Tres días y un solo misterio.

martes, 7 de abril de 2009

Texto 1:

La Semana Santa, especialmente los tres días del Triduo Pascual- jueves, viernes y sábado santo- nos ponen frente a la contemplación del Cuerpo de Jesús. Su Cuerpo haciéndose pan de alimento espiritual para los suyos el jueves santo; su Cuerpo bañado en sudor de sangre en el Huerto de la agonía; su Cuerpo triturado de dolor en el Viernes de la Pasión y su Cuerpo transfigurado en la Gloria del domingo de Resurrección. Todos los misterios de Jesús transitan por su Cuerpo, el ámbito donde se manifiestan los misterios. La Palabra se hizo carne para revelarnos las distintas manifestaciones de su Pascua. Todas pasan por su carne. Todas transitan el Santuario de su Sagrado Cuerpo iluminado.

Es necesario adentrarnos en la espesura de un silencio que abarque y abrace su Cuerpo y allí quedarnos en recogimiento, escuchando tus latidos…

Plegaria muda.

Te nombro con mil nombres.

El camino sinuoso de tu cuerpo
es mi laberinto y su reloj.

No hay tiempo
sin tus movimientos.

Ni paz, sin su quietud.

Tu Palabra,
me encuentra y me habita,
en el recorrido de todo mi silencio.

Texto 2:

El camino que desemboca en el Triduo Pascual se inició hace cuarenta días atrás en el desierto. Jesús tuvo su propia cuarentena de días en la soledad, la oración y el ayuno. Sufrió la abstinencia de todo, menos de la Palabra de Dios. El Evangelio señala que “fue conducido al desierto bajo el influjo del Espíritu, donde cuarenta días fue tentado por el diablo” (Lc 4,1). No tuvo compañía humana alguna. No tuvo alimentos, ni presencia de afectos. Incluso Dios permitió su propio silencio para que Jesús se encontrara con otro espejo que lo reflejara: El espejo de las sombras. El Tentador fue su única compañía. Ciertamente no era una presencia agradable.

¿Alguna vez se te ocurrió preguntarle a Jesús cómo fueron sus días con el Diablo?, ¿cómo fue la mortificación corporal de alimento y la tortura psicológica y espiritual de la tentación contínua?, ¿cómo vivió la sugestión del engaño?, ¿cómo pasaba las largas horas del día y las espesas horas de la noche entre el calor y el frío del desierto, entre el temor y los permanentes pensamientos que se agitan por dentro?, ¿cómo fue sentir sólo el sonido de su propia respiración y no tener nada, ni nadie, alrededor?…

Por nuestra parte, sólo vemos un Dios-hombre, tentado y probado, expuesto y vulnerable, fatigado, cansado, extenuado de la silenciosa e ininterrumpida lucha. No es un héroe, ni un ganador, ni un triunfador, ni un exitoso. Es un humilde hombre en una solitaria batalla. Su victoria pasa por la primacía de la Palabra de Dios.

Dejemos que nos cuente, que nos relate cómo fue encontrarse con el Adversario.

 

Mis días con el Diablo.

Estoy en una soledad poblada de aullidos.
El alma hecha jirones
y el estómago vacío.

Los vientos cenicientos del desierto
llevan y traen voces.
El silencio se vuelve un espejismo,
formas que se dibujan y diluyen.

Los contornos se desvanecen
y las sombras, en la noche, flotan.

Las piedras me parecen panes
y el insomnio, mi único descanso.

La arena es fuego hacia el mediodía.
No hay agua. Sólo sed.

La antigua serpiente –arrastrándose- se enrosca
en la desnudez de mis pies.

Tal vez ella también esté, como muchos,
buscando el Paraíso perdido,
aquél que dejamos en el exilio.

Todos vivimos expulsados,
solidarios con el destino de Adán.

Me cuesta creer que el Edén
se haya convertido en este páramo solitario.

Escucho risas
en este laberinto abierto en el cual me pierdo.
Sólo hay arena en el aire que castiga,
flagelando las heridas.

Los espectros se levantan con sus instigaciones
y el desierto se vuelve dorado como el oro.
Falso paisaje de movedizas ilusiones.

Todo danza en la sutileza del viento:
Formas, voces, risas,
el libro de la memoria del pasado y el espejo de las futuras visiones,
los rostros con sus nombres conocidos
y otros que ya no distingo,
sueños que no se alcanzarán,
 y una secuencia de otras posibilidades
con otras opciones y otras consecuencias,
otros caminos con sus historias y paisajes,
y una voluntad distinta que no es la del Padre.

Todo es mezcla de verdad y mentira,
luz diáfana y opacidad sombría,
realidad consistente y ensoñaciones perdidas.
Lenguaje por descifrar entre líneas,
entre palabras que serpentean como víboras.

Escucho los ecos de mi voz
como espejos que se multiplican en el aire.
Imágenes que se reproducen,
esfumándose.

Advierto pasos de animales e insectos,
los únicos habitantes de un universo de polvo seco.

Los sentidos se sensibilizan, agudizándose.
Mis ojos no sólo ven.
Mis oídos no sólo escuchan.
Mi olfato no sólo huele.

Todo se mezcla en variadas sensaciones.
Placer y dolor,
extrañeza y embriaguez a la vez.
Estar en sí y fuera de sí.
Ser y no ser.
No saber…

Las voces del espíritu se confunden.
Es necesario tener sensatez, cordura, sabiduría y fe.

La voz oscura tiene muchas formas y lenguajes,
asume variados ecos, quejas, lamentos y pretextos.
Toma lo que le conviene
lo oculta o lo expone según se propone.
Nada es a favor.
Todo calculado con rigor
 un perverso juego
en el que –como delgada telaraña- me enredo.

En mi piel aparecen rasguños
de manos invisibles.

Extraño el jergón de Nazaret
en el cual –cansado- me recostaba,
y hasta huelo la tibieza de la comida de hogar.
Todo ahora es vapor que se esfuma y se levanta.

A menudo Dios permite
que su voz se mezcle con otras que no le pertenecen.

Misteriosas son las voces del espíritu
que recorren estos intrincados laberintos.

Tengo la voz ronca, los labios resecos,
las manos temblorosas, los ojos hinchados
y los pies ensangrentados.
Parezco un espectro del desierto.

Aquí  los diálogos son extraños.
Sé que no estoy solo.
Sin embargo, todo esto me parece un monólogo.

Pareciera que no hay lucha con otro.
La batalla se sostiene  consigo mismo.

Esta oscuridad propone una seducción
de tácticas y trampas,
intrigas y estrategias
en el filoso juego de la instigación.

Camino entre fronteras:
Lo divino y lo diabólico
parecieran en el mismo código estar abarcados
como en el diseño de un calidoscopio extraño.

¿Será el Espíritu Santo quién hasta aquí me trajo?
¿Las corrientes de Dios me arrastraron hasta abajo?
¿El buen Espíritu -en esta región de sombras- me habrá abandonado?
¿El que consuela me ha dejado a los caprichos del que tienta?

Soy una Palabra entre dos Espíritus,
una carne probada en agonía:
A veces Dios es un desierto.

Permaneceré recitando la Palabra como una plegaria.
Su luz será alimento.
Su bálsamo, mi contento.

Llevo contando las noches y los días,
las horas y las semanas
en esta prisión abierta que nunca acaba.

Esperaré
hasta que el Espíritu del Padre
me conduzca otra vez.

Dios gana.
No por competir
sino por perseverar:
Es otro modo de fidelidad.

Estoy como descuartizado en esta rara combinación
de desafío y ensoñación,
hipnotizado por conjuros de hechizos,
sumergido en oscuras fantasías
de las que no encuentro salida.
Si esta tortura persiste, siento que tardará la demencia.

Aquí no hay un solo Demonio:
Un séquito lóbrego de miles de esclavos,
lanzados al viento,
desparramados,
entre las muecas de pánico
como parásitos del miedo humano.

Aunque envuelta en la debilidad de Adán,
Soy la Palabra del Padre,
fuente de gracia y victoria.

No hay cruz material.
Sólo tengo la cruz interior
de estas voces y sus tentaciones.

Satanás inventa cruces
para cada desierto humano.

Fabrica patíbulos para las frustraciones y derrotas.
Si no hace caer,
debilita y ofusca,
distrae del bien y de la gracia,
con eso -al menos- le alcanza.

En esta desolación
Dios se encuentra aguijoneado en mi carne,
experimenta la angustia asfixiante de todas las tentaciones humanas,
siente el peso de las flaquezas,
las fragilidades y vulnerabilidades,
conoce el mareo de las vacilaciones,
tambalea en las cornisas,
suspendido entre precipicios y abismos.

Estoy desnudo ante Dios y ante el Tentador.
Desnudo de mí ante mí mismo.

El Demonio tiene muchos nombres y rostros,
se muestra con variadas máscaras,
guarda antiguos y nuevos disfraces.

Me arroja zarandeado en acelerados vértigos,
remolinos de confusión y turbación,
manojos de agitada contradicción.

Me sacuden las tentaciones más terribles:
Que todos me olviden,
la falta de reconocimiento,
la humillación de la intimidad ultrajada;
una cadena sucesiva de antiguos miedos
y una galería extraña de enigmas
con indescifrables sortilegios;
el tedio del sin sentido bostezando entre las cosas
y el eclipse final de una esperanza agónica.

Soy la Palabra de todo señorío.
Las criaturas han sido puestas a mi servicio.
Ninguna puede sustraerse
del orden invisible y providente del Padre.
Incluso aquellas que habitan
esta lóbrega región de tinieblas.

Me sorprende el silencio del Padre.
¿Es posible que se haya alejado?,
¿por qué Dios se ha callado?,
¿será que me prepara para otros desamparos?

No creo que me haya abandonado.
Tal vez este silencio sea otro de sus lenguajes.

Una vez más es de noche
como en toda tentación.

Sólo escucho una infinita
repercusión de voces repetidas.

Unas de día,
otras de noche:
Siempre distintas.

Vislumbro macabras formas que se evaden.
Me acarician anónimos gemidos, llantos y chillidos.
Estridencias de risas
erizan mi piel.

Mi pensamiento errante
busca algún refugio en este silencio que retumba.

La oscuridad  traga y engulle,
insaciable e incansable,
todo lo devora.

Un blancuzco resplandor sombrío
flota leve en la tierra yerma.
Un extraño esplendor tiene la oscuridad.

Hay cosas que sólo así se alcanzan a ver.
Las luces de los diamantes del cielo
son desde aquí más brillantes.

Estoy aprendiendo la lección de la oscuridad
mientras contemplo el desierto como un inmenso océano.

El mar y el desierto
son paisajes en movimiento.
Nunca monótonos.

Ni el mismo color,
ni idéntica forma.
Nunca los agita el mismo viento.

Paisaje movedizo, cambiante con la luz.

Gotas de arena,
sales de mares secos.

Estoy exhausto.
Me reclinaré en la áspera piel del páramo.
Buscaré alguna piedra.
Es bueno conseguir una.
Hay quiénes no tienen dónde reclinar la cabeza.

Pienso si se acordará de mí y me acompañará
murmurando mi nombre en su plegaria.

Intentaré ahora recobrar fuerzas con este tregua.
Es difícil: sin agua, sin pan, sin nada.

Algunas voces me insisten que haga milagros.
Insinuaciones necias.

El milagro ya está hecho:
Subsistir en este desierto.

Texto 3:

Del desierto vayamos ahora a la Cruz, a ese otro desierto aún mayor que el páramo en el que estuvo por cuarenta días tentado. En la Cruz su Cuerpo sufrió los efectos del maltrato, aún mucho más que en el ayuno. También estuvo solo, aunque estuvo rodeado de curiosos y de algunos que le fueron fieles, estuvo solo en medio del desierto humano y solo de Dios, abandonado.

Siempre quedamos impactados por la experiencia del martirio de la Cruz con su extremado sufrimiento humano de sangre y de noche oscura. Sin embargo, nunca le preguntamos a Jesús qué fue la experiencia humana del morir. ¿Cómo vivió la muerte?… ¿y después, una vez muerto, qué hubo, qué sintió?

(Breve pausa musical nuevamente y de la misma forma con el tema de Celtic Woman “You raise me up”. Los primeros 50 segundos con la introducción de violín antes de empezar el canto se corta. )

En el sepulcro.

Estoy muerto.
Me han sepultado en un lugar que no es mío.
Me han prestado una tumba.

Recién ahora descanso
Después de tantos latigazos.
La carne, abierta de heridas, ya no respira.
La sangre se ha detenido.
Ha sido toda vertida.

El corazón se ha traspasado.
Me han partido en dos.
Nada quedó perdonado.
Todo fue ultrajado.
Todo roto.
Estirado y descoyuntado.

Bebí mi propia sangre
y también bebí vinagre,
ácido calmante para tantos dolores y espasmos.

Nada me calmaba.
Ni moverme podía.
Ni siquiera mi peso sostenía.
Todo inmóvil y clavado.
Todo sujeto y expuesto.
Para recibir todo el dolor posible
y todas las miradas.

Mis ojos quedaron sin luz
igual que mi interior.
Todos los abandonos para el Abandonado de Dios.
Todos los silencios para quien es la Palabra.
Un solo grito para rasgar mi garganta:
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has dejado?

Nadie contestaba en medio de tanto desierto.
Mis latidos se fueron pausando.
 calmando heridas y espinas.
Toda mi piel y mi carne hecha jirones,
bañadas de polvo y saliva.

Revoloteaban las moscas y los cuervos,
Toda mi desnudez fue para ellos.
No podía  cubrirme de nada, ni de nadie.
Todas las miradas me exploraban y me despojaban aún más.
Nada quedó oculto.
Nada quedó para mí.
Todo fue  quitado y despojado.
Todo arrebatado.

A veces cerraba mis ojos para no verlos.
Me miraba hacia adentro.
Todo quedó vaciado y profanado.

Llega un momento en que uno se quiere morir.
Tal vez la muerte sea un descanso.
Tal vez sea un paréntesis.
Un lapso y un paso,
una transición fugaz,
tan efímera como la misma vida.

Me llegaban de lejos algunos gritos.
Algunas miradas me acariciaban y me daban alivio.
La lágrimas de ciertas miradas me bañaban y me limpiaban
de tanta sangre derramada.

El polvo del camino y de los clavos herrumbrados,
la madera sucia y usada,
áspera y agrietada
se metía en mi carne agujereada.

Ya no sabía que era adentro y afuera.
Todo quedó abierto.

Estaba estirado y acalambrado,
roto y desgarrado,
quebrado.

Nada había quedado en su lugar.
Todo fue entregado.
No me defendí de nada.

Lo dí todo para que fuera pisado y picado,
triturado y mordido,
pisoteado y escarnecido.

Había perdido la noción del tiempo
y hasta parecía que la memoria había quedado sin recuerdos.
Sólo el dolor era presente.
Con la conciencia de punzadas intensas.

Ya no tenía lágrimas.
Algunas cayeron,
su agua salada alivió mi boca reseca y mi garganta despellejada.

Los clavos de mis manos
me amarraban y ajustaban.
Me asfixiaba.
Ni siquiera podía mover mi pecho para respirar.
Todo dolía.
Hasta el viento cuando rozaba las heridas.

Después de eso,
antes de morir
se hizo un gran silencio dentro de mí.

Se borró todo lo exterior.
Nada más ví.
Nada escuché, ni percibí.

La soledad se hizo silencio
y el silencio fue profundo como el mar.

Supe que había llegado el final.
Entonces desaté mi interior.
Seguía clavado pero ahora estaba desatado.
Pronto para irme.
Toda había sido cumplido.
Todo había sido agotado.
No quedaba nada.
Nada quedaba de mí.
Todo me fui.

Ahora estoy muerto.
Estoy yaciente en mi silencio.
con ungüento mi carne
y aceite en mis lastimaduras.
con bálsamo en las heridas
y lienzos para cada fragmento de piel.

Ahora estoy en paz.
Con cicatrices y esquirlas en mi carne.
Con heridas que se cierran y se abren.

Estoy muerto.
En la penumbra de este hueco sin ecos.
Ahora soy yo el que espero.

Pronto vendrá el destello y el temblor.
Se moverá el rigor de la piedra.
Se estremecerá el sol.

Pronto será el alba.
Se terminará la noche prolongada.
Pronto dejaré este sudario y esta mortaja.
Dejaré de ser un muerto.
Haré el camino de regreso.

Texto 4:

Con la muerte de Jesús no fue sólo Él quien murió. Su muerte produjo la muerte de la muerte misma. En eso consistió la Redención. En que la muerte que nos traía la eterna separación de Dios por nuestros pecados fue abolida. La muerte que ahora vivimos tiene la posibilidad de ser un acceso a la gracia, a un destino de comunión con Dios para siempre. La muerte que ahora vivimos es una “muerte abierta” no es una “muerte cerrada”, clausurada a toda posibilidad ulterior como era la muerte antes de la Cruz de Jesús. El día en que murió Jesús, la muerte también definitivamente murió.

El día en que la muerte murió.

Un día, la muerte murió.
Era viernes, a las tres de la tarde.

Con el último aliento de exhalación,
la aspiró,
la tragó por entero,
la engulló y la masticó.

Tenía sed y aunque no era agua, ni vinagre,
sin embargo, la absorbió.
Así la muerte cayó en la trampa de Dios.

Con el último respiro del Crucificado
la muerte –aquél día- murió.

Era viernes a las tres de la tarde.
Murieron juntos los dos.
Sin embargo, la muerte -para siempre- murió.
Sólo Él resucitó.

Texto 5:

Cuando hubo la confirmación de que el Crucificado estaba bien muerto –para eso lo traspasaron con una espada su costado- para que el Cuerpo no quedara expuesto y colgado los días de la Pascua que celebraban los judíos, lo desclavaron y lo descolgaron.

María y Juan y algunos otros discípulos fieles, unos pocos, estaban allí en medio del silencio y de las sombras. La espada de dolor profetizada hace muchos años por el anciano Simeón a María, cuando ella fue a presentar al Niño en el Templo en el rito de la circunsición judía prescripta para todo primogénito varón, tenía ahora su pleno cumplimiento. Jesús ya estaba muerto con su costado herido y abierto. No era el único que tenía el corazón partido. María, seguía con vida y con el corazón, igual que su hijo muerto, herido y traspasado.

¿Alguna vez le preguntaste a Maria que sentía cuando veía descolgar a su Hijo de la Cruz?; ¿qué experimentó cuando lo abrazó, ya muerto, después de tanto horror sin poder siquiera acercarse para darle una caricia de Madre? Sólo las miradas silenciosas de su Madre a la distancia consolaban a Jesús.

María, ¿qué le decías a tu Hijo muerto, cuando lo recibías en su descenso?; ¿qué nos decías a nosotros, Madre?…

Descenso de la Cruz.

Abrazo la intemperie de tu desnudez,
revestida de sangre y  piel.

Sólo encuentro silencio y oscuridad.
El mundo se acalla y duerme,
todo muere cuando mueres.

La Palabra ha enmudecido:
Un silencio se hizo grito
suspendido en el infinito.

Todo se abierto con tus heridas:
Puertas de acceso a un Dios escondido.

Estás en mis brazos:
Permaneces tendido.

Ya no me quedan suspiros.
Me llevas contigo.

Ya no soy tu vientre,
ni tu cuna, ni tu hogar, ni tu Pesebre.

Mis brazos te rodean pero no te retienen.
Te dejan ir.

Mis lágrimas besan tu piel rasgada.
Rastros ensangrentados,
carne hecha pedazos.

Te han crucificado mirando hacia al cielo,
ahora te desclavaron
y te han tendido en el suelo.

Te recojo,
suave y despacio.
Te pongo bajo mi amparo.
Te cubro con mi manto.

Mis brazos no alcanzan.
No tengo más agua para lavarte que las de mis lágrimas:
Agua salada de mis entrañas,
bautismo de muerte y dolor,
gotas que calman
la aspereza de la madera que raspa,
los látigos, los clavos y la espada.

Acaricio tu rostro:
Sangre y lágrimas,
polvo y escupidas,
rasguños y heridas.

En tus labios resecos
queda sólo el sabor del vinagre.

Lo han profano todo.
Nadie reparó en mi desconsuelo de Madre, ni en mi presencia.
Nadie tuvo en cuenta que yo estaba ahí, impotente, viéndolo todo.
Nuestro intercambio silencioso de miradas
eran las únicas caricias que recibías.

Hijo mío, ¿ahora puedes escucharme?; ¿reconoces mi voz?

Estoy más sola sin ti
que cuando me encuentro conmigo,
envuelta en silencio.

Tu muerte me arrebata la vida,
aunque siga de pie.

Tu Cruz es una espada
que llega desde lejos.
El pasado de otra voz la ha traído.
Me ha traspasado,
entre desgarro y vacío.

Nunca pensé que pudiera contemplarte así,
Entre mis manos:
Muerto.

¡He pasado por tanto hasta llegar a este momento!…

Ahora que -en esta despedida- abro mis brazos para dejarte y depositarte,
también me dejo a mí misma:
Me abandono en tu abandono.
No me queda nada.

Sólo Tu Padre sabe lo que vendrá.

Aquí está nuestro Hijo, Oh Dios,
aún descendido de la Cruz, no se detiene.
Su descenso sigue,
su viaje continúa.
Su muerte abre todos los abismos.

Te lo confío en su camino hacia el descenso.
No puedo acompañarlo en su sendero hacia las sombras.

Te pido que lo protejas.
Cuida de nuestro Hijo.
Cuida de este amor que hoy se ha dormido.
Aquí estoy ahora:
Sola,
parada en el vacío,
habitada por preguntas sin respuestas,
Muda de tanto silencio,
herida de tanto desgarro.

Veo todo lo que han hecho.

No alcanza,
no me alcanza ningún consuelo:
¿Es esto lo que hay en el interior del corazón humano?

Miro el mundo desde las cortinas de atrás de mis lágrimas.
El amor me sostiene.
La fortaleza del amor es su debilidad.
Hoy lo sé una vez más.

Rezo sin palabras.
Sin palabras: Sólo rezo.

Texto 6:

    Después del descenso de Jesús desde la Cruz, hay otro descenso para Él aún más abismal, el descenso del viaje hacia la muerte y hacia los muertos. El Descenso a los infiernos que rezamos en el Credo es precisamente el encuentro con los muertos como un muerto más. Allí donde esté Dios humano, aunque esté muerto, allí donde Él pisa, hace brotar la vida. El Descenso es un ascenso hacia la vida. En el infierno de la oscuridad de los siglos, todo se ilumina. 

    Mientras tanto, arriba, su cadáver está en una tumba prestada. Es nueva, nunca fue usada pero no es de Él. Su pobreza no le permitió tener una tumba propia. Aún después de muerto necesitó de la generosidad de otros.

    El sábado Santo es el sábado de un gran silencio en la tumba sellada. Jesús está en su viaje, en su descenso, mientras tanto su Cuerpo, yace.

    En la alborada del domingo, el día primero de la nueva semana, ocurre un milagro superior a todos los milagros. Nadie fue testigo de ese acontecimiento. Nadie lo fue para que todo aquél que acceda a él sea sólo por el testimonio de otros y por la fe.

    Antes de romper la luz del nuevo día, se asomó para siempre la luz de toda luz, la que no declina y no conoce el ocaso, la luz sin mengua, sin atardecer y sin sombras. Nadie puede poner palabras a  la Resurrección. Nadie puede describir al Resucitado.

El primer Domingo

No hay nadie que pueda cantar la hermosura de tu carne nueva, fresca y joven
Lozana la aurora como el amanecer que despunta en tu piel.

Ahora la vida no tiene tiempo,
Ni la esperanza, viejos recuerdos.

Todo empuja hacia un nuevo comienzo.
Todo se detiene en este instante.
Todo está quieto y callado, asombrado.

Las pisadas de tus pasos por el huerto
murmuran sobre las hojas.
Todo se encuentra sigiloso, como la luz que tímidamente  se asoma.
Pareciera que todo te esperaba esperando.

Respiras de nuevo con cada latido,
en  cada movimiento se despabila un sentido.
Todo despierta en ti.

Hay un silencio de plegaria en todas las cosas.
Te miran mudas.

Tu estás aquí, viniendo de tu viaje.
No hay muerte que te ataje.
Estás más vivo que antes.
El tiempo renace en Ti.
La vida en ti busca siempre resucitar.



 Eduardo Casas.