Un camino de prisa

martes, 21 de diciembre de 2021

21/12/2021 – En Lucas 1, 39-45 la muestra a María después del anuncio del Ángel, presurosa yendo a la casa de Isabel porque su prima, embarazada de 6 meses, la necesita. Independientemente de todo lo que moviliza su vida, llamada a una maternidad inesperada, por obra del Espíritu Santo, María entiende que no está en quedarse en sí misma sino en compartir con los demás las respuestas a sus grandes preguntas.

 

“En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor»”.

Lc 1,39-45

En aquellos días se puso María en camino y, con presteza, fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39).

¿A dónde va María? Y, sobre todo ¿por qué esa prisa? Los biógrafos de Cristo han buscado muchas explicaciones a ese viaje y esa prisa. San Ambrosio dará la clave que luego repetirán muchos: María va a ver a Isabel no porque no creyera en el oráculo del ángel o estuviera incierta del anuncio, sino alegre por la promesa, religiosa por su obligación, rápida por el gozo. Fillion repetirá casi lo mismo:

No porque dudase de la veracidad del ángel, ni por satisfacer una vana curiosidad y menos todavía para dar a conocer a su parienta el insigne favor que había recibido de Dios. Va porque en las últimas palabras del ángel había percibido si no una orden expresa, sí, al menos, una insinuación, una invitación que no podía dejar de tener en cuenta.

Para Ricciotti María fue a visitar a su pariente ora para congratularse con ella, ora porque las palabras del ángel habían dejado entrever claramente los particulares vínculos que habían de unir a los dos futuros hijos, como ya habían unido a las dos madres.

Lapple insistirá más bien en el deseo de María de contemplar el milagro obrado por Dios en su prima.

Pérez de Urbel cree que va sobre todo a felicitar a su prima.

El padre Fernández insiste sobre todo en razones de caridad: No le sufrió a María el corazón quedarse en casa mientras que su presencia podía ser útil a la anciana Isabel.

Rops ve antes que nada el deseo de aclarar más lo que el ángel había dicho comprobando por sí misma este hecho que tan de cerca la interesaba a ella.
Cabodevilla acentúa un planteamiento providencialista: María va a ver a su prima porque sabe que Isabel entra de algún modo en los planes de Dios sobre María. La madre del Redentor tiene que visitar a la madre del Precursor a fin de que, esta vez también, «se cumpla toda justicia». Sí, todas estas razones debieron de influir, pero si profundizamos en el alma de esta muchacha tal vez encontramos una razón que explique mejor esa «prisa», una razón psicológica a la vez que teológica. María es una muchacha de catorce años que ha vivido escondida y probablemente humillada. Y he aquí que, de repente, se ilumina su vida, se siente embarcada en una tarea en la que ella no sólo se dejará llevar sino que será parte activa. Tiene que empezar enseguida, inmediatamente. Hay algo muy grande en sus entrañas, algo que debe ser comunicado, transmitido. La obra de la redención tiene que empezar sin perder un solo día. Y como es una muchacha viva y alegre, sale de prisa; de prisa se va a compartir su gozo. Esta «necesidad» de compartir es la raíz del alma del apóstol. Y María será reina de los apóstoles. No puede perder tiempo. Y se va, como si ya intuyera que el pequeño Juan esperase que la obra de la redención empiece con él.

La primera procesión del Corpus

¿Viaja sola?Lo más seguro es que viajó con alguna caravana. El viaje era largo y difícil —más de 150 kilómetros—. La región era agreste y peligrosa. Y aunque María conociera el camino —sin duda había estado ya alguna otra vez en casa de su parienta y, en todo caso, más de una vez habría viajado con sus padres a Jerusalén— no parece verosímil que viajera sola, casi adolescente como era, especialmente cuando sabemos que las caravanas que bajaban a Jerusalén no eran infrecuentes.

Un proverbio de la época decía:

Si ves que un justo se pone en camino y tú piensas hacer el mismo recorrido, adelanta tu viaje en atención a él tres días a fin de que puedas caminar en su compañía, puesto que los ángeles de servicio le acompañan. Si, por el contrario, ves que se pone en camino un impío y tú piensas hacer el mismo recorrido, emprende tu viaje, en razón de él, tres días más tarde, a fin de que no vayas en su compañía.

Iría, pues, seguramente con buena gente, cabalgando en el borriquillo de la familia y haciendo un camino casi idéntico al que nueve meses más tarde haría hacia Belén. Pero, aunque fuera con alguien, María iba sola. Sola con el pequeño Huésped que ya germinaba en sus entrañas. Se extrañaría de que los demás no reconocieran en sus ojos el gozo que por ellos desbordaba. Vestiría el traje típico de las galileas: túnica azul y manto encarnado, o túnica encarnada y manto azul, con un velo blanco que desde su cabeza caía hasta más abajo de la cintura, un velo que el viento de Palestina levantaría como una hermosa vela. ¿Hacia dónde viajaron? Otra vez la ignorancia. El evangelista sólo nos dice que se fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39). «La montaña» para los galileos era toda la región de Judea, en contraste con las costas bajas de Galilea y el llano de Esdrelón que se contempla desde Nazaret. Pero ya en Judea nada menos que diez ciudades se disputan el honor de haber sido escenario del abrazo de las dos mujeres: Hebrón, Belén, la misma Jerusalén, Yuta, Ain Karim… Esta última se lleva la palma de las probabilidades con argumentos que datan del siglo V. Viajaron, pues, por el sendero pedregoso que se retuerce por la falda del Djebel el-Qafse, desembocando en la ancha planicie de Esdrelón y dejando a la izquierda el Tabor. Se adelantaron hacia los vergeles de Engannin (la actual Djenin) donde puede que hicieran la primera noche; de aquí, por Qubatiye, Sanur, Djeba y pasando apoca distancia de la ciudad de Samaría, llegó a Siquem. Aquí, tomando otra vez la dirección sur y cruzando Lubban y quizá también la ciudad de Silo, llegó, al cabo de no menos ciertamente de cuatro días, a la casa de Isabel. Así lo describe el experto geógrafo que es el padre Andrés Fernández.

La primera parte del viaje debió de ser hermosa y alegre. Debían de ser las proximidades de la Pascua y la primavera hacía verdear los valles. Junto al camino abrían sus copas las anémonas y el aire olía a flores de manzano. Allá lejos —dirá el poeta Pierre Enmanuel— veías el mar, como un vuelo de tórtolas grises. O tal vez nada veía. Tenía demasiadas cosas que contemplar en su interior. Has sumergido —dirá otro poeta, el trapense Merton— las palabras de Gabriel en pensamientos como lagos. Y por este mar interior bogaba su alma. Las palabras del ángel crecían en su interior y, en torno a ellas, surgían todos los textos del antiguo testamento que la muchacha sabía de memoria (textos que después estallarán como una catarata en el Magníficat). Pero además de las palabras de Dios, ella tenía dentro de sí la ¡ misma palabra de Dios, creciendo como una semilla en ella, imperceptible para los sentidos (como no percibimos el alma) pero actuando en ella y sosteniéndola (como nuestra alma nos sostiene). Ella no lo sabía, pero aquel viaje era, en realidad, la primera procesión del Corpus, oculto y verdadero en ella el Pequeño como en las especies sacramentales. Quienes la acompañaban hablaban de mercados y fiestas, de dinero y mujeres. Quizá alguna vez la conversación giró en torno a temas religiosos. Quizá alguien dijo que ya era tiempo de que el Mesías viniese. Quizá alguien habló de que Dios siempre llega a los hombres cuando los hombres se han cansado de esperarle. Y tras cuatro o cinco días de camino —dejada ya atrás Jerusalén— avistaron Ain Karim, un vergel que, en la aridez de Judea, aparecía como una sonrisa en el rostro de una vieja. Y María sintió que su corazón se aceleraba al pensar en Isabel, vieja también y feliz. l Feliz, cuando ya casi no lo esperaba.