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Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados y yo los aliviaré
miércoles, 13 de diciembre de 2006
En aquel tiempo Jesús dijo: ‘Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, nadie conoce al Hijo, sino el Padre, así como nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados y yo los alivié. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio, porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
Mateo 11, 25 – 30
El evangelio de hoy es para los pequeños: no han sido y no son los sabios, los prudentes, los científicos ni aún los mismos teólogos los que entienden lo que Jesús revela en el evangelio, a menos que tengan la actitud de los pobres y de los sencillos, que intuyen desde el corazón el misterio de la persona del Señor. Es Él que revela en palabras, en gestos, en milagros y en signos concretos, el rostro amoroso de Dios, que es Padre. En este texto que la liturgia nos regala, se ha conservado uno de los pocos momentos donde Jesús nos deja participar en su diálogo con el Padre; Él se llama simplemente “el Hijo”, cuya identidad solamente el Creador conoce, como también al Padre lo conoce solamente el Hijo y Él lo manifiesta y lo revela.
Esta afirmación, sin duda, ha quedado en la memoria de sus discípulos, que la escucharon y la compartieron, de boca del Señor. Fueron los pequeños, como los mismos apóstoles, a quienes Jesús había convocado de entre la gente humilde del pueblo judío, no eligió a los escribas ni a los dirigentes.
Jesús es el enviado de Dios y su hijo único, que se hace carne para salvarnos y redimirnos del pecado. Pero son aquellos despreciados por los entendidos de la ley judía, por ser ignorantes, quienes sufrían bajo las normas que dictaban los escribas. El peso y el yugo designa con frecuencia en toda la Palabra, y especialmente en el mundo del judaísmo, el cumplimiento de la ley y los escribas la habían sobrecargado con un número incalculable de prescripciones, que aquellos que eran simples se esforzaban por observar.
Muchas veces no podían distinguir lo que era mejor, lo fundamental de lo accidental; por eso también alguna vez lo pusieron a prueba a Jesús y le preguntaron cuál era el primero, el principal de los mandamientos; a nosotros nos cuesta terminar de contar cuántos mandamientos se habían hecho a partir de la ley del Sinaí, pero se calcula que entre preceptos y prohibiciones habían sobrecargado tanto la ley, que llegaban a más de trescientos sesenta y cinco mandamientos.
Todo esto, realizado a partir de lo que el Señor había revelado a su pueblo; a ellos, que por eso estaban afligidos y agobiados, Jesús los invita a cargar con su yugo. El mismo San Pablo, que en su tiempo de fariseo había tratado de observar la infinidad de preceptos, descubre la revelación de Cristo, que había vivido como un esclavo y que es Dios quien le da la libertad. San Pablo exhortará, entre tantas de sus palabras y de sus cartas, a los cristianos de Galacia a mantenerse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud.
Sabemos que Jesús no viene a derogar ni a abolir la Ley, Él lo dijo claramente en su Palabra, pero llega para simplificar su cumplimiento. Y lo hace desde la perfección de la Ley, que no es otra cosa que el amor; aquello que también nos lo recordará San Pablo al escribirle a los corintios. Traemos a la memoria a aquel rabino que se acercó a Jesús y que le preguntó cuál era el mandamiento más importante. El Maestro marca el primero, el segundo, pero el fundamental ni siquiera allí está, sino que esto es entender, hoy para nosotros, la motivación profunda de todos ellos, que es el amor.
El alivio que sentimos no se debe solamente a la comprensión de la Ley según la enseñanza de Jesús, sino sobretodo, a que Jesús mismo se ha hecho pobre y en Él, el hombre se comprende en su relación con el Padre. Cristo nos deja participar en esta relación, nos descubre el rostro del Padre misericordioso que nos ama y también nos anima a entregar todo nuestro ser a Dios, pero siempre con la alegría de un corazón generoso.
También hoy, Cristo nos invita a cada uno de nosotros porque esta Palabra la leemos y se hace presente, se hace realidad, tiene que vibrar el corazón, porque es el mismo Jesús que nos acaba de hablar y que nos invita a levantar los ojos al cielo, para que nos alegremos en Él por todo lo que nos ha regalado. Si tenemos un corazón sencillo, pobre, que se descubra dependiente de Dios –como el niño que depende de las manos de su papá y de su mamá para poder caminar- solo así podremos hacer la experiencia de la alabanza. Animémonos a alabarlo a Dios por todo lo que nos da, por lo que nos muestra.
En la oración de estos días hemos sabido alabar al Señor, darle gracias porque aún hoy se sigue revelando, bendecirlo y glorificar su nombre por tanto amor que nos entrega. Puede que lo alabemos viendo su obra en nuestros hermanos, o bien contemplando a María que llega al corazón de tantos hombres y mujeres de nuestra Argentina, a través de la radio.
“Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, te alabo, creador de todas las cosas, dador de vida, que me invitas por el Bautismo a vivir la dignidad de ser hijo tuyo”. Animémonos, pues, a encontrar motivos para alabar a nuestro Dios.
Desde nuestro Bautismo, la ley del amor está escrita en nuestro corazón y gracias a este impulso somos capaces de responder al Padre con la confianza de hijos y de tratar a los demás como hermanos. Dios era terrible para muchos, pero hoy se hace muy cercano, tanto que hasta lo podemos llamar “papá, papito, padre nuestro”.
Hoy en el horizonte del mundo entero, Cristo nos convoca nuevamente y nos dice: “Vengan a mi todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. Así invita a los que no saben salir de los enredos de sus propias contradicciones, de los conflictos de su entorno, de tantas incomprensiones y rencores. Nos propone cambiar la carga nuestra por su yugo. Jesús siempre es claro: con su Palabra no intenta seducirnos con promesas de bienestar físico o material, en estos tiempos en que todo se consigue rápidamente y se plantea la liberación de los problemas como única solución posible –incluso con falsas promesas-.
Cristo no impone su ley a los hombres por el temor al castigo o a la venganza, esta es una concepción alejadísima de un Dios que es amor y que solo busca el bien de sus hijos. Debemos convencernos de esto, incluso tenerlo presente en los momentos de las grandes pruebas para poder gritar con fuerza: “Dios nunca, nunca, nunca me castiga. Él me ama”.
La persona y el mensaje de Jesucristo que los católicos debemos anunciar con claridad y firmeza responde a su llamada: “Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón”. Jesús se refiere a cada uno de nosotros en particular, pero no reduce su invitación al ámbito íntimo de la persona, sino que el evangelio de hoy crea un estilo de vida compartida, en comunión, que comienza en las comunidades cristianas y hoy empieza aquí, en cada uno de aquellos que a diario compartimos la fe, pero que debe repercutir en los diversos ambientes en que nos movemos. Solo así, esta presencia del Maestro será eficaz, cuando el mensaje del evangelio –que genera en nosotros un estilo de vida-comienza a contagiar nuestra casa, nuestra familia, el trabajo, el grupo de amigos en donde puede no haber lugar para Dios – si no fuese por nuestra palabra serena-, nuestro equipo de estudio, en donde ya es indiferente sentir o no, hablar o no del amor del Padre misericordioso.
La motivación más fuerte para empeñarnos en la causa pública, en la búsqueda diaria del bien común para que todos puedan vivir con dignidad y no haya excluidos, es para nosotros un compromiso que por el bautismo se hace público, porque Cristo vino a establecer el Reino de Dios entre nosotros, para que imperen siempre los criterios del evangelio. Se debe escuchar en todas partes, si no por medio de nuestras palabras a través del testimonio, este “Te alabo Padre, Señor Dios cielo y de la tierra”. Estamos conscientes que este empeño será siempre un comenzar, como la siembra, pero sabemos que la cosecha será el fruto de nuestra entrega humilde y paciente.
Así es como ahora estamos llamados a descubrir cómo en nuestra vida los dilemas nos vienen de afuera, aunque también a veces provienen de nuestro corazón. Tal vez en este tiempo se escuche fuerte ese grito que viene desde dentro, porque llegamos al final de un año, cansados, desorientados, desilusionados y no siempre quienes nos rodean son culpables de esto.
Hoy Jesús es claro, quiere ayudar al que está cansando y nos asegura que el mismo Padre Dios desea también hacerlo con el que desfallece, comunicándonos su fuerza. Es que el Hijo bendito conoce el alma, sabe de lo que llevamos en este momento en el corazón, conoce de nuestros dolores, temores, preocupaciones, angustias y todas estas situaciones interiores que muchas veces nos quitan la paz.
Todos tenemos agobios, pues es que somos débiles y sentimos cansancios, producto de las dificultades y de los sufrimientos. Para los sacerdotes, por ejemplo, es maravilloso poder contribuir a que descanse el corazón abatido de los hermanos en el sacramento de la Reconciliación: “Yo te absuelvo de tus pecados, vete en paz y da gracias a Dios que te ha hecho nuevo criatura”.
Actualmente, el estrés junto con la soledad y la desorientación caracterizan al hombre moderno y le llenan el corazón -sin Dios- de pesimismo, de materialismo, de rencores, de pasiones, de sensualidad y de comodidades, de tantas dolencias que solo provocan un profundo vacío de la vida, una gran falta de sentido para seguir caminando. Por eso debemos reconocer que todos necesitamos la ayuda del Señor, Él quiere darnos lo que le suplicamos y aún mucho más, como le regaló la salvación al paralítico.
En toda la Palabra de Dios leemos las invitaciones de Jesús a cada uno de aquellos que se acercaban, pero también este llamado hoy lo hace a nuestro corazón… “Vengan a mí lo que están cansados y agobiados, vengan a mí los que tengan hambre y sed de amor, vengan a mí los que tengan hambre y sed de justicia; no se aflija el corazón de ustedes, tengan fe viva en Dios, no se inquieten, crean en Dios y crean también en mí. Yo permaneceré unido a ustedes, esto se los he dicho para que, estando en comunión conmigo, tengan paz. En el mundo han de encontrar tribulación, pero tengan valor, yo he vencido al mundo”.
Según aquellos que escudriñan la Santa Palabra, por trescientas sesenta y cinco veces figura en la Biblia la frase “No teman”. ¡Qué hermosa es la providencia de Dios, una frase para cada día del año! Hoy nos dice el Señor, rico en misericordia: “No temas, ten confianza”. Este Dios que es Padre y Madre nos lleva en sus brazos y nos regala a su Hijo Jesús, a quien celebraremos en esta Navidad. Es Jesús quien quiere recostar nuestra cabeza sobre su corazón y consolarnos. Él desea hacer sentir su cercana presencia, darnos la certeza de que está con nosotros. ¡Dejémonos abrazar por Jesús, aun en medio de lo que estemos haciendo! Jesús quiere ser el buen samaritano en este momento, vendarnos las heridas, ungirnos con el aceite que alivia. Es bello sentir que Él nos carga y no ya para reposar en una posada que no conocemos, sino en su propia casa, en el encuentro del Padre de las misericordias.
Es que Dios es el único que tiene poder para renovar nuestras fuerzas, por ello, no demoremos y corramos hacia Él con confianza, con la actitud de un niño desamparado, extraviado, que implora a su papá, que pide estar en sus brazos. Escuchemos su voz en nuestro corazón, porque nos vuelve a decir: “Yo te aliviaré y te daré descanso”.
El Adviento nos invita a no dudar nunca de Dios, nos hace un anuncio cargado de confianza, Cristo Jesús vino y sigue viniendo a nuestra historia para curarnos y fortalecernos, para liberarnos de miedos, de esclavitudes, de agobios y de angustias. Posiblemente nos toque caminar con la cruz a cuestas cada día, detrás de las huellas del Maestro, seguir sus pisadas, sin grandes milagros; pero si de veras acudimos a Él, siguiendo su invitación, encontraremos paz interior, serenidad y fuerza para seguir caminando.
Este tiempo de preparación para la llegada de Jesús es escuela de esperanza, es espacio de paz interior, porque nuestro Padre siempre viene en Cristo, Él está cerca de nosotros y conoce nuestra debilidad. Es que este hombre- Dios se hizo en todo igual a nosotros, menos en el pecado, conoció de la tentación, del dolor, de la pobreza, de la incomprensión, del cargar una cruz pesada y del latigazo, pero también supo de la cercanía del Padre que lo consolaba.
Esta imagen acogedora de un Cristo compasivo, que abraza, es la que deberíamos ofrecer hoy nosotros a nuestros hermanos y de ofrecerlo como Iglesia, especialmente a quienes están más alejados de la comunidad. Por eso es que el Adviento nos invita a que nosotros, que somos Iglesia, nunca respondamos con leyes vacías al dolor de las personas, con exigencias, sino con comprensión.
Todos necesitamos de un abrazo fraterno, de ir acompañando en silencio, estamos invitados a ser personas que den, que inspiren, que contagien la paz que el mundo no puede ofrecer, a pesar de todas las garantías de felicidad que promete entregar. Tal como dice Jesús, la paz que da Él es la del resucitado, es la que regaló a sus discípulos en cada una de sus presencias después de haberlo visto morir en la cruz, es la paz que da Dios al corazón abierto, entregado, orante, caritativo y generoso.
Jesús nos invita a que seamos nosotros quienes nos convirtamos en buenos samaritanos; ni siquiera tendremos que sacar una moneda del bolsillo. Es muy probable que lo que Dios esté pidiendo en este momento es que saquemos un rato de nuestro tiempo para escuchar a los demás, para hacernos otro Cristo, para que quien esté afligido pueda descubrir en nosotros esa presencia cercana del amor del Padre. Debemos ser testigos de la esperanza, de la alegría y de la generosidad, lo que debe llevarnos a dar tiempo a quien nos necesite –si nos piden un minuto, demos una hora…-.
Es que la actualidad posmoderna está vacía de Dios, plagada de la escasa unidad y armonía, llenos de todos pero hartos de lo que se nos ofrece; solemos buscar la felicidad por caminos erróneos, que nos llevan a fastidiarnos de la vida. Tantas veces se nos invita a huir en soluciones fáciles y nos olvidamos que la verdadera noticia es que en Cristo Jesús tenemos la respuesta del Padre a todas nuestras preguntas. Debemos ser los instrumentos de los cuales el Señor se sirva para regalar paz, recordando que nuestra vida es esa presencia amorosa de Dios en el mundo.
“Una noche, en sueños vi, que con Jesús caminaba, junto a la orilla del mar, bajo una luna plateada. Soñé que veía en los cielos, mi vida representada, en una serie de escenas que en silencio contemplaba. Dos pares de firmes huellas en la arena iban quedando, mientras con Jesús andaba, como amigos, conversando. Miraba atento esas huellas, reflejadas en el cielo, pero algo extrañó observé y sentí gran desconsuelo.
Observé que algunas veces, al reparar en las huellas, en vez de ver los dos pares, veía un par de ellas. Y observaba también yo, que aquel solo par de huellas se advertía mayormente en mis noches sin estrellas, en las horas de mi vida, llenas de angustia y tristeza, cuando el alma necesita más consuelo y fortaleza. Pregunté triste a Jesús: ‘Señor, ¿tú no has prometido que en mis horas de aflicción siempre andarías conmigo?
Pero noto con tristeza, que en medio de mis querellas, cuando más siento el sufrir, veo sólo un par de huellas, ¿dónde están las otras dos que indican tu compañía, cuando la tormenta azota sin piedad la vida mía?’
Y Jesús me contestó, con ternura y compasión: ‘Escucha bien, hijo mío, comprendo tu confusión, siempre te amé y te amaré y en tus horas de aflicción y de dolor, siempre a tu lado estaré, para mostrarte mi amor. Mas si ves sólo dos huellas en la arena al caminar y no ves las otras dos que se debieran notar, es que en tu hora afligida, cuando flaquean tus pasos, no hay huellas de tus pisadas, porque te llevo en mis brazos’.
Padre Javier Soteras
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