Sin máscaras

martes, 23 de agosto de 2022

23/08/2022 – Jesús se muestra intolerable frente a la hipocresía, una máscara que se ponen los fariseos para no ser descubiertos en su corrupción. Buscan hacerse fuertes desde el lugar en donde están parados.

 

¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello! ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera.

San Mateo 23,23-26

No soporta Jesús el mundo de las apariencias ni de las máscaras, y eso es la hipocresía una máscara que se ponen los escribas y fariseos para no ser descubiertos en su falacia y en su mentira, en su corrupción. Así los escribas y fariseos se constituyen en farsantes de las cosas de Dios y buscan hacerse fuertes desde el lugar donde están parados. Jesús les advierte que ese modo de ser no ayuda para nada a transparentar el verdadero rostro de Dios. De ahí viene la crítica y la confrontación. No se presenta de la mejor forma el rostro de Dios sino en lo simple, lo sencillo y lo auténtico.

Se podría decir que en el mundo de escribas, fariseos y legalistas, en la imagen ocultan lo que son, hay autorreferencialidad como dice Francisco, de modo que ni Dios mismo entra en esos esquemas tan cerrados. A modo tal que se decía burlonamente de ellos en la época, que la ley venía a ordenar a Dios de modo que todo estaba normado incluso el mismo Dios. La ley se constituye en un resguardo para crear un sistema en sí mismo blindado el poder.

El Señor Jesús va por el camino de la salida y del encuentro. Por eso la ira de Jesús al encontrarse con que el Templo es un lugar de falacias y de comercios, por eso entra con un látigo diciendo “la casa es casa de mi Padre y ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Así también el rostro de la autoridad del tiempo que desfigura el rostro auténtico de Dios. A veces nos pasa también a nosotros como Iglesia, tan encerrados en nuestros propios esquemas, lejos de la gente, críticos en nuestros modos y con un lenguaje apartado de lo que el pueblo reclama como mensaje auténtico de Dios. También podemos sentirnos identificados con esta crítica de Jesús, en donde el rostro aparente oculta el modo real.

Por eso la decisión de Jesús de ir a este territorio de confrontación para poner las cosas en su lugar. En nuestro mundo contemporáneo encontramos un montón de figuras de héroes que buscan constituir lo humano como absoluto, y si bien es cierto que Dios nos revela su misterio inmenso de la humanidad donde muestra su grandeza, no es acabado. Los superhéroes que nacen de la voluntad de poder capaz de todo es de alguna manera lo que encontramos como presencia, por así decirlo, de fariseos y de escribas que en el tiempo de Jesús criticaban al Maestro.

En las cosas simples y sencillas saliendo de nosotros mismos para que Dios se manifieste en lo simple y en lo cotidiano. Jesús a éstos que se la creen los devuelve a tierra, revelándoles la hipocresía que oculta su verdad. Saquémonos los disfraces de gente importante, revistamonos de gente simple, así como somos, y seguramente descubriremos lo que Dios soñó con nosotros.

De una u otra manera, Dios supera las apariencias, y mira más allá poniendo el foco en lo que en verdad es.
La autorreferencialidad

Dice el Papa Francisco en Evangelli Gaudium 93-97. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: « ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».

Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.

Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.

En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo que habría que hacer» —el pecado del «habriaqueísmo»— como maestros espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel.

Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!