Texto 1:
La Semana Santa, especialmente los tres días del Triduo Pascual- jueves, viernes y sábado santo- nos ponen frente a la contemplación del Cuerpo de Jesús. Su Cuerpo haciéndose pan de alimento espiritual para los suyos el jueves santo; su Cuerpo bañado en sudor de sangre en el Huerto de la agonía; su Cuerpo triturado de dolor en el Viernes de la Pasión y su Cuerpo transfigurado en la Gloria del domingo de Resurrección. Todos los misterios de Jesús transitan por su Cuerpo, el ámbito donde se manifiestan los misterios. La Palabra se hizo carne para revelarnos las distintas manifestaciones de su Pascua. Todas pasan por su carne. Todas transitan el Santuario de su Sagrado Cuerpo iluminado.
Es necesario adentrarnos en la espesura de un silencio que abarque y abrace su Cuerpo y allí quedarnos en recogimiento, escuchando tus latidos…
Texto 2:
El camino que desemboca en el Triduo Pascual se inició hace cuarenta días atrás en el desierto. Jesús tuvo su propia cuarentena de días en la soledad, la oración y el ayuno. Sufrió la abstinencia de todo, menos de la Palabra de Dios. El Evangelio señala que “fue conducido al desierto bajo el influjo del Espíritu, donde cuarenta días fue tentado por el diablo” (Lc 4,1). No tuvo compañía humana alguna. No tuvo alimentos, ni presencia de afectos. Incluso Dios permitió su propio silencio para que Jesús se encontrara con otro espejo que lo reflejara: El espejo de las sombras. El Tentador fue su única compañía. Ciertamente no era una presencia agradable.
¿Alguna vez se te ocurrió preguntarle a Jesús cómo fueron sus días con el Diablo?, ¿cómo fue la mortificación corporal de alimento y la tortura psicológica y espiritual de la tentación contínua?, ¿cómo vivió la sugestión del engaño?, ¿cómo pasaba las largas horas del día y las espesas horas de la noche entre el calor y el frío del desierto, entre el temor y los permanentes pensamientos que se agitan por dentro?, ¿cómo fue sentir sólo el sonido de su propia respiración y no tener nada, ni nadie, alrededor?…
Por nuestra parte, sólo vemos un Dios-hombre, tentado y probado, expuesto y vulnerable, fatigado, cansado, extenuado de la silenciosa e ininterrumpida lucha. No es un héroe, ni un ganador, ni un triunfador, ni un exitoso. Es un humilde hombre en una solitaria batalla. Su victoria pasa por la primacía de la Palabra de Dios.
Dejemos que nos cuente, que nos relate cómo fue encontrarse con el Adversario.
Texto 3:
Del desierto vayamos ahora a la Cruz, a ese otro desierto aún mayor que el páramo en el que estuvo por cuarenta días tentado. En la Cruz su Cuerpo sufrió los efectos del maltrato, aún mucho más que en el ayuno. También estuvo solo, aunque estuvo rodeado de curiosos y de algunos que le fueron fieles, estuvo solo en medio del desierto humano y solo de Dios, abandonado.
Siempre quedamos impactados por la experiencia del martirio de la Cruz con su extremado sufrimiento humano de sangre y de noche oscura. Sin embargo, nunca le preguntamos a Jesús qué fue la experiencia humana del morir. ¿Cómo vivió la muerte?… ¿y después, una vez muerto, qué hubo, qué sintió?
(Breve pausa musical nuevamente y de la misma forma con el tema de Celtic Woman “You raise me up”. Los primeros 50 segundos con la introducción de violín antes de empezar el canto se corta. )
Texto 4:
Con la muerte de Jesús no fue sólo Él quien murió. Su muerte produjo la muerte de la muerte misma. En eso consistió la Redención. En que la muerte que nos traía la eterna separación de Dios por nuestros pecados fue abolida. La muerte que ahora vivimos tiene la posibilidad de ser un acceso a la gracia, a un destino de comunión con Dios para siempre. La muerte que ahora vivimos es una “muerte abierta” no es una “muerte cerrada”, clausurada a toda posibilidad ulterior como era la muerte antes de la Cruz de Jesús. El día en que murió Jesús, la muerte también definitivamente murió.
Texto 5:
Cuando hubo la confirmación de que el Crucificado estaba bien muerto –para eso lo traspasaron con una espada su costado- para que el Cuerpo no quedara expuesto y colgado los días de la Pascua que celebraban los judíos, lo desclavaron y lo descolgaron.
María y Juan y algunos otros discípulos fieles, unos pocos, estaban allí en medio del silencio y de las sombras. La espada de dolor profetizada hace muchos años por el anciano Simeón a María, cuando ella fue a presentar al Niño en el Templo en el rito de la circunsición judía prescripta para todo primogénito varón, tenía ahora su pleno cumplimiento. Jesús ya estaba muerto con su costado herido y abierto. No era el único que tenía el corazón partido. María, seguía con vida y con el corazón, igual que su hijo muerto, herido y traspasado.
¿Alguna vez le preguntaste a Maria que sentía cuando veía descolgar a su Hijo de la Cruz?; ¿qué experimentó cuando lo abrazó, ya muerto, después de tanto horror sin poder siquiera acercarse para darle una caricia de Madre? Sólo las miradas silenciosas de su Madre a la distancia consolaban a Jesús.
María, ¿qué le decías a tu Hijo muerto, cuando lo recibías en su descenso?; ¿qué nos decías a nosotros, Madre?…
Abrazo la intemperie de tu desnudez,revestida de sangre y piel.
Sólo encuentro silencio y oscuridad.El mundo se acalla y duerme,todo muere cuando mueres.
La Palabra ha enmudecido:Un silencio se hizo gritosuspendido en el infinito.
Todo se abierto con tus heridas:Puertas de acceso a un Dios escondido.
Estás en mis brazos:Permaneces tendido.
Ya no me quedan suspiros.Me llevas contigo.
Ya no soy tu vientre,ni tu cuna, ni tu hogar, ni tu Pesebre.
Mis brazos te rodean pero no te retienen.Te dejan ir.
Mis lágrimas besan tu piel rasgada.Rastros ensangrentados,carne hecha pedazos.
Te han crucificado mirando hacia al cielo,ahora te desclavarony te han tendido en el suelo.
Te recojo, suave y despacio.Te pongo bajo mi amparo.Te cubro con mi manto.
Mis brazos no alcanzan.No tengo más agua para lavarte que las de mis lágrimas:Agua salada de mis entrañas, bautismo de muerte y dolor,gotas que calmanla aspereza de la madera que raspa,los látigos, los clavos y la espada.
Acaricio tu rostro:Sangre y lágrimas, polvo y escupidas,rasguños y heridas.
En tus labios resecos queda sólo el sabor del vinagre.
Lo han profano todo.Nadie reparó en mi desconsuelo de Madre, ni en mi presencia.Nadie tuvo en cuenta que yo estaba ahí, impotente, viéndolo todo.Nuestro intercambio silencioso de miradaseran las únicas caricias que recibías.
Hijo mío, ¿ahora puedes escucharme?; ¿reconoces mi voz?
Estoy más sola sin tique cuando me encuentro conmigo, envuelta en silencio.
Tu muerte me arrebata la vida,aunque siga de pie.
Tu Cruz es una espadaque llega desde lejos.El pasado de otra voz la ha traído.Me ha traspasado, entre desgarro y vacío.
Nunca pensé que pudiera contemplarte así,Entre mis manos:Muerto.
¡He pasado por tanto hasta llegar a este momento!…
Ahora que -en esta despedida- abro mis brazos para dejarte y depositarte,también me dejo a mí misma:Me abandono en tu abandono.No me queda nada.
Sólo Tu Padre sabe lo que vendrá.
Aquí está nuestro Hijo, Oh Dios,aún descendido de la Cruz, no se detiene.Su descenso sigue, su viaje continúa.Su muerte abre todos los abismos.
Te lo confío en su camino hacia el descenso. No puedo acompañarlo en su sendero hacia las sombras.
Te pido que lo protejas.Cuida de nuestro Hijo.Cuida de este amor que hoy se ha dormido.Aquí estoy ahora: Sola,parada en el vacío,habitada por preguntas sin respuestas,Muda de tanto silencio,herida de tanto desgarro.
Veo todo lo que han hecho.
No alcanza, no me alcanza ningún consuelo: ¿Es esto lo que hay en el interior del corazón humano?
Miro el mundo desde las cortinas de atrás de mis lágrimas.El amor me sostiene.La fortaleza del amor es su debilidad.Hoy lo sé una vez más.
Rezo sin palabras.Sin palabras: Sólo rezo.
Texto 6:
Después del descenso de Jesús desde la Cruz, hay otro descenso para Él aún más abismal, el descenso del viaje hacia la muerte y hacia los muertos. El Descenso a los infiernos que rezamos en el Credo es precisamente el encuentro con los muertos como un muerto más. Allí donde esté Dios humano, aunque esté muerto, allí donde Él pisa, hace brotar la vida. El Descenso es un ascenso hacia la vida. En el infierno de la oscuridad de los siglos, todo se ilumina.
Mientras tanto, arriba, su cadáver está en una tumba prestada. Es nueva, nunca fue usada pero no es de Él. Su pobreza no le permitió tener una tumba propia. Aún después de muerto necesitó de la generosidad de otros.
El sábado Santo es el sábado de un gran silencio en la tumba sellada. Jesús está en su viaje, en su descenso, mientras tanto su Cuerpo, yace.
En la alborada del domingo, el día primero de la nueva semana, ocurre un milagro superior a todos los milagros. Nadie fue testigo de ese acontecimiento. Nadie lo fue para que todo aquél que acceda a él sea sólo por el testimonio de otros y por la fe.
Antes de romper la luz del nuevo día, se asomó para siempre la luz de toda luz, la que no declina y no conoce el ocaso, la luz sin mengua, sin atardecer y sin sombras. Nadie puede poner palabras a la Resurrección. Nadie puede describir al Resucitado.
No hay nadie que pueda cantar la hermosura de tu carne nueva, fresca y jovenLozana la aurora como el amanecer que despunta en tu piel.Ahora la vida no tiene tiempo,Ni la esperanza, viejos recuerdos.Todo empuja hacia un nuevo comienzo.Todo se detiene en este instante.Todo está quieto y callado, asombrado.Las pisadas de tus pasos por el huertomurmuran sobre las hojas.Todo se encuentra sigiloso, como la luz que tímidamente se asoma.Pareciera que todo te esperaba esperando.Respiras de nuevo con cada latido,en cada movimiento se despabila un sentido.Todo despierta en ti.Hay un silencio de plegaria en todas las cosas.Te miran mudas.Tu estás aquí, viniendo de tu viaje.No hay muerte que te ataje.Estás más vivo que antes.El tiempo renace en Ti.La vida en ti busca siempre resucitar. Eduardo Casas.