Durante siglos las generaciones cristianas han acompañado a Cristo camino del Calvario, en una de las más hermosas devociones cristianas: el Via Crucis. ¿Por qué no intentar -no «en lugar de», sino «además de»- acompañar a Jesús también en las catorce estaciones de su triunfo, el Via Lucis, el camino de la luz? Bienaventurados los testigos de su resurrección
I Jesús resucitado, conquista la vida verdadera
Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y acercándose removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella (Mt 28, 2)
Gracias, Señor, porque al romper la piedra de tu sepulcro nos trajiste en las manos la vida verdadera, no sólo un trozo más de esto que los hombres llamarnos vida, sino la inextinguible, la zarza ardiendo que no se consume, la misma vida de que vive Dios.
Gracias por este gozo, gracias por esta Gracia, gracias por esta vida eterna que nos hace inmortales, gracias porque al resucitar inauguraste la nueva humanidad y nos pusiste en las manos esta vida multiplicada, este milagro de ser hombres y más, esta alegría de sabernos partícipes de tu triunfo, este sentirnos y ser hijos y miembros de tu cuerpo de hombre y Dios resucitado.
Ha resucitado, no está aquí, mirad el sitio en que lo pusieron (Mc 16, 6)
Hoy, al resucitar, dejaste tu sepulcro abierto como una enorme boca, que grita que has vencido a la muerte.
Ella, que hasta ayer era la reina de este mundo, a quien se sometían los pobres y los ricos, se bate hoy en triste retirada vencida por tu mano de muerto-vencedor. ¿Cómo podrían aprisionar tu fuerza unos metros de tierra?
Alzaste tu cuerpo de la fosa como se alza una llama, como el sol se levanta tras los montes del mundo. y se quedó la muerte muerta, amordazada la invencible, destruido por siempre su terrible dominio. El sepulcro es la prueba: nadie ni nada encadena tu alma desbordante de vida y esta tumba vacía muestra ahora que tú eres un Dios de vivos y no un Dios de muertos.
Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu y en el fue a pregonar a los espíritus que estaban en la prisión (1 Pe 3, 18)
Mas no resucitaste para ti solo.
Tu vida era contagiosa y querías repartir entre todos el pan bendito de tu resurrección.
Por eso descendiste hasta el seno de Abrahán, para dar a los muertos de mil generaciones la caliente limosna de tu vía recién reconquistada.
Y los antiguos patriarcas y profetas que te esperaban desde siglos y siglos se pusieron en pie y te aclamaron, diciendo: «Santo. Santo. Santo.
Digno es el cordero que con su muerte nos infunde vida, que con su vida nueva nos salva de la muerte.
Y cien mil veces santo es este Salvador que se salva y nos salva».
Y tendieron sus manos hacia ti. Y de tus manos brotó este nuevo milagro de la multiplicación de la sangre y de la vida.
Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador (Lc 1, 47)
No sabemos si aquella mañana del domingo visitaste a tu Madre, pero estamos seguros de que resucitaste en ella y para ella, que ella bebió a grandes sorbos el agua de tu resurrección, que nadie como ella se alegró con tu gozo y que tu dulce presencia fue quitando uno a uno los cuchillos que traspasaban su alma de mujer.
No sabemos si te vio con sus ojos, mas sí que te abrazó con los brazos del alma, que te vio con los cinco sentidos de su fe.
Ah, si nosotros supiéramos gustar una centésima parte de su gozo.
Ah, si aprendiésemos a resucitar en ti como ella.
Ah, si nuestro corazón estuviera tan abierto como estuvo el de María aquella mañana del domingo.
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: «He visto al Señor», y las cosas que le había dicho (Jn 20, 18)
Lo mismo que María Magdalena decimos hoy nosotros: «Me han quitado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.»
Marchamos por el mundo y no encontramos nada en qué poner los ojos, nadie en quien podamos poner entero nuestro corazón.
Desde que tú te fuiste nos han quitado el alma y no sabemos dónde apoyar nuestra esperanza, ni encontramos una sola alegría que no tenga venenos.
¿Dónde estás? ¿Dónde fuiste, jardinero del alma, en qué sepulcro, en qué jardín te escondes?
¿O es que tú estás delante de nuestros mismos ojos y no sabemos verte?
¿Estás en los hermanos y no te conocemos?
¿Te ocultas en los pobres, resucitas en ellos y nosotros pasamos a su lado sin reconocerte?
Llámame por mi nombre para que yo te vea, para que reconozca la voz con que hace años me llamaste a la vida en el bautismo, para que redescubra que tú eres mi maestro.
Y envíame de nuevo a transmitir tu gozo a mis hermanos, hazme apóstol de apóstoles como aquella mujer privilegiada que, porque te amó tanto, conoció el privilegio de beber la primera el primer sorbo de tu resurrección.
«Quédate con nosotros, pues el día declina». Y entró para quedarse con ellos. Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron (Lc 24, 29-31)
Lo mismo que los dos de Emaús aquel día también yo marcho ahora decepcionado y triste pensando que en el mundo todo es muerte y fracaso.
El dolor es más fuerte que yo, me acogota la soledad y digo que tú, Señor, nos has abandonado. Si leo tus palabras me resultan insípidas, si miro a mis hermanos me parecen hostiles, si examino el futuro sólo veo desgracias.
Estoy desanimado. Pienso que la fe es un fracaso, que he perdido mi tiempo siguiéndole y buscándote y hasta me parece que triunfan y viven más alegres los que adoran el dulce becerro del dinero y del vicio.
Me alejo de tu cruz, busco el descanso en mi casa de olvidos, dispuesto a alimentarme desde hoy en las viñas de la mediocridad.
No he perdido la fe, pero sí la esperanza, sí el coraje de seguir apostando por ti.
¿Y no podrías salir hoy al camino y pasear conmigo como aquella mañana con los dos de Emaús?
¿No podrías descubrirme el secreto de tu santa Palabra y conseguir que vuelva a calentar mi entraña?
¿No podrías quedarte a dormir con nosotros y hacer que descubramos tu presencia en el Pan?
«Alarga acá tu dedo y mira mis manos. y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel.» Respondió Tomás y dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 27-28)
Gracias, Señor, porque resucitaste no sólo con tu alma, más también con tu carne.
Gracias porque quisiste regresar de la muerte trayendo tus heridas.
Gracias porque dejaste a Tomás que pusiera su mano en tu costado y comprobara que el Resucitado es exactamente el mismo que murió en una cruz.
Gracias por explicarnos que el dolor nunca puede amordazar el alma y que cuando sufrimos estamos también resucitando.
Gracias por ser un Dios que ha aceptado la sangre, gracias por no avergonzarte de tus manos heridas, gracias por ser un hombre entero y verdadero.
Ahora sabemos que eres uno de nosotros sin dejar de ser Dios, ahora entendemos que el dolor no es un fallo de tus manos creadoras, ahora que tú lo has hecho tuyo comprendemos que el llanto y las heridas son compatibles con la resurrección.
Déjame que te diga que me siento orgulloso de tus manos heridas de Dios y hermano nuestro.
Deja que entre tus manos crucificadas ponga estas manos maltrechas de mi oficio de hombre.
Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. El les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, que soy yo. Palpadme y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies. No creyendo aún ellos, en fuerza del gozo y de la admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Le dieron un trozo de asado, y tomándolo, comió delante de ellos (Lc 24, 36-43)
«Mirenme bien. Tóquenme. Comprueben que no soy un fantasma», decías a los tuyos, temiendo que creyeran que tu resurrección era tan sólo un símbolo, una dulce metáfora, una ilusión hermosa para seguir viviendo.
Era tan grande el gozo de reencontrarte vivo que no podían creerlo; no cabía en sus pobres cabezas que entendían de llantos, pero no de alegrías.
El hombre, ya lo sabes, es incapaz de muchas esperanzas.
Como él tiene el corazón pequeño cree que el tuyo es tacaño.
Como te ama tan poco no puede sospechar que tú puedas amarle.
Como vive amasando pedacitos de tiempo siente vértigo ante la eternidad.
Y así va por el mundo arrastrando su carne sin sospechar que pueda ser una carne eterna.
Conoce el pudridero donde mueren los muertos: no logra imaginarse el día en que esos muertos volverán a ser niños, con una infancia eterna.
¡Muéstranos bien tu cuerpo, Cristo vivo, enséñanos ahora la verdadera infancia, la que tú nos preparas más allá de la muerte!
La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor de los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: «La paz sea con vosotros» (Jn 20, 19)
Han pasado. Señor, ya veinte siglos de tu resurrección y todavía no hemos perdido el miedo, aún no estamos seguros, aún tememos que las puertas del infierno podrían algún día prevalecer si no contra tu Iglesia, sí contra nuestro pobre corazón de cristianos.
Aún vivimos mirando a todos lados menos hacia tu cielo.
Aún creemos que el mal será más fuerte que tu propia Palabra.
Todavía no estamos convencidos de que tú hayas vencido al dolor y a la muerte.
Seguimos vacilando, dudando, caminando entre preguntas, amasando angustias y tristezas.
Repítenos de nuevo que tú dejaste paz suficiente para todos.
Pon tu mano en mi hombro y grítame: No temas, no teman.
Infúndeme tu luz y tu certeza, danos el gozo de ser tuyos, inúndanos de la alegría de tu corazón.
Haznos. Señor, testigos de tu gozo.
¡Y que el mundo descubra lo que es creer en ti!
Yo estaré con ustedes hasta la consumación del mundo (Mt 28, 20)
«Yo estaré con ustedess hasta el fin de los tiempos.»
Esta fue la más grande de todas tus promesas, el más jubiloso de todos tus anuncios.
¿O acaso tú podrías visitar esta tierra como un sonriente turista de los cielos, pasar a nuestro lado, ponernos la mano sobre el hombro, darnos buenos consejos y regresar después a tu seguro cielo dejando a tus hermanos sufrir en la estacada?
¿Podrías venir a nuestros llantos de visita sin enterrarte en ellos? ¿Dejarnos luego solos, limitándote a ser un inspector de nuestras culpas?
Tú juegas limpio. Dios. Tú bajas a ser hombre para serlo del todo, para serlo con todos, dispuesto a dar al hombre no sólo una limosna de amor, sino el amor entero.
Desde entonces el hombre no está solo, tú estás en cada esquina de las horas esperándonos, más nuestro que nosotros, más dentro de mi mismo que mi alma.
«No los dejaré huérfanos», dijiste. Y desde entonces ha estado lleno nuestro corazón.
Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la muchedumbre de los peces (Jn 21, 6)
Desde que tú te fuiste no hemos pescado nada.
Llevamos veinte siglos echando inútilmente las redes de la vida y entre sus mallas sólo pescamos el vacío.
Vamos quemando horas y el alma sigue seca.
Nos hemos vuelto estériles, lo mismo que una tierra cubierta de cemento. ¿Estaremos ya muertos?
¿Desde hace cuántos años no nos hemos reído?
¿Quién recuerda la última vez que amamos
Y una tarde tú vuelves y nos dices: «Echa tu red a tu derecha, atrévete de nuevo a confiar, abre tu alma, saca del viejo cofre las nuevas ilusiones, dale cuerda a tu corazón, levántate y camina».
Y lo hacemos, sólo por darte gusto. Y, de repente, nuestras redes rebosan alegría, nos resucita el gozo y es tanto el peso de amor que recogemos que la red se nos rompe, cargada de ciento cincuenta nuevas esperanzas.
¡Ah, tú, fecundador de almas: llégate a nuestra orilla, camina sobre el agua de nuestra indiferencia, devuélvenos, Señor, a tu alegría!
«¿Me amas?» Y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.» Díjole Jesús: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17)
Aún nos faltaba un gozo: descubrir tu inédito modo de perdonar.
Nosotros, como Pedro, hemos manchado tantas veces tu nombre, hemos dicho que no te conocíamos, hemos enrojecido ante el «horror» de que alguien nos llamara beatos, nos hemos calentado al fuego de los gozos del mundo.
Y esperábamos que, al menos, tú nos reprenderías para paladear el orgullo de haber pecado en grande.
Y tú nos esperabas con tu triste sonrisa para preguntar sólo: «¿me amas aún, me amas?», dispuesto ya a entregarnos tu rebaño y tus besos, preparado a vestirnos la túnica del gozo.
Oh Dios, ¿cómo se puede perdonar tan en serio?
¿Es que no tienes ni una palabra de reproche?
¿No temes que los hombres se vayan de tu lado al ver que se lo pones tan barato?
¿No ves. Señor, que casi nos empujas a alejarnos de ti sólo por encontrarnos de nuevo entre tus brazos?
Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 20)
Y te faltaba aún el penúltimo gozo: dejar en nuestras manos la antorcha de tu fe.
Tú habrías podido reservarte ese oficio, sembrar tú en exclusiva la gloria de tu nombre, hablar tú al corazón, poner en cada alma la sagrada semilla de tu amor.
¿Acaso no eres tú la única palabra?
¿No eres tú el único jardinero del alma?
¿No es tuya toda gracia?
¿Hay algo de ti o de Dios que no salga de tus manos?
¿Para qué necesitas ayudantes, intermediarios, colaboradores, que nada aportarán si no es su barro?
¿Qué ponen nuestras manos que no sea torpeza?
Pero tú, como un padre que sentara a su niño al volante y dijera: «Ahora conduce tú», has querido dejar en nuestras manos la tarea de hacer lo que sólo tú haces: llevar gozosa y orgullosamente de mano en mano la antorcha que tú enciendes.
Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo vendrá como lo habéis visto ir al cielo (Hech 1, 11)
La última alegría fue quedarte marchándote.
Tu subida a los cielos fue ganancia, no pérdida: fue bajar a la entraña, no evadirte.
Al perderte en las nubes te vas sin alejarte, asciendes y te quedas, subes para llevarnos, señalas un camino, abres un surco.
Tu ascensión a los cielos es la última prueba de que estamos salvados, de que estás en nosotros por siempre y para siempre.
Desde aquel día la tierra no es un sepulcro hueco, sino un horno encendido: no una casa vacía, sino un corro de manos: no una larga nostalgia, sino un amor creciente.
Te quedaste en el pan, en los hermanos, en el gozo, en la risa, en todo corazón que ama y espera, en estas vidas nuestras que cada día ascienden a tu lado.
José Luis Martín Descalzo