Su nombre es Juan

jueves, 24 de junio de 2021

24/06/2021 – Compartimos la fiesta del nacimiento de Juan el Bautista. La palabra de Dios, San Lucas 1,57-66.80, hoy nos convoca para poner la mirada en San Juan, el último profeta del Antiguo Testamento y el primero del Nuevo Testamento. EL profeta es la boca de Dios, el que habla en nombre de Dios, por eso Juan va a decir yo soy una voz en el desierto.

 

Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: “No, debe llamarse Juan”. Ellos le decían: “No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre”. Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: “Su nombre es Juan”. Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: “¿Qué llegará a ser este niño?”. Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.

San Lucas 1,57-66.80.

 

 

 

“El Señor desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre” (Is 49, 1).

Celebramos hoy la natividad de san Juan Bautista. Las palabras del profeta Isaías se aplican muy bien a esta gran figura bíblica que está entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el gran ejército de profetas y justos de Israel, Juan “el Bautista” fue puesto por la Providencia inmediatamente antes del Mesías, para preparar delante de él el camino con la predicación y con el testimonio de su vida.

“Juan es su nombre” (Lc 1, 63). A sus parientes sorprendidos Zacarías confirma el nombre de su hijo escribiéndolo en una tablilla. Dios mismo, a través de su ángel, había indicado ese nombre, que en hebreo significa “Dios es favorable”. Dios es favorable al hombre: quiere su vida, su salvación. Dios es favorable a su pueblo: quiere convertirlo en una bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la humanidad: guía su camino hacia la tierra donde reinan la paz y la justicia. Todo esto entraña ese nombre: Juan.

Juan Bautista era el mensajero, el precursor: fue enviado para preparar el camino a Cristo.

San Juan Bautista es ante todo modelo de fe. Siguiendo las huellas del gran profeta Elías, para escuchar mejor la palabra del único Señor de su vida, lo deja todo y se retira al desierto, desde donde dirigirá la invitación a preparar el camino del Señor (cf. Mt 3, 3 y paralelos).

Es modelo de humildad, porque a cuantos lo consideran no sólo un profeta, sino incluso el Mesías, les responde: “Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias” (Hch 13, 25).

Es modelo de coherencia y valentía para defender la verdad, por la que está dispuesto a pagar personalmente hasta la cárcel y la muerte.

 

Un profeta

San Juan Bautista es un profeta, un gran hombre que luego termina como un hombre pobre.

¿Quién es por lo tanto Juan? Él mismo lo explica: “Yo soy una voz, una voz en el desierto”, pero es una voz sin la Palabra, porque la Palabra no es Él, es Otro. He aquí, pues lo que es el misterio de Juan: Nunca se apodera de la Palabra. Juan es el que significa, el que señala. El sentido de la vida de Juan es indicar a otro. Juan era el hombre de la luz, llevaba la luz, pero no era su propia luz, era una luz reflejada. Juan es como una luna, cuando Jesús comenzó a predicar, la luz de Juan comenzó a declinar.

Juan parece ser nada. Esa es la vocación de Juan: desaparecer. Y cuando contemplamos la vida de este hombre, tan grande, tan poderoso –todos creían que él era el Mesías–, cuando contemplamos esta vida, cómo desaparecía hasta llegar a la oscuridad de una prisión, contemplamos un gran misterio. No sabemos cómo fueron los últimos días de Juan. No lo sabemos. Sólo sabemos que fue asesinado, su cabeza en una bandeja, como el gran regalo de una bailarina a una adúltera. Creo que no se puede ir más abajo, desaparecer.

En la cárcel Juan tiene dudas, tenía una angustia y había llamado a sus discípulos para que vayan donde Jesús a preguntarle: “¿Eres Tú, o debemos esperar a otro?”. Este fue justamente la oscuridad, el dolor de su vida. Ni siquiera de esto se salvó Juan.

La Iglesia existe para anunciar, para ser la voz de la Palabra, de su esposo, que es la Palabra. Y la Iglesia existe para anunciar esta Palabra hasta el martirio. Martirio precisamente en las manos de los soberbios, de los más soberbios de la Tierra. Juan podía volverse importante, podía decir algo acerca de sí mismo. Pero solamente indicaba, se sentía la voz, no la Palabra. Es el secreto de Juan. Es el hombre que se negó a sí mismo, para que la Palabra crezca.

Dice el Papa Francisco: La Iglesia debe escuchar la Palabra de Jesús y hacerse su voz, proclamarla con coraje. Esta es una Iglesia sin ideologías, sin vida propia: la Iglesia que es el mysterium lunae, que tiene la luz de su Esposo y debe disminuir, para que Él crezca.

Este es el modelo que Juan nos ofrece hoy, para nosotros y para la Iglesia. Una Iglesia que esté siempre al servicio de la Palabra. Una Iglesia que nunca tome nada para sí misma.

 

Fuente: Homilía Juan Pablo II, 24 de Junio de 2001