Una vez le preguntaron en público a la Madre Teresa si estaba casada y ella contestó: -Sí, estoy casada con Jesús, pero a menudo no me resulta fácil sonreírle. A veces se vuelve muy exigente.
Sin embargo, la Madre Teresa siempre le sonrió. Probablemente se acordaba de la norma que le dio a sus hermanas, que muchas veces no tenían motivos para sonreír: “Si no sonrríes, ¡haz una sonrisa!”.
Para la Madre Teresa, pertenecer a Jesús significaba estar expresa e incondicionalmente a disposición de Dios para realizar Su obra en el mundo y permitir que se sirviera de uno para llevar a cabo Sus planes. Solía decir que, fueran cuales fueran nuestras capacidades, debíamos estar disponibles para la obra de Dios. Si confiamos plenamente en Él y en su Providencia, conseguiremos, al menos, una cosa: “no estropear Su obra”.
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