Su Palabra señala mi camino. La obediencia.

viernes, 4 de abril de 2008
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“Les aseguro”, les decía Jesús a los judíos, “que el que es fiel a mi palabra no morirá jamás”.  Los judíos le dijeron:  “Ahora si estamos seguros de que estás endemoniado.  Abraham murió, los profetas también y tú dices, el que es fiel a mi palabra no morirá jamás.  ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió?.  Los profetas también murieron, ¿qué pretendes ser tú?”.  Jesús respondió:  “Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada.  Es mi Padre el que me glorifica, el mismo que ustedes llaman nuestro Dios, y el que sin embargo no conocen.  Yo lo conozco, y si dijera; “no lo conozco”, sería como ustedes, un mentiroso.  Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra.  Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi día.  Lo vio y se llenó de alegría”.  Los judíos le dijeron: “todavía no tienes cincuenta años; ¿y has visto a Abraham?”.  Jesús respondió:  “les aseguro que desde antes de que naciera Abraham, Yo soy”.  Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús, se escondió y salió del templo.

Juan 8; 51 – 59

La invitación de Jesús es clara. A guardar la Palabra. La Palabra es Él mismo. A guardar el vínculo con él. Por eso el que cree en Él tiene vida. El que no cree, no tiene vida. Guardar la Palabra para tener vida. Esta sería como la invitación que nos hace, hoy el Señor, saliendo a nuestro encuentro, en este evangelio bellísimo, de san Juan. Si nosotros tuviéramos que buscar un lugar donde observar, ¿Cómo es esto de guardar la palabra? ¿Cómo se hace para hacerlo? Y ¿qué significa hacerlo? En María encontramos la referencia.

Ella canta la grandeza del Señor.

Y su espíritu se alegra de gozo en Dios su salvador.

Ella es el modelo a seguir.

En Lucas 2, 19 dice así: María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.

En Lucas 2, 51 repite esta expresión, el tercero de los evangelistas. Su Madre conservaba, guardaba, todas estas cosas en su corazón. Las guardaba y las conservaba, meditándolas.

Rumiándolas, dejándola a la palabra que vaya empapando la tierra de su corazón, para producir mucho fruto. Como la llovizna que cae durante el día y que penetra lentamente la tierra hasta lo más hondo de ella. Como el rocío de la mañana, que empapa también la tierra. Así es la palabra que viene a nosotros.

Y la actitud nuestra como la de la tierra, sedienta, de agua, necesitada de ser regada. Nosotros nos abrimos para recibirla. Esta es la actitud mariana. Es una actitud silenciosa. Orante, contemplativa. Guardar en el corazón y meditar es entrar en esta dimensión de mirada contemplativa, orante, silenciosa y obediente. A hacer lo que Él diga.

Como el mismo evangelio de Juan 2, 1 – 11: “Hagan lo que Él les diga”.

María medita la palabra, la contempla, la reza en silencio. Deja que penetre en su corazón, decíamos. Como la llovizna tenue. Para vivir de la palabra. Para hacer lo que la palabra sugiere. Suscita, indica.

Hoy en el evangelio de Jn, 8, se nos dice; “si alguno guarda mi palabra, no morirá jamás”. Nosotros queremos vivir. Y no así, a medias.

Anhelamos en lo más hondo de nuestro corazón la vida, y en plenitud.

La vida con mayúscula. La vida, vivida con intensidad. La vida que, ordenada, armónica, en comunión con las personas a las que amamos.

¿Desde dónde podemos anhelar y soñar un proyecto de vida armonioso, convivencialmente armónico. ¿Desde dónde podemos anhelar una vida en el trabajo, bien sostenida, con capacidad de desarrollo y crecimiento, con posibilidades de revertir, lo que en justicia, en la sociedad hace falta revertir, y con nuestro compromiso personal, puesto sobre ello, cuidando nuestros vínculos primarios, familiares. Lo podemos soñar desde la Palabra. Desde ella, que produce fruto. Por sí misma.

Sea que nosotros, dice la palabra, estemos despiertos, o dormidos. Porque es penetrante. Y tiene la fuerza de transformar lo que toca. La palabra da vida. Mucha vida.

Una expresión en torno a esto, la acerca Jesús en el mismo evangelio de san Juan, 11, 25 “Yo soy la Resurrección y el que cree en mí, aunque muera, vivirá”. El que cree en la Palabra vive, tiene vida para siempre. Y en Juan 5, 25-28, en este mismo sentido, Jesús afirma: “En verdad les digo, llega la hora, y ya estamos en ella, en este tiempo, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivirán”. ¡Qué hermoso, qué belleza!

A veces nosotros entramos en contacto con la cultura de la muerte, y nos espantamos de ver, como contaba hoy la radio tempranito en una emisora hermana de aquí de Córdoba, a jóvenes que en una avenida importante de nuestra ciudad en contramano, desafiando la vida, enfrentaban situación de muerte. Y esto que sólo sirva como un icono de la cultura de la muerte.

Hermoso poder encontrar que hay una forma de afrontar este icono que representa muchas otras formas de muerte, y que podemos pensar en vida nueva. “Llega la hora en que todos los que escuchen esta Voz, la de la Palabra, vivirán”.

Yo creo que por esto, nos gusta sintonizar la radio, esta radio. Porque además de informar, divertirnos, además de hacernos reír, profundizar, reflexionar, proyectar, tocar los temas necesarios que hacen a la vida de todos los días en el ámbito familiar, juvenil. En el ámbito del arte, de la cultura, del deporte, de la ciencia, en la vida personal, en la vida de la fe, lo más rico que tiene nuestra radio es que pone así, sin ninguno tipo de mediación, sino sólo la que ofrece el instrumento de ser radio, la PALABRA en el oído de los oyentes. La PALABRA DE DIOS.

Es hermoso escuchar de los oyentes decir “esta radio me da vida”, no, no, no es la radio. La radio es un instrumento. Es la PALABRA LA QUE DA VIDA a través de esta radio. Es la Palabra que hace realidad esto que dice Jesús “en verdad, en verdad les digo, llega la hora, y estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan, vivirán”.

Contanos como fue que vos fuiste sacado de la muerte, cuando escuchaste esta voz, la de la Palabra, y que te dio Vida nueva.

La Palabra de Dios es vida, da vida. La Palabra de Dios rescata de la muerte.

¿De qué lugares de muerte la Palabra te sacó? ¿De la muerte de la separación, de la muerte del olvido? ¿De la muerte de la autoagresión, de la muerte de la angustia, de la muerte de la tristeza? ¿De la muerte de no saberte amado, amada, del desamor? ¿De la muerte que genera el egoísmo, de la muerte de la soberbia, de la muerte de la vanidad? ¿De qué muerte la Palabra te rescató?

La Palabra da Vida.

El que escucha mi Palabra, dice Jesús y la guarda, no verá nunca más la muerte. Nosotros somos testigos de que la Palabra no solamente ilumina, sino que da Vida.

El tiempo de la Cuaresma, que estamos viviendo, es un tiempo oportuno para renovar nuestro vínculo con la Palabra de Dios. Qué bueno tenerla en la mesita de luz. Y cuando nos levantamos, leerla. Cuando nos vamos a dormir, dormir en ella. Iniciar la jornada con su Presencia, terminar nuestro día, reposando sobre ella.

La Palabra de Dios, con la que somos invitados a renovar vínculo, impide que hagamos experiencia con lo más doloroso de la vida humana: la muerte. La Palabra, aún cuando algo termina en nuestra vida, nos sostiene en la vida, y hace que nada se termine sino que todo se transforme o empiece de nuevo.

Si alguno guarda mi Palabra no probará la muerte, dice Jesús.

El lugar más claro donde aparece esta actitud Mariana, de guardar la Palabra, es el canto del Magníficat. Analizado por los que entienden y saben del estudio bíblico, podemos encontrar en el canto del Magníficat, como un borbotón de palabras que brotan del corazón, y que están en la Escritura. En María se da aquello que Jesús dice en el Evangelio “de lo que abunda en el corazón habla la boca”.

En el corazón de María abunda la Palabra de Dios, y a la hora de cantar la grandeza del Señor y de alegrarse su espíritu en Dios, su Salvador, María en el Magníficat elabora un poema cantado, que es todo un entrelazado de palabras que están en la Escritura, y que expresan, de algún modo, su sentir profundo de gozo, de alegría, de desconcierto y de confianza.

María es la fiel escucha de la Palabra y su Hijo Jesús ha mamado de su seno, esta obediencia también.

Escuchar la Palabra, meditarla y guardarla, hacernos a ella, es ser obedientes a lo que la Palabra sugiere dejarnos llevar y conducir, por lo que trae su mensaje.

Escuchar la Palabra con un corazón obediente, al modo de Jesús, hasta el final, hasta la muerte. En Filipenses 2, 8, se nos dice “con lo que Cristo padeció, experimentó la obediencia y llegando a la perfección se hizo causa de Salvación para todos los que lo obedecen”.

Es en la obediencia, donde nosotros recibimos la Gracia de Vida que trae la Palabra. Es en la obediencia, la Palabra proclamada y recibida, escuchada, meditada, guardada, y obedientemente seguimos lo que ella nos sugiere.

En la escucha obediente de Jesús está como el fundamento del Reino “mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”. El desprendimiento de su querer para hacer la voluntad del Padre, es la fuente de la Vida de Jesús en nosotros. “Brotarán de ustedes torrentes de agua viva”, dice Jesús. Y es en realidad, su corazón abierto de donde brota Sangre y Agua, ese torrente que llega hasta nosotros en la medida que nos vamos haciendo uno con Jesús.

Jesús se desprende de su querer, y su querer pasa a ser la voluntad del Padre. “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”. No he venido a hacer mi voluntad, sino la suya. Cuando está en el momento más duro, más difícil, en el Getsemaní, Jesús lo dice también claramente “no se haga mi voluntad, se haga Tu voluntad”.

Hay una página bella de los padres de la Iglesia, que la trae Raniero Cantalamessa, (un libro que lo recomiendo sobre todo para los consagrados), se llama “Obediencia”. Y en la página 15, Raniero trae un texto de san Ireneo. Hablando a cerca de qué es esto de la obediencia en Jesús a la Palabra. En Él, la obediencia a la Voluntad del Padre es la que da vida. Dice san Ireneo; “aquél pecado surgió en virtud del leño. Es abolido también mediante la obediencia del leño. Ya que obedeciendo a Dios, el Hijo del hombre fue elevado en el madero, destruyendo la ciencia del mal, en introduciendo, y haciendo penetrar en el mundo, la ciencia del bien. El mal, es desobedecer a Dios. Al igual que obedecer a Dios, es el bien.

Por esta razón, dice el Verbo, por boca del profeta Isaías; “yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, y mi mejilla a los que mesaban mi barba. Mi rostro, no lo quité, a los insultos y a los salivazos”. Así, dice san Ireneo, en virtud de esa obediencia, que prestó hasta la muerte, colgado del madero, borró la antigua desobediencia, que tuvo lugar también en un madero”.

¿Cuáles son las razones por las que podemos obedecer?

Dice san Ireneo. Podemos obedecer por miedo al castigo. Así lo hacen los esclavos. Podemos obedecer por el deseo del premio. Así lo hacen los mercenarios. O podemos obedecer por amor. Así lo hacen los hijos.

Éste es el estilo de Jesús, la obediencia es de Hijo que ama al Padre y quiere hacer lo que el Padre le pide. Es la que nos propone Jesús a nosotros. Una obediencia que nace de la escucha de la Palabra, meditada, rumiada, reflexionada, hasta que se haga vida porque seguimos aquello que la Palabra nos indica.

Jesús obedeció y se entregó en el momento más difícil: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?”

Pero según Lucas, añadió después de esta expresión; “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Siente la ausencia, y se entrega desde ese lugar, el más doloroso, por el que Jesús atraviesa, mucho más que los clavos, mucho más que las lanzadas, mucho más que las escupidas, mucho más que la corona de espinas, mucho más que la flagelación… Jesús padece la sombra que padece en su alma, en su interior, la ausencia del Padre.

La obediencia está unida a la fe. Ya que la obediencia es particularmente a Dios. No obedecemos a una ley. No obedecemos a un precepto. Ni a una serie de normas; ni a una forma de pensar. No es una obediencia ideológica, ni tampoco moralista, la que nosotros prestamos desde el creer, sino que es una obediencia a Dios. Al estilo de Abraham.

Por la fe, dice Hebreos, 11.8, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció. Hizo lo que Dios le pidió. Sal de tu tierra. Estaba viejo, no tenía hijos, y llevado por la promesa de Dios, ya aunque establecido sobre su terruño, Abraham se anima a ir, con todo lo que suponía salir de su propia tierra, a una tierra que Dios lo invitaba a ir.

Este creer, dice san Ireneo, es hacer la voluntad de Dios. Por eso obedecer y creer, van de la mano.

En realidad, los mismos términos en que se expresa la obediencia, están emparentados a la fe. Ap-audire, prestar oído, o también, dejarse persuadir. Fiarse o confiarse. Obedecer es eso, entregarse. Y creer que aquello que me pide Dios, en su mensaje, en su Palabra, es para mi camino.