Testigos del invisible

viernes, 2 de enero de 2015

 

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02/01/2015 – Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: “¿Quién eres tú?”. El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: “Yo no soy el Mesías”. “¿Quién eres, entonces?”, le preguntaron: “¿Eres Elías?”. Juan dijo: “No”. “¿Eres el Profeta?”. “Tampoco”, respondió. Ellos insistieron: “¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?”.

Y él les dijo: “Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías”. Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: “¿Por qué bautizas, entonces, si tu no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?”. Juan respondió: “Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia”. Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.

San Juan 1,19-28

Qué lindo comenzar el año con esta propuesta del evangelio que es un programa de vida. Somos nosotros quienes tenemos que tomar ubicación en el pesebre de modo que no quede como una hermosa estampa navideña, sino que seamos artífices y partícipes. Somos parte de esa escena viva, de un momento de gracia que cobra vida en nosotros al involucrarnos. En esa escena de Belén se nos proclama esta palabra donde Juan el Bautista tiene que dar explicaciones. Él mismo responde que no es el Mesías ni el profeta. “¿Quién sos? ¿qué dices de tí mismo?”. Sería un ¿cuál es el proyecto que te involucra?.

En esta contemplación del Salvador que está entre nosotros, que está en el pesebre y que lo hemos adorado en estos días… nosotros que le hemos creído… ¿Cuáles son nuestros proyectos? ¿qué tiene que ver con ellos el Dios del pesebre?.

Queremos vivir el año que comienza desde la Providencia de Dios y que sea Él el centro. La obra de Salvación que ha comenzado no puede continuar sin nuestra aceptación y nuestro sí, por eso nos involucramos. La escena del pesebre no cobra vida si yo no estoy presente ni pongo mi vida ahí para que esa obra salvadora también se de en mí. Dios nos lo da todo pero también espera nuestro sí.

La gloria del precursor fue anunciar al pueblo a aquel que existía antes que él y le es muy superior. El Mesías está ya presente, pero no es reconocido. Dar testimonio de Cristo, “el desconocido”, es también la gloria de su discípulo en un mundo que lo necesita a gritos.

El hombre moderno, que ha centrado toda su felicidad egoísta en tener y gastar, es victima de su propio invento: la sociedad de consumo y bienestar. Al comienzo del año todos nos deseamos felicidad. ¿Por qué? Las encuestas recientes arrojan elevados porcentajes de desencanto entre jóvenes y adultos por la sociedad en que vivimos, desilusión ante la gestión política y administrativa, ante la situación económica y cívica: carestía de vida, desempleo, violencia, terrorismo, inseguridad ciudadana, amenaza nuclear, discriminación social, ruptura familiar y conyugal, droga, alcoholismo, delincuencia, hambre incluso. Este desencanto crea tristeza, depresión, malestar, pesadumbre, ansiedad y angustia; es decir, los polos opuestos a la alegría de vivir. Quizá los hombres del tiempo del Bautista no eran tampoco más felices que nosotros. Y por eso Cristo ha venido a vendar los corazones desgarrados. Él es el don del Espíritu, el carisma de la alegría propia de la Navidad. Conocer que Dios está entre nosotros, que Cristo se ha hecho uno de los nuestros, es motivo de optimismo esperanzado para cada uno personalmente y para la comunidad humana y cristiana de la que formamos parte. Por eso San Pablo mandaba a los cristianos estar siempre alegres.

Más que nunca, hoy es necesario el testimonio de la alegría de Cristo para una sociedad con crisis de valores. A un mundo ayuno de espíritu le hace mucha falta una cura de emergencia y un tratamiento intensivo a cargo de quienes llevan o deben llevar consigo el Espíritu de Cristo, para mostrar los auténticos valores espirituales y humanos: desprendimiento y solidaridad, amor y oración, coherencia y responsabilidad, pasión por los derechos humanos, por la verdad y la libertad, compromisos firme con la justicia y la liberación de toda esclavitud y discriminación social, cultural y religiosa. Lo decía el Papa Francisco, la Iglesia tiene que ser ese hospital de campaña donde recibir a los heridos. Se dedica a curar las heridas urgentes no a los pronósticos.

Lo único que puede vencer la insatisfacción profunda del hombre actual es un testimonio personal y comunitario de alegría y esperanza oxigenantes, fundado en la fe en Cristo liberador, presente en nuestro mundo y vivo en los hombres que sufren por cualquier motivo. El testimonio es siempre un impacto que interroga a los que lo ven: ¿Qué secreta esperanza alegra la vida de esta persona o de este grupo de creyentes? Como decía el cardenal Suhard, ser testigo de lo invisible es crear misterio en torno, es hacer que la vida resulte absurda si Dios no existe.

Hay en nuestro mundo una sorda espera y una difusa expectativa, como en el pueblo israelita en tiempos del Bautista, que sólo necesitan al testigo que muestre el motivo y fundamento de una esperanza segura: Cristo Jesús. La mejor disposición para ser testigos de esperanza y fraternidad es vivirlas personalmente por la fe, creyendo en Dios y en el hombre, amando a los hermanos y sirviendo a los más débiles y marginados. Así mostraremos a Cristo, el desconocido, pues él ha querido identificarse con nuestros hermanos, especialmente con los más necesitados.

 

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La misión de la Iglesia es evangelizar

Juan el Bautista conoce su misión. Mucho tiempo de silencio y oración lo ha ayudado a descubrir su interioridad y su verdad. Juan es el testigo, el que prepara los caminos para el Palabra que viene a traernos la luz. “Yo no soy la luz, soy testigo de la luz… yo no soy la Palabra soy una voz que grita en el desierto”. Realmente es un don reconocernos y saber quiénes somos.

El documento de Aparecida nos dice que la misión de la iglesia es evangelizar (30-33) :

La historia de la humanidad, a la que Dios nunca abandona, transcurre bajo su mirada compasiva. Dios ha amado tanto nuestro mundo que nos ha dado a su Hijo. Él anuncia la buena noticia del Reino a los pobres y a los pecadores. Por esto, nosotros, como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras.

La Iglesia debe cumplir su misión siguiendo los pasos de Jesús y adoptando sus actitudes (Cf. Mt 9, 35-36). Él, siendo el Señor, se hizo servidor y obediente hasta la muerte de cruz (Cf. Fil 2, 8); siendo rico, eligió ser pobre por nosotros (Cf. 2 Co 8, 9), enseñándonos el itinerario de nuestra vocación de discípulos y misioneros. En el Evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús pobre (Cf. Lc 6, 20; 9, 58), y la de anunciar el Evangelio de la paz sin bolsa ni alforja, sin poner nuestra confianza en el dinero ni en el poder de este mundo (Cf. Lc 10, 4 ss). En la generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio.

En el rostro de Jesucristo, muerto y resucitado, maltratado por nuestros pecados y glorificado por el Padre, en ese rostro doliente y glorioso 21, podemos ver, con la mirada de la fe el rostro humillado de tantos hombres y mujeres de nuestros pueblos y, al mismo tiempo, su vocación a la libertad de los hijos de Dios, a la plena realización de su dignidad personal y a la fraternidad entre todos. La Iglesia está al servicio de todos los seres humanos, hijos e hijas de Dios.

Que bueno que en este segundo día del año la Palabra de Dios nos haya puesto cara a cara a esta hermosa posibilidad de vivir la Navidad involucrándonos, siendo parte del pesebre, estando junto a María y José hoy, en este tiempo de la historia. Eso es posible cuando tenemos en claro este proyecto en el que Dios nos pensó y a la vez proyectando desde Él en lo que será el año que comienza.

Padre Daniel Cavallo