25/11/2015 – Jesús dijo a sus discípulos: «Los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.
Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre.Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.Gracias a la constancia salvarán sus vidas.»
Lc 21, 12-19
¡Bienvenidos a la #Catequesis! Junto al P. Daniel Cavallo, desde San Francisco, compartimos: ¿Quién es tu defensa personal en la vida? Posted by Radio María Argentina on miércoles, 25 de noviembre de 2015
¡Bienvenidos a la #Catequesis! Junto al P. Daniel Cavallo, desde San Francisco, compartimos: ¿Quién es tu defensa personal en la vida?
Posted by Radio María Argentina on miércoles, 25 de noviembre de 2015
Éstos días, la liturgia nos presenta texto apocalípticos que hablan del termino de la vida. Sabemos que todo en nuestra vida pasa, aún las situaciones de dolor. Que la Palabra de Dios adquiera esta expresión apocalíptica no es para sembrar miedo ni terror, sino para ayudarnos a una reflexión profunda sobre el sentido último de las cosas.
Jesús indica a los discípulos que no deben prepararse para sufrir pestes o terremotos sino otros, como los desprecios, las burlas… porque indentificarse con Cristo implica esa incomprensión porque la fe implica algo desconocido por el mundo. Por eso muchas veces aparecen estas situaciones de persecución, quizás ridiculizando. Jesús invita a los creyentes a que esas ocasiones sean una oportunidad para anunciar la belleza de la fe. Esa confesión de la propia fe en los momentos difíciles, es ante todo obra de Dios. Él sólo necesita un discípulos dispuesto y valiente. Estas burlas no suelen venir de lugares extraños sino de la propia familia y entre los amigos del corazón. En éstas ocasiones es importante aferrarse a lo importante, lo que le da el sentido más profundo de la vida. Manifestar lo que creemos, aunque ellos lo rechacen, será una manera de amarlos en serio.
Jesús nos dice que esas tormentas que tenemos que soportar no nos llevan a la muerte. Jesús es quien nos da esa fortaleza, que es la esperanza que no defrauda porque Dios habita en nuestros corazones.
El 30 de noviembre del 2007, el Papa Benedicto XVI, en medio de tiempos también muy complejos, nos regaló esa carta encíclica “Salvados en la esperanza”: La fe es esperanza. En la esperanza fuimos salvados.
Según la fe cristiana, la « redención », la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata? Antes de ocuparnos de estas preguntas que nos hemos hecho, y que hoy son percibidas de un modo particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con un poco más de atención el testimonio de la Biblia sobre la esperanza. En efecto, « esperanza » es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras « fe » y « esperanza » parecen intercambiables. (…) El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. San Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo « ni esperanza ni Dios » (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban « sin Dios » y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. « In nihil ab nihilo quam cito recidimus » (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos)[1], dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería. En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: « No os aflijáis como los hombres sin esperanza » (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una « buena noticia », una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo « informativo », sino « performativo ». Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva.
Según la fe cristiana, la « redención », la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?
Antes de ocuparnos de estas preguntas que nos hemos hecho, y que hoy son percibidas de un modo particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con un poco más de atención el testimonio de la Biblia sobre la esperanza. En efecto, « esperanza » es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras « fe » y « esperanza » parecen intercambiables. (…) El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. San Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo « ni esperanza ni Dios » (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban « sin Dios » y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. « In nihil ab nihilo quam cito recidimus » (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos)[1], dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería. En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: « No os aflijáis como los hombres sin esperanza » (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una « buena noticia », una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo « informativo », sino « performativo ». Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva.
La esperanza es la virtud de los tiempos difíciles, decía el Cardenal Pironio. Es en los tiempos difíciles, cuando todo se mueve a nuestro alrededor comunitariamente, socialmente o incluso en el mundo, en donde todo parece aterrador donde esta virtud entregada por Dios a quien lo pide viene a asistir y sostener. Es la virtud de los tiempos difíciles porque nos permite ver más allá de la realidad tan compleja. Así la esperanza se convierte en esta perla preciosa por lo cual vale la pena dejarlo todo. El reino de los cielos para nosotros es ésto que nos toca vivir aquí, pero con la esperanza de lo que vendrá. Cuando la madre ha parido ya no se acuerda más del dolor porque algo nuevo ha surgido, dice San Pablo.
Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una santa de nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar por primera vez y realmente a este Dios. Me refiero a la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II.
Nació aproximadamente en 1869 –ni ella misma sabía la fecha exacta– en Darfur, Sudán. Cuando tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como esclava al servicio de la madre y la mujer de un general, donde cada día era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida. Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los terribles « dueños » de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a conocer un « dueño » totalmente diferente –que llamó « paron » en el dialecto veneciano que ahora había aprendido–, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo.
Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un « Paron » por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el « Paron » supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba « a la derecha de Dios Padre ». En este momento tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa.
A través del conocimiento de esta esperanza ella fue « redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios. Así, cuando se quiso devolverla a Sudán, Bakhita se negó; no estaba dispuesta a que la separaran de nuevo de su « Paron ». El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la primera Comunión de manos del Patriarca de Venecia. El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las hermanas Canosianas, y desde entonces –junto con sus labores en la sacristía y en la portería del claustro– intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había « redimido » no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos.
Padre Daniel Cavallo
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