Un corazón libre de ambiciones

lunes, 30 de septiembre de 2019
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Camino al Sínodo de la Amazonia

30/09/2019 – Lunes de la vigésima sexta semana del tiempo ordinario

Entonces se les ocurrió preguntarse quién sería el más grande. 

Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, tomó a un niño y acercándolo,

les dijo: “El que recibe a este niño en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el más pequeño de ustedes, ese es el más grande”.

Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros”.

Pero Jesús le dijo: “No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes”.

San Lucas 9,46-50.

“El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre”. ¿Por qué recibir los pequeños en nombre de Jesús?, ¿Porque ser como un niño y hacerse pequeño?

El niño es un ser débil y humilde, que no posee nada, no tiene ambición, no conoce la envidia, no busca puesto privilegiados, no tiene nada que decir en la codicia de los adultos, el niño tiene conocimiento de su pequeñez y su debilidad. Es así como nos hace saber Jesús, que el más humilde será el más grande ante el Padre, porque su corazón está libre de ambiciones.

El niño al igual que el pobre recibe con alegría lo que se le entrega cuando su necesidad depende de los demás. Ese es el sentido de ese “hacerse como los niños”, hacerse humilde y sencillo de corazón, empequeñecido en la sociedad respecto a los puestos de jerarquía, esa es condición de Jesús para seguirlo, “El que no renuncie a si mismo, no puede ser mi discípulo”.

La autoridad como servicio

Jesús con paciencia dice: “el más pequeño de ustedes, ese es el más grande” “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Lo que dice el Señor ocurre en todos los ámbitos. El que pretende ejercer el mando, en cualquier orden de la actividad humana, debe saberse en función de servicio. Porque tener autoridad no es una cosa mala, como a veces parece insinuarse. No implica una actitud de orgullo. Por el contrario. Es estar para los demás. El que, por ejemplo, preside una familia, lo hace en beneficio de quienes integran su hogar.

El que preside los destinos de una Nación, es alguien que debe ponerse al servicio de su pueblo. Por lo demás, estar en actitud de servicio en modo alguno significa abdicar la propia autoridad, sino, por el contrario, ejercerla. Porque el servicio especifico que le corresponde prestar a la autoridad es precisamente ser tal, ser autoridad de veras. El que no tiene a nadie bajo su mando fácilmente se torna egoísta, fácilmente piensa sólo en sí mismo. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas, debe salir de sí, debe pensar en ellos, debe ponerse a su disposición, debe poner su talento de conductor en favor de los conducidos.

Si esto acontece en todos los campos del quehacer humano, con mucha mayor razón debe suceder en la Iglesia, la cual, por lo demás, sigue también en esto el ejemplo de Jesús. El Señor era bien consciente de su señorío, de su autoridad. “¿Tú eres Rey?”, le preguntó Pilatos. “Yo para eso nací —le respondió—, para eso vine al mundo”. Y, sin embargo, no rehuyó las humillaciones. No dejó de vivir para los demás, servir a los demás.

La virtud de la humildad

Pero al decirnos hoy el Señor: “El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de los demás”, implícitamente nos está exhortando, a todos, a la virtud de la humildad, esa virtud tan hermosa, pero que tanto nos cuesta.

La humildad está en el punto de partida de todas las virtudes. Implica tomar conciencia de que lo que tengo de bueno procede de la bondad de Dios. Si acaso soy grato a Dios, es porque primero El me amó gratuitamente. Por el hecho de que el Señor me ama, por eso me encuentra amable, me ve amable.

Decía San Agustín que lo que el hombre hace de malo, eso sí que es propiedad suya; en cambio, lo que hace de bueno se lo debe a Dios; cuando comiences a obrar bien, no lo atribuyas a ti mismo, y al reconocer que no es de ti, dale gracias a Dios que te ha concedido Obrar así. De nosotros mismos, principalmente en el orden sobrenatural, no somos capaces de nada. Ni siquiera de decir “Señor Jesús”, sin la ayuda del Espíritu, como enseña San Pablo.

Preciosa joya esta virtud de la humildad, cuyo nombre proviene de “humus”, tierra, porque supone el sabernos por derecho propio ciudadanos de la llanura, pequeños delante de Dios, como los niños que en todo dependen de sus padres.

 

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