27/06/2022 – El discípulo no tiene donde reclinar la cabeza: estar desprendido de las cosas poniendo la prioridad en Dios. El desapego no es indiferencia, no es que las cosas no tengan importancia. No se trata de desprecio sino de ganar libertad priorizando los valores, poniendo en el centro a Dios:
“Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla. Entonces se aproximó un escriba y le dijo: «Maestro, te seguiré adonde vayas». Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre». Pero Jesús le respondió: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos». Mt 8, 18-22
“Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla. Entonces se aproximó un escriba y le dijo: «Maestro, te seguiré adonde vayas». Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre». Pero Jesús le respondió: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».
Mt 8, 18-22
El Evangelio nos presenta a personas que pretenden seguir al Señor. Las disposiciones de este nuevo discípulo parecen excelentes: te seguiré a dondequiera que vayas, le dice al Maestro. Y ante esta muestra de generosidad, el Señor quiere dejarle claro el género de vida que le espera si de verdad le sigue, para que luego no sienta haber sido engañado. La misión de Cristo es un ir hacia adelante constante y con confianza, aunque parezca que el escenario no es el mejor, Él nos cuida. No hay que detenerse en la marcha, la misión es la que determina el norte, lo importante es ir con Él y en el camino Él va ir dando lo que necesitamos.
La misión es un ir constante, predicando el Evangelio y dando la salvación a todos, el discípulo no tiene dónde reclinar la cabeza. Así ha de ser la vida de los que le sigan: han de estar desprendidos de las cosas, de los afectos, de las personas, no por desprecio ni por una desvalorización de lo material, sino por una prioridad de lo más importante sobre lo que no es tanto. Vivir desprendido no implica vivir desentendidos. El desapego no es indiferencia de no importarte sino para ganar libertad. Con tu pequeño sí dicho en libertad, el Señor la amplifica para que crezca en este vínculo de gratuidad entre Él y nosotros, sólo por un signo que sella esta relación, la presencia de un amor que atrae y que libera el camino.
Al segundo, es el mismo Señor quien le llama: Sígueme, le dice. Este posible discípulo que es invitado a seguir de cerca al Maestro quiere oír la llamada, pero no inmediatamente; piensa en un tiempo más oportuno, porque lo retiene un asunto de familia. Sí, pero… Como cuando uno se excusa tras una sorpresa. No se da cuenta de que, cuando Dios llama, ese es precisamente el momento más oportuno, aunque en apariencia, miradas con ojos humanos las circunstancias que rodean una vocación, puedan encontrarse razones que aconsejen dilatar la entrega para más adelante. Dios nunca es inoportuno sino que es en el momento justo. A nosotros nos puede parecer inoportuno, pero cuando es Dios realmente el que llama es el mejor y el más pleno momento. Jesús invita a no demorar la respuesta. En términos bíblicos le llamamos “kairós” el tiempo de Dios, que es diferente del crono, que sería el del reloj. Kairos es el tiempo de Dios, en el que Dios interviene, el Dios providente al que nada se escapa de su mirada.
Dios tiene unos planes más altos para el discípulo y para quienes, aparentemente, saldrían perjudicados por su marcha. Tiene todo dispuesto desde la eternidad para que de esa elección resulte el bien de todos. La disponibilidad de quien siga a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones. Dilatar la entrega ante Jesús que pasa a nuestro lado puede significar que más tarde, cuando intentemos de nuevo darle alcance, ya no lo encontramos. Salvo que el Señor haga una nueva pasada, que suele ocurrir. El Señor sigue su camino. Es grave ceder a la «tentación de las dilaciones» ante la entrega que pide Cristo. Es ahora, kairós, el tiempo en el que Dios interviene que es el mejor tiempo. Cuando uno dilata la decisión se deja ganar por la fantasía de que un tiempo mejor vendrá. Jesús pasa y el tiempo es este, no hay tiempo que perder. El Señor te está llamando, y hay que dar un paso para adelante. Es con vos con el que el Señor quiere tener un trato especial en este día.
Dios nos llama, a cada uno en unas peculiares circunstancias. Veamos hoy en nuestra oración si estamos respondiendo con prontitud y sin condiciones a la peculiar vocación que Cristo nos ha dado.
La llamada del Señor siempre urge porque la mies es mucha y los operarios son pocos. Y hay mieses que se estropean porque no hay quien las recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner «peros» a la entrega, todo es lo mismo. En el Evangelio de San Lucas, en el texto paralelo a este Jesús le dice al tercer discípulo: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano en el arado; no se puede volver la cara atrás después de la llamada del Señor. Para ser fieles, y felices, es preciso tener siempre los ojos fijos en Jesús, como el corredor que, iniciada la carrera, no se distrae en otros asuntos: solo le importa la meta; como el labrador que se fija en un punto de referencia y hacia él dirige el arado. Si mira atrás, el surco le sale torcido.
A veces, la tentación de mirar atrás puede llegar a causa de las propias limitaciones, del ambiente que choca frontalmente con los compromisos contraídos, de la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona; en otras ocasiones puede llegar esa tentación a causa de la falta de esperanza, al ver la santidad como lejana a pesar de los esfuerzos, de luchar una y otra vez. «Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. —Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no podes, de que quizá no servís, de que te falta experiencia de la vida. En las situaciones, que pueden cargarse de añoranzas, debemos mirar a Cristo que nos dice: Sé fiel, sigue adelante. Y siempre que nuestra mirada se dirige a Jesús adelantamos un buen trecho en el camino. «No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás».
«Mirar atrás -enseña San Atanasio- no es sino tener pesares y volver a tomarle gusto a las cosas del mundo». Es la tibieza, que se introduce en el corazón de quien no tiene los ojos puestos en el Señor; es no haber llenado el corazón de Dios y de las cosas nobles de la propia vocación.
Mirar atrás, a lo que se dejó, «a lo que pudo ser», con nostalgia o tristeza puede significar en muchos casos romper la reja del arado contra una piedra, o por lo menos que el surco, la misión encomendada, salga torcido.
Nosotros queremos solo tener ojos para mirar a Cristo y todas las cosas nobles en Él. Por eso podemos decir con el Salmo: El Señor es mi lote y mi heredad. Me enseñarás el sendero de mi vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (Sal 15, 11.). «El sendero de la vida» es la propia vocación, que debemos mirar con amor y agradecimiento.
Virtudes que sostienen nuestro camino hacia el Señor
El hombre se define por la vocación recibida. Cada hombre es aquello para lo que Dios lo ha creado, y la vida humana no tiene otro sentido que ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. «El hombre se realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios». Todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a reconocerlo como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal, a la oración; una llamada a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirlo, a tomar decisiones teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de manera radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que conozcan a Dios; una llamada para entender que esto se ha de realizar en la propia vida, según las condiciones en las que Dios ha colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponde desarrollar.
La fidelidad a la propia vocación lleva consigo responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de la vida. Habitualmente se trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las alegrías y penas que conlleva toda existencia, de rechazar con firmeza aquello que de alguna manera signifique mirar donde no podemos encontrar a Cristo. La fidelidad se apoya en una serie de virtudes esenciales, sin las cuales se haría difícil o imposible seguir al Maestro: la humildad para reconocer que –como aquella estatua colosal de la que nos habla el Libro de Daniel tenemos los pies de barro; la prudencia y la sinceridad, que son consecuencias de la humildad; la caridad y la fraternidad, que impiden encerrarnos en nosotros mismos; el espíritu de mortificación, que lleva a la templanza, a la sobriedad, a la lucha contra la comodidad y el aburguesamiento, a no buscar compensaciones, que acabarían resultando amargas, pues alejan del Señor; el espíritu de oración, que nos lleva a tratar a Dios como a un Amigo, como al Amigo de toda la vida. «El que no deja de ir adelante –enseña Santa Teresa–, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración».
Le decimos al Señor que queremos ser fieles, que no deseamos otra cosa en la vida que seguirlo de cerca en las horas buenas y en las malas. Él es el eje alrededor del cual gira nuestra vida, es el centro al que se dirigen todas nuestras acciones. Señor, sin Ti nuestra vida quedaría rota y descentrada.