Un nuevo orden interior: Combate, oración y lucha

viernes, 30 de marzo de 2007
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Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches sintió hambre. El tentador acercándose le dijo: Si tu eres Hijo de Dios manda a que estas piedras se conviertan en panes. Jesús le respondió: “Está escrito, el hombre no vive solamente de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Luego el demonio llevó a Jesús a la ciudad Santa y lo puso en la parte más alta del templo diciéndole: Si tú eres Hijo de Dios tírate abajo porque está escrito: Dios dará órdenes a los ángeles y ellos te llevarán en sus manos para que tú pié no tropiece con ninguna piedra. Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta. Desde allí lo hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor y le dijo: te daré todo esto si te postras para adorarme. Jesús le respondió: “Retírate Satanás porque está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y a El sólo rendirás culto”. Entonces el demonio le dejó y los ángeles se acercaron para servirlo.

Mateo 4, 1 – 11
Va llegando a su fin el tiempo de Cuaresma, al menos para nosotros en la catequesis, ésta es la última catequesis cuaresmal. A partir del próximo lunes estaremos compartiendo un camino que nos conduce a vivir el Triduo Pascual con plenitud de corazón desde la enseñanza que en la Palabra y en éste espacio de Gracia que nos da el Señor en la Catequesis, intentaremos abrir caminos para que puedas vivir una Semana Santa en Jesús.

Es nuestra misión acercarte al Señor y ofrecerte la presencia de El con María para que puedas gozar de la alegría de saber que Dios está en tu vida. Como hoy, invitándote a reconocer que tu vida, en sus sombras, en medio de tentaciones, en tus complejos, en tus límites, es un combate, es una lucha, es un trabajo denodado por vencer desde el Señor, y con El nuestra propia debilidad por su Gracia. Todo lo que a nosotros nos parece oscuro, sombrío, triste, agobiante, pesado, es la instalación en nuestro propio corazón, la presencia en nuestra propia vida, de todo aquello que atenta contra la vida de la Gracia, la vida de Dios en nosotros. La vida interior es un combate y Jesús nos da ejemplo y testimonio de esto en la Palabra que acabamos de compartir.

Fíjate que indicativo es el comienzo de la Palabra que hemos proclamado recién: “El Espíritu Santo condujo a Jesús al desierto para ser tentado por el demonio”. ¿Cómo es esto? ¿El Espíritu lo lleva a Jesús para que el demonio lo tiente? Hay una clarísima definición en ésta expresión en torno a qué es la vida en el Espíritu: es un combate, es una lucha contra la fuerza del mal que opera en el mundo generando el espíritu del mundo que niega a Dios, que se instala en nuestra naturaleza herida por el pecado, y que asedia, atenta, incide sobre nosotros directamente como mal espíritu para resistir a Dios y su presencia y para apartarnos de su camino, para oscurecer nuestra mirada.

Tiene muchas formas de aparecer la fuerza del mal, pero también es verdad que Dios está con nosotros y viene con nosotros para éste combate y ésta lucha. De hecho, cuando un hombre o una mujer en la Sagrada Escritura reciben una misión y se preparan para llevarla adelante, una y otra vez Dios aparece diciéndole al corazón: “Yo estoy contigo, yo estaré contigo, yo iré contigo”.

En medio de la misión siempre aparece la dificultad para vencer aquello que es obstáculo a la llegada del Señor. Es Él el que va a anunciarse y es Él también el que abre los caminos y por eso en Él debemos vivir la misión y en Él tenemos que descansar nuestro combate y nuestra lucha. No se puede ir a la lucha y al combate de cualquier manera, tenemos que reconocer que es Él, el que fue llevado por el Espíritu al desierto, el que está en esa lucha y en ese combate, y es Él el que toma nuestro corazón para continuar en éste tiempo prolongando su misión en medio del mundo, en esa misma lucha y en ese mismo combate. Es nuestro propio corazón el territorio donde se debate éste enfrentamiento entre el proyecto de Dios y todo aquello que atenta contra éste proyecto.

En una meditación hecha por Ignacio de Loyola en los ejercicios espirituales, que el llama Las dos banderas, se invita al ejercitante decidirse con qué bandera se va a identificar: con la bandera de Cristo o con la bandera de Lucifer. En las filas de Jesús o en las filas de lucifer, del demonio.

Es claro el proceso que va llevando el camino del ejercitante para moverlo en el corazón a asumir el lugar de Jesús y desde ese lugar reconocer que la lucha es contra las fuerzas del mal, “contra los espíritus que están en los cielos” dice claramente el apóstol San Pablo, “no es ni contra la sangre ni contra la carne”.

Esta lucha, este combate, que tiene como territorio las fuerzas que operan en nuestro corazón, es una lucha y un combate que lo hacemos con Jesús. Vos dirás ¿de qué estamos hablando?, estamos hablando de: situaciones de división de los hogares, de la falta de paz. Me quiero referir muy puntualmente a los enfrentamientos en los diálogos sordos que existen a veces en tu vida matrimonial.

Quiero particularmente detenerme para ponerte un poco de luz sobre los desentendimientos que hay en las generaciones familiares. Estamos hablando de un combate que se da en medio de la desazón que produce el que no nos alcance frente a un ideal de consumo que nos propone el mundo y que hace que lo nuestro nunca termine por valer demasiado siendo que le han puesto un precio a nuestro trabajo y que ese precio tiene que coincidir con lo que le mundo demanda de éxito si no alcanzas los servicios porque no puedes tener y solo vale el que tiene.

Todo esto es un combate, es una lucha, pero que no se debe establecer enfrentándonos entre nosotros sino, en un claro discernimiento, descubrir que hay fuerzas, espíritus, que mueven en un sentido o en otro, que nacen de una convivencia a veces enferma dentro del ámbito familiar o que viene desde fuera, presionando como estilo de vida que nada tienen que ver con el Evangelio y los valores de Jesús o directamente porque se ha instalado en tu casa el mismísimo mal espíritu, el mismísimo señor de las tinieblas, para jugarte una mala pasada en la angustia, en la tristeza, en la desazón.

El mismo diablo que tiene por objeto dividir, enfrentar, quitar la paz y robarte la alegría. Si de alguna manera todo esto que he descrito recién te está ocurriendo es porque te está invitando el mismo Dios a luchar. Pero ¿por qué Dios nos lleva a la lucha? porque fortalecidos en la lucha nosotros nos hacemos con El capaces para morir y entregar la vida sabiendo que con El vamos a resucitar. A lo largo de todo el Evangelio Jesús aparece enfrentándolo al mal espíritu.

Entre los enfermos y los poseídos, entre las autoridades con las que confronta permanentemente, Jesús busca “exorcizar” de un “modo de entender” a Dios que no corresponde al rostro de Padre que Jesús trae. Nuestro camino, y particularmente en la Cuaresma, es un combate, es una lucha. El Señor viene con nosotros, primero para hacernos caer en la cuenta de por qué nos pasa lo que nos pasa, porque estamos siendo atacados, combatidos. El nos dice: “anímate a crecer, usa esa bandera que te doy, la de Mi Nombre, mi Espíritu va con vos, confía en El, Yo estaré en medio de tu debilidad y me haré fuerte en la lucha”.

Hay un demonio, como le llama Grüm a ésta fuera del mal que se instala en medio de nosotros que sería como el padre de todos los males espíritus, es el orgullo, la soberbia. El demonio del orgullo, dice Grüm, conduce al hombre a la caída más grave, convence al alma de que no crea que es Dios el que la ayuda sino que la impulsa a creer que es ella la causa de sus buenas acciones, y le hace creer que los hermanos, desde un plano superior, teniéndolo por irreflexivos e ignorantes, no valen nada.

Al orgullo le siguen la ira y la tristeza como último mal el desconcierto del espíritu, la locura, las alucinaciones, en que aparecen una muchedumbre: los demonios por el aire, cuenta Anselm Grüm. El orgullo no sólo es el último sino el más peligroso de todas las fuerzas del mal que atentan contra nosotros, la soberbia, la autosuficiencia, el creerse y el intentar ser más de lo que uno es, el ponerse un saco que a uno le queda grande, el desubique más grande con el que el hombre vive de cara a sí mismo a los demás y al mismo Dios. Nos pone fuera de la realidad la soberbia.

Orgullo es lo que Young llama “inflación”. “El orgullo se hincha con el contenido del inconsciente” dice Grüm y siempre pierde el sentido de la realidad. La soberbia nos hace poco cordiales con la realidad, nos hace poco amigos de lo concreto, de lo puntual, del aquí y ahora, de lo casero, de lo cotidiano. Nos aparta de Nazareth, como lugar de la manifestación del misterio divino en la familia, en la casa, en el trabajo, en el silencio, la oración, la labor manual, la vecindad, lo nuestro, lo de cada día. El orgulloso, enseña Grüm, cae por la identificación con estereotipos que están instalados en el inconsciente y quedamos como poseídos de la fuerza violenta donde en ese lugar opera.

De allí que los monjes antiguos hablaban de la perturbación del espíritu que se genera en la lucha por la fuerza de la soberbia en el corazón. En la lucha, el combate, la batalla interior, la soberbia busca desarticular y perturbar el espíritu. Todos los vicios atentan contra la vida de Dios en nosotros. Mientras que los tres impulsos fundamentales son relativamente fáciles de dominar, es más fácil atacar a la lujuria, a la gula, pero con ésta fuerza del mal no es tan fácil, no es tan simple, porque busca instalarse a escondidas allí a donde estamos llamados a ser nosotros mismos y a desfigurar lo que somos para hacernos creer lo que no somos.

Es como mirarse en el espejo y ver transformada la propia figura en algo distinto a lo que nosotros sabemos que somos, eso es lo que hace la soberbia. Nos desubica frente a la realidad, como consecuencia nos descompagina el conjunto de la vida, por eso está en la raíz misma de la acción del mal, porque el que es el padre de la mentira tiene, como razón de ser y como lógica interna que gobierna su ser mismo, su operar, ésta realidad, la soberbia que lo hace negar a Dios y querer ocupar su lugar. 

Todo pecado en el fondo es un acto de soberbia donde nosotros, apartándonos del plan de Dios, nos dictamos nuestro propio plan, nuestro propio proyecto, nuestro propio camino. Todo acto pecaminoso es un acto soberbio en cuanto que es desobediencia al proyecto de Dios. Cuando uno lee el libro del Génesis, en los primeros capítulos, donde aparece la caída de nuestros primeros padres bajo esa forma tan rica en imágenes que nos ofrece desde un pensamiento mítico el autor sagrado, ¿que es lo que se nos muestra allí?, ¿dónde estuvo el pecado?, es en el acto de desobediencia.

Por allí se ha malentendido el pecado original como un pecado de origen en el desorden de la sexualidad y entonces la manzana se pone como fruta prohibida y lo prohibido se entiende lo sexualmente desordenado cuando en realidad lo que ocurre es que el origen del mal está presentado bajo la forma de desobediencia que nuestros primeros padres tuvieron frente a aquella indicación de Dios, el creador: Pueden comer de todo menos de este árbol. Ellos fueron y comieron desobedientemente de ese árbol.

El pecado, como origen, tiene como raíz ésta fuerza de la desobediencia que se instaló en el corazón de la humanidad desde el comienzo.

Uno de los demonios, sombras o nube, que busca instalarse en nuestro corazón para opacar la presencia del sol que es Jesús que brilla dentro de nosotros es la vanagloria, que está muy emparentada con la soberbia y el orgullo. ¿Qué es el pensamiento de la vanagloria?, es un pensamiento muy sutil que se introduce con facilidad entre los que vamos buscando vivir de una manera como Dios manda.

Este demonio sugiere el deseo de publicar los empeños, esforzarse por la fama entre los hombres, pinta en su fantasía la expulsión de furibundos demonios, curación de mujeres, una multitud que toca con veneración sus vestidos, digámoslo así: es agrandarse. La vanagloria es eso, es salir del lugar de mesura, del lugar de sencillez, de austeridad, de ese lugar de cordura en la vida, de simpleza, de cotidianeidad. La vanagloria es como andar de frac todo el día, o vestido de fiesta. Cuando nosotros nos vanagloriamos es como si nos pusiéramos un traje de fiesta que no nos cabe para lo que nos toca en lo cotidiano, ésta es la vanagloria.

La vanagloria en el fondo nos desubica. Nace de no estar apoyado donde nos toca estar apoyados, de no darle la gloria al que merece toda gloria, todo honor, toda alabanza, a este Dios que nos creó, el que nos sostiene todos los días en la creación. Es ponernos el moño cuando al moño lo puso Dios en nuestra vida y en todo caso, si tenemos puesto el moño que todo el mundo se de cuenta que nos lo regaló el Padre del cielo y que no es nuestro ni nos pertenece. Es adueñarnos de Dios y es decirle “No quiero que seas más Dios, ahora yo voy a ser Dios, ahora déjame ser por un ratito Dios a mí”.

Cuando nosotros queremos ocupar el lugar de Dios y por un rato ser Dios, se arma mucho lío. A nosotros nos da para ser criaturas, y lo lindo que es serlo cuando se descubre que somos criaturas en vínculo con un creador que es Padre, que es bueno, que es misericordioso y que nos comparte la bondad de su amor, de su misericordia. Querer ser Dios, esa es la vanagloria, es querer ponernos un traje de fiesta todos los días, es todos los días andar de frac o de vestido largo. La vanagloria es así, nos descoloca, nos desubica, nos hace estar fuera de lugar, nos hace ocupar un lugar que no nos pertenece, que no es nuestro.

La humildad que combate contra la soberbia es la verdad nos dice Teresa de Jesús. La humildad no es el apocamiento, el acurrucamiento, el escondimiento. La humildad verdadera es la que nos hace caminar en la verdad, hacer lo que somos, ni más ni menos, con luces y sombras.

En el agradecimiento y en la alabanza hay un arma muy fuerte para ubicarnos de cara a Dios que todo lo puede y que a nosotros nos quiere como hijos suyos. Cuando agradecemos y cuando alabamos a Dios estamos siendo realmente hijos y es lo mejor que nos puede pasar porque nos encontramos con nuestra propia realidad, nuestra propia verdad.