02/06/2021 – En San Marcos 12, 18 – 27, Jesús aparece dialogando con un grupo que pertenece a el tiempo de Él, de la comunidad judía, es el grupo de los saduceos, los que no creen en la resurrección. Jesús viene a proclamar el triunfo de la vida sobre la muerte, confronta con ellos como también con nosotros. Los saduceos eran apegados al dinero y buscaban poder, Jesús viene a mostrar que el poder esta en dar y donar y servir.
Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso: “Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: ‘Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda’. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero; y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”. Jesús les dijo: “¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo. Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído en el Libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? El no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Ustedes están en un grave error”. San Marcos 12,18-27.
Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso: “Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: ‘Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda’. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero; y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”. Jesús les dijo: “¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo. Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído en el Libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? El no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Ustedes están en un grave error”.
San Marcos 12,18-27.
Al partido saduceo pertenecían dos grupos del Sanedrín o Consejo: los senadores (seglares) y los sumos sacerdotes. Desde el punto de vista político eran partidarios del orden establecido, en el que tenían un papel de aduladores y colaboradores con los romanos, con los que mantenían un difícil equilibrio de poder. Rechazaban la llamada tradición oral, a la que los fariseos atribuían autoridad divina.
No veían en la Escritura la noción de una vida después de la muerte; su horizonte era esta vida, y en ella procuraban mantener su posición de poder y de privilegio. Su pecado era el materialismo,sus objetivos en la vida eran el dinero y el poder.
Solo aceptaban la pervivencia de los hombres en sus hijos que engendraban, y que continuaban su sangre; es decir, era más un pervivir de la especie que un vivir detrás de la muerte de cada hombre y mujer.
Ellos eran depositarios de buena parte de los tesoros del templo, de allí que estaban seguros, con esta vida, la tenían acomodada.
Además de no aceptar la resurrección de los muertos, negaban la existencia de los ángeles y sólo aceptaban la ley escrita, el Pentateuco, los cinco primeros libros de la biblia, y no el código legal oral que seguían los fariseos. En síntesis, se distinguían por no aceptar los desarrollos últimos de la tradición y del patrimonio de la fe de Israel.
Lo principal que nos dice esta página del evangelio es que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Que nos tiene destinados a la vida. Es una convicción gozosa que haremos bien en recordar siempre, no sólo cuando se nos muere una persona querida o pensamos en nuestra propia muerte.
La muerte es un misterio, también para nosotros. Pero queda iluminada por la afirmación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí no morirá para siempre». No sabemos cómo, pero estamos destinados a vivir, a vivir con Dios, participando de la vida pascual de Cristo, nuestro hermano. Esa existencia definitiva, hacia la que somos invitados a pasar en el momento de la muerte («la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma»), tiene unas leyes muy particulares, distintas de las que rigen en este modo de vivir que tenemos ahora. Porque estaremos en una vida que no tendrá ya miedo a la muerte y no necesitará de la dinámica de la procreación para asegurar la continuidad de la raza humana.
Es la vida definitiva. Jesús nos ha asegurado, a los que participamos de su Eucaristía: «El que me come, tendrá vida eterna, yo le resucitaré el último día». La Eucaristía, que es ya comunión con Cristo, es la garantía y el anticipo de esa vida nueva a la que él ya ha entrado, al igual que su Madre, María, y los bienaventurados que gozan de él. La muerte no es nuestro destino. Estamos invitados a la plenitud de la vida.
Con la cuestión planteada por unos saduceos sobre la resurrección de los muertos pretende Marcos señalar un nuevo motivo de ruptura entre los diversos grupos oficiales de la sociedad israelita con el mensaje de Jesús, cada vez se hace más difícil el entendimiento.
Ciertamente en la época de Jesús los únicos que negaban la resurrección de los muertos eran los saduceos.
Nos encontramos hoy frente a la Palabra de Dios que toca uno de los puntos más difíciles de entender en nuestra vida: la realidad de la muerte y la propuesta cristiana de la Resurrección. Aunque nos parezca extraño, hoy Jesús vuelve a hablarnos como a los saduceos, y por momentos cuesta entender esto que dice Jesús. Pero nosotros, decimos “Creo Señor, pero aumenta mi fe”.
No entendemos las propuestas cristianas de la Resurrección porque constantemente vivimos aferrados a una falsa corporalidad por el temor que nos han inculcado frente a la realidad de la muerte.
Cada día los hombres y mujeres de nuestro tiempo viven en un pánico constante frente a la muerte. Que si no purifica la imagen de Dios, como Padre amoroso, nos lleva a caer en una mirada trágica de cada momento de nuestra vida.
La esperanza en la resurrección es la fuerza capaz de ordenar las realidades humanas en una escala de valores puesta en la vida eterna. Por eso Jesús enseña que la vida eterna se dará en la gratuidad y la universalidad en la relación entre los hombres, no habrá dominio de unos sobre otros, la existencia será una gran fiesta de vida eterna y plena.
La resurrección no puede entenderse en la perspectiva de los valores temporales. Eso es lo que en el texto significan los ángeles. Hombre y mujer serán libres y plenamente iguales, no estarán sometidos el uno al otro.
Por otro lado debemos entender en el texto que Dios es un Dios de vivos y no de muertos. Debemos profundizar sobre el misterio de un Dios que da la vida, que transforma nuestro ser, nos resucita. De esta forma Marcos anticipa el contenido de la resurrección de Jesús como vida después de la muerte y nos invita a descubrir el verdadero poder de Dios que transforma las fuerzas de la muerte en fuerzas de vida. Frente a la muerte tenemos que tener una actitud de acogida y una gran capacidad de tratarla como lo hizo Francisco de Asís quien la llamaba “la hermana Muerte” y frente a la Resurrección tenemos que entender el contenido de justicia que ella esconde.
Para el Nuevo Testamento la resurrección no es eternizarse por siempre, sino que es la justicia que Dios hace a los hombres y mujeres que han asumido la justicia como causa y defensa de la vida y de la dignidad humana como bandera, y ahora la vivirán desde el gozo de la visión de Dios por toda la eternidad, pero en Él, con Él, por Él.
El razonamiento de Jesús podría parecer extraño a primera vista. El problema que le plantean es la resurrección de los muertos y él habla de Dios, pero en realidad la fe en la resurrección depende de la imagen que se tiene de Dios.
No es sólo un problema antropológico que se resuelve respondiendo filosóficamente y con grandes discursos a las preguntas de quién es el ser humano y cuál es su destino. Es ante todo un problema teológico. Para Jesús la resurrección de los muertos se fundamenta en el poder de un Dios que es vida y amor, quien en virtud de la comunión de vida que ha querido establecer con los seres humanos, no los abandona a la muerte sino que los conduce a una vida sin fin. Al fin y al cabo ya mostró su poder dando la vida al hombre desde la nada.
La esperanza de la vida futura, por una parte, nos ayuda a relativizar el presente, ayudándonos a asumir nuestra condición de peregrinos en el mundo, en constante éxodo, libres de todo lo que pueda distraernos en nuestro camino hacia la patria eterna; por otra parte, esta esperanza da consistencia al presente, lo hace fecundo e importante, pues vivimos con la conciencia de que hemos sido arrancados del poder de la muerte y seremos recuperados totalmente para Dios y en Dios.
La esperanza en la vida futura nos libera de todo aquello que se presenta ante nuestros ojos con pretensiones de absoluto. Al mismo tiempo, en lugar de alienarnos, nutre y estimula nuestro compromiso con el presente, sanando los límites y las heridas propias de la condición histórica. Gracias a la esperanza en la vida futura, el cristiano es testigo de vida, de gozo y de confianza.