25/08/2025 – Jesús denuncia con fuerza la hipocresía de los fariseos y nos invita a vivir en la verdad que nos hace libres. Sólo despojándonos de nuestras máscaras podremos experimentar la libertad que Cristo nos ganó y abrirnos al amor del Espíritu Santo.
«¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran.¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para conseguir un prosélito, y cuando lo han conseguido lo hacen dos veces más digno de la Gehena que ustedes! ¡Ay de ustedes, guías, ciegos, que dicen: ‘Si se jura por el santuario, el juramento no vale; pero si se jura por el oro del santuario, entonces sí que vale’! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante: el oro o el santuario que hace sagrado el oro? Ustedes dicen también: ‘Si se jura por el altar, el juramento no vale, pero vale si se jura por la ofrenda que está sobre el altar’. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar que hace sagrada esa ofrenda? Ahora bien, jurar por el altar, es jurar por él y por todo lo que está sobre él. Jurar por el santuario, es jurar por él y por aquel que lo habita.Jurar por el cielo, es jurar por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él. San Mateo 23,13-22
En el Evangelio según san Mateo (23,13-22), Jesús dirige duras palabras a los escribas y fariseos: los acusa de ser guías ciegos, de cerrar el Reino de los Cielos, de imponer cargas insoportables que ellos mismos no cumplen, y de valorar más lo externo —el oro o las ofrendas— que lo que realmente da sentido: el santuario y el altar.
No se trata de un simple reproche. Jesús desenmascara la incoherencia de quienes, en lugar de servir, se sirven de la religión. Les preocupa más la apariencia que la verdad del corazón. En vez de guiar al pueblo hacia Dios, lo confunden y lo esclavizan.
Jesús no rechaza la ley, pero sí la coloca en su justo lugar. La letra por sí sola no salva; lo esencial es el amor y la justicia que vienen de Dios. Quien vive aferrado al legalismo se encierra en sí mismo, buscando perfección aparente y olvidando la relación filial con el Padre.
Cristo, en cambio, nos regala la verdadera libertad: la de los hijos de Dios. Antes de pedirnos algo, Él nos ofrece su amor, su Espíritu y su gracia. Esa certeza nos permite responder con confianza y fidelidad, ya no como esclavos de normas rígidas, sino como hijos que se saben amados y acompañados.
“Conóceme, Señor, para que yo te conozca”, decía san Agustín. La autenticidad comienza por aceptar nuestra propia verdad: quiénes somos, qué deseamos, cuáles son nuestras debilidades y esperanzas. Si vivimos ocultos tras una máscara, ni siquiera podremos encontrarnos con Dios, porque le estaríamos mostrando una apariencia y no nuestra realidad.
En la oración podemos ser completamente sinceros. Dios no se escandaliza de nuestras miserias ni de nuestras luchas. Nos invita a presentarnos tal como somos, sin disimulos, para dejarnos transformar por su amor.
Nuestra vida cotidiana suele estar llena de disfraces. A veces mostramos una fuerza que no tenemos, ocultando miedos e inseguridades. Otras veces aparentamos bondad para agradar a todos, pero terminamos agotados y resentidos. También está la máscara de la serenidad absoluta, como si nada nos afectara, mientras guardamos dentro enojo y dolor.
Detrás de cada máscara hay un miedo: a no ser aceptados, a mostrar vulnerabilidad, a decepcionar a los demás. Pero vivir disfrazados es injusto con nosotros mismos y con Dios. Los demás no amarían a la persona que somos en verdad, sino sólo a la fachada que presentamos.
El Espíritu Santo, en cambio, nos invita a despojarnos de esas máscaras y a dejarnos amar tal como somos. Él no destruye nuestra identidad, sino que la embellece desde dentro, haciéndola reflejo de la verdad y la libertad de Dios.
Jesús denuncia la hipocresía porque quiere corazones libres y auténticos. Ser discípulo suyo es atreverse a caminar sin máscaras, con la confianza de que Dios nos ama como somos y nos transforma con la fuerza de su Espíritu. Sólo así podremos vivir con alegría, sin miedo, y abrir para todos la puerta del Reino.