17/08/2021 – El gozo de encontrar a Dios no es sólo espiritual o mental, también toca las emociones, los afectos, la sensibilidad. Santo Tomás de Aquino enseñaba que “pertenece a la perfección moral que el ser humano sea movido al bien no sólo por el querer espiritual sino también por la potencia de las sensaciones, como lo expresa el Salmo al decir que el corazón y la carne se alegran en el Dios vivo”.
San Agustín lo vivía con pasión, y él nos cuenta cómo era su experiencia interior de gozo ante la hermosura de Dios: “¿Qué es el universo entero, o la inmensidad del mar, o el ejército de los ángeles? ¡Yo tengo sed del Creador, tengo hambre y sed de él”. “Derramaste tu perfume y ahora suspiro por ti. Gusté de ti y ahora tengo hambre y sed de tu sabor. Me tocaste, y ardí en tu paz”. “Cuando amo a Dios amo una luz y una voz, amo un alimento y un perfume, amo un abrazo… Y allí resplandece para mí una luz que no cabe en un lugar. Y suenan voces que el tiempo no arrebata. Se derraman aromas que no se disipan con el aire y hay sabores que no se desgastan. Y se siente un abrazo tan fuerte que no es posible el hastío. Todo eso es lo que amo cuando amo a mi Dios”.
Cuando decía estas cosas, san Agustín sabía que muchos no lo entendían. Por eso agregaba: “Denme un corazón que desee, un corazón hambriento, un corazón que se vea como un exiliado en esta vida, que tenga sed de cielo, que suspire por la fuente de la patria eterna”. El gran místico san Juan de la Cruz explicaba que a veces hasta podemos experimentar una complacencia física, un gozo físico, porque la intensidad de la experiencia interior se derrama, desborda en el cuerpo: “Por cierta redundancia del espíritu, los sentidos y potencias corporales reciben recreación y deleite sensible”.
Mi regocijo. Por eso no decimos solamente que Dios es nuestra alegría, sino también nuestro regocijo. El regocijo es una alegría que toma nuestro ser por entero, y algunas veces en la vida el Señor nos regala esa experiencia: “Mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas. Me harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu presencia” (Sal 16, 9.11). “Mi corazón y mi carne se regocijan por el Dios vivo” (Sal 84, 3). “Yo grito de alegría a tu sombra” (Sal 63, 8). Es lo que vivía María: “Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador” (Lc 1, 47).
Por eso no podemos consentir la tristeza, no conviene que arraigue en nuestro interior. La tristeza siempre debe ser algo pasajero: “La tristeza de ustedes se convertirá en alegría” (Jn 16, 20). Aunque tengamos que sufrir pruebas igual podemos vivirla. Por algo dice la Biblia: “Alégrense intensamente hermanos, cuando se vean sometidos a cualquier clase de pruebas” (Sant 1, 2).