11/11/2020 – En el Evangelio del día San Lucas 17,7-10 Jesús nos invita a detenernos en la figura de servidor fiel, humilde y dispuesto.
El servicio entendido no como esclavitud sino como entrega y ofrenda de amor, como un modo liberador. Servir en clave de amistad social para, a partir de ahí, encontrar caminos de liberación para los que más sufren.
Que hoy sea un día para apostar y servir con y desde el amor.
El Señor dijó: «Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: ‘Ven pronto y siéntate a la mesa’? ¿No le dirá más bien: Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después’? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’.» San Lucas 17,7-10
El Señor dijó: «Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: ‘Ven pronto y siéntate a la mesa’? ¿No le dirá más bien: Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después’? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’.»
San Lucas 17,7-10
El Evangelio de hoy presenta una enseñanza de humildad, pero que está estrechamente ligada a la fe. Jesús nos invita a ser humildes y pone el ejemplo de un siervo que ha trabajado en el campo. Cuando regresa a casa, el patrón le pide que trabaje más. Según la mentalidad del tiempo de Jesús, el patrón tenía pleno derecho a hacerlo. El siervo debía al patrón una disponibilidad completa, y el patrón no se sentía obligado hacia él por haber cumplido las órdenes recibidas. Jesús nos hace tomar conciencia de que, frente a Dios, nos encontramos en una situación semejante: somos siervos de Dios; no somos acreedores frente a él, sino que somos siempre deudores, porque a él le debemos todo, porque todo es un don suyo.
Aceptar y hacer su voluntad es la actitud que debemos tener cada día, en cada momento de nuestra vida. Ante Dios no debemos presentarnos nunca como quien cree haber prestado un servicio y por ello merece una gran recompensa. Esta es una falsa concepción que puede nacer en todos, incluso en las personas que trabajan mucho al servicio del Señor, en la Iglesia. En cambio, debemos ser conscientes de que, en realidad, no hacemos nunca bastante por Dios. Debemos decir, como nos sugiere Jesús: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). Esta es una actitud de humildad que nos pone verdaderamente en nuestro sitio y permite al Señor ser muy generoso con nosotros. En efecto, en otra parte del Evangelio nos promete que «se ceñirá, nos pondrá a su mesa y nos servirá» (cf. Lc 12,37). Si hacemos cada día la voluntad de Dios, con humildad, sin pretender nada de él, será Jesús mismo quien nos sirva, quien nos ayude, quien nos anime, quien nos dé fuerza y serenidad.
Existe una anécdota de la Madre Teresa de Calcuta que en una conversación con una persona, al conocer detalles de su servicio le dijo “Yo no haría esto ni por un millón de dolares” a lo que la Madre respondió “Yo tampoco”. Este es un ejemplo claro de una mujer que tenía bien claro cual es la verdadera ganancia del servicio: Dios.
Pero ésta certeza solo nace de un corazón que conoce a Jesús, que se ha encontrado verdaderamente con la persona de Jesús, que lo ha tocado en la carne de los más débiles. De ésta experiencia nace la real motivación para el bien obrar, de poder hacer el bien sin mirar a quien. Es nuestro obrar que no busca el mérito propio ni la paga.
Dice el Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium en el nro 264:
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva
La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día
que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48).
¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
A través nuestro Él está haciendo el bien a nuestros hermanos, somos simples servidores. No hemos hecho nada más que cumplir con lo que tenemos que hacer.
No dejemos de tener en cuenta que el servicio también siempre trae una realidad de cruz. Tal vez por la incomprensión, por aquellas que no salen como uno lo esperaba. La cruz forma parte del servicio y la recompensa es Dios, no podemos pretender otra cosa.
Hacer bien lo que tenemos que hacer es una recompensa en sí misma.
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