Yo hago nuevas todas las cosas

jueves, 1 de febrero de 2007
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Aclamen al Señor, tierra entera
sirvan al Señor con alegría,
lleguen a Él con cantos de gozo.

 Sepan que el Señor es Dios,
Él nos creó, a Él pertenecemos
somos su pueblo
y ovejas de su rebaño.
Entren por sus puertas dando gracias,
avancen por su atrios entre himnos,
alaben y bendigan su Nombre.

Si, el Señor es bondadoso, si, es eterno su amor
si, es eterna su lealtad y por los siglos permanece.

Salmo 100 (99)

Quizás los salmos, sin lugar a dudas, han sido y son la oración de los pobres. Es decir, de aquellos que se sienten cadenciados, que se sienten necesitados, vacíos de sí mismos para llenarse únicamente de Dios.

Fíjense que de entre los cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, es San Lucas el que da mayor importancia a la alabanza como parte del estilo de vida de los pobres, de los simples, de los sencillos de corazón, de los confiados, de los abiertos totalmente a la Gracia de Dios. Especialmente en los dos primeros capítulos, que también se los conoce como el Evangelio de la infancia. Lucas nos presenta el resto de Israel, los anauim, los pobres de Yahvé. Un grupito de hombres y mujeres simples, sencillos, pobres.
Pobres si también, sociológicamente, pero pobres sobre todo en cuanto a abiertos a lo absoluto de Dios y vacíos de sí mismos; que siguen esperando en las promesas de Dios, más allá de todas las apariencias, que ciertamente con la mirada humana, aparecen como desastrosas, calamitosas. ¿¡Dónde está la promesa de Dios!? Con todo lo que nos ha pasado como pueblo de Israel, ¿¡Dónde está lo que Dios ha prometido!?

Sin embargo, María, José, Zacarías, Isabel, el anciano Simeón, la profetiza Ana, son parte de ese Israel que sigue siendo fiel, más allá de todas las apariencias. Y de todos los argumentos esgrimidos con mucho criterio humano, con mucha ciencia pero poca sabiduría. Siguen siendo fiel. Siguen reposando en las promesas de Dios que es fiel, que cumple. Gente sin importancia, por supuesto, a los ojos del mundo, a los ojos de los dirigentes judíos, de los poderosos romanos (que eran los invasores de turno). Claro, son los pobres de Yahvé, de quienes había dicho el profeta Sofonías, Sofonías 3: “Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre y en el nombre de Yahvé se cobijará todo el resto de Israel.” Este pueblo de pobres, en el mismo profeta Sofonías, es un pueblo de alabanzas que, Sofonías, 3, 14, lanza gritos de gozo, lanza clamores, se alegra y exulta de todo corazón a Dios.

También los pobres del Nuevo Testamento. son un pueblo de alabanzas entre los que aguardan la consolación de Israel, reseña San Lucas, están los tres signos de alabanzas, de los cuales hemos hablado toda la semana, para que ustedes lo meditaran y lo saborearan: el Benedictus de Zacarías, el Magnificat de María, y el Nundimitis de Simeón. Cantan también de gozo los ángeles en el nacimiento y los pastores se vuelven glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, Lucas 2. Ese mismo pueblo sencillo es el que lleno de alegría se puso a alabar a Dios a grandes voces cuando Jesús entró a Jerusalén, Lucas 19. San Mateo menciona que eran los niños quienes más gritaban: ¡Hosanna, hosanna! Es un grito de victoria. Un grito que el ejército israelí usaba justamente en las batallas: Hosanna!. Mateo 21, 15. Y delata el episodio de los sumos sacerdotes y escribas que se escandalizan de los gritos del avance y quieren hacer callar al pueblo.

También, como siempre, hoy día las tentaciones también están: el fariseísmo goza de buena salud también dentro de la Iglesia. Y bueno hoy también existe el peligro de haya en la Iglesia muchos “escribas”, muchos hombres sesudos, digamos así, de compostura grave, que muchas veces piensan que para decir cosas… muy serias, hay que tener el rostro muy adusto, y el corazón muy frío. Que se escandalizan del emocionalismo de la gente, cuando el pueblo alaba a Dios son sencillez, expresando naturalmente el gozo que causa en ellos la presencia de Jesús. Por supuesto que tanto cuanto, diría San Ignacio.

El emocionalismo debe ser catequizado, evangelizado. Hoy hay una gran tendencia, se nota además como dos grandes tendencias: o reprimir todo, quedándonos en la estructura fría de la celebración de la misa, casi como robots, o como momias; o el otro extremo donde todo es emocionalismo, todo es sensibilidad, todo es sentir bonito, es ¿Qué me pasó? Qué tuve sudores, y que tuve lágrimas y que tuve un descanso en el espíritu, y que vi visiones y que no sé qué… Son los dos extremos. En el medio tiene que haber un equilibrio y ese equilibrio es la conversión, ¡La conversión!, ¡¡¡LA CONVERSIÓN!!! Por sus frutos los conocerán, por sus frutos.

Si nada más, por sus frutos en la vida familiar, en la vida comunitaria, ahí, por sus frutos. Ahí está el discernimiento. Mirá, podés dar vueltas si querés en el ventilador de la Parroquia, que si no hay una conversión de vida no sirve para nada.

Los efectos concomitantes con esos, nada más. Que ciertamente pueden ser un regalo de Dios y ¡Gloria a Dios! pero la conversión Por sus frutos los conocerán, por sus frutos concretos, graduales, de apertura a la gracia, de abandono, de confianza, de paz, de servicio, de compromiso, de obras de misericordia, espirituales y materiales, sobre todo con los enfermos, con los pobres, con los que están solos, con los excluidos. Ahí está, ahí está.

En cualquier caso, ya dejando este tema, en el pueblo sencillo encontramos por todas partes lágrimas, también gritos y otras expresiones emocionales que desahogan el corazón. Porque dice Lucas 1, 42: “Isabel saluda a María con una gran voz”. El leproso glorificaba a Dios a grandes gritos, Lucas. 17, 15. El paralítico curado en la puerta hermosa, dice que daba saltos de gozo, Hechos 3, 8. Y el mismo Jesús ante la muerte de Lázaro no se muestra imperturbable, sino que se conmovió interiormente, se turbó y se echó a llorar,  Juan 11, 34.

Hay que recuperar, sin dudas, y me parece que esto es importante para todos: sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos. Hay que recuperar una sana, equilibrada, inspirada expresividad afectiva en nuestra vivencia religiosa, en la relación con el Padre Dios, con Jesús, y con la comunidad. La vivencia que no se expresa acaba marchitándose dentro de nosotros y la experiencia de Dios se hará vida cuando recorra ese camino tan corto y a la vez tan largo, que va desde la cabeza hasta el corazón.

Si de la boca de los niños ha sacado el Señor una alabanza, para confundir a los que se engríen en sus pensamientos, hay que hacerse como niños: sencillos, simples, rectos, confiados, transparentes, para entrar en este reino de alabanzas, que es el Reino de la Salvación y del Amor. Hay que renunciar definitivamente a la mirada fría que todo lo juzga para pasar a la mirada benevolente del amor, que en todas partes encuentra a Dios y que como dice en 1Corintios. 13, 7 “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo acepta”.

Pero que también tiene el discernimiento necesario y la caridad necesaria para corregir. Para corregir con caridad y oportunidad. Para corregir, para alentar, para exhortar. No es una cosa así melosa, manga ancha o vista gorda, todo es igual. Y Jesús, el Hijo, también conoció mejor que nadie este estremecimiento de gozo que produce la alabanza en el corazón del humilde, del sencillo, cuando se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, según este mundo y se las has revelado a los sencillos y a los humildes, Lucas 10,21.

¡Qué hermoso! Y quizás una de las características más típicas de los chicos, de los niños, ustedes lo saben, lo saben los papás, los abuelos, es esa capacidad de asombrarse, de maravillarse. Es esa necesaria capacidad de asombro que nunca jamás deberíamos perder. Tratemos de imaginar la expresión del rostro de un chico que se queda fascinado siempre ante una experiencia nueva. “Ya estoy viendo la carita de algunos chicos” ¡Ahhhh, ahhhhh! (boca abierta, ojos saltones). Y a lo mejor es el sonido de una llave o las cuentas de colores. Uno lo ve ahí sentadito en la sillita, con unas cositas de colores, y hace y mira y se asombra.

Es como que todo su ser queda en suspenso ante la maravilla y pronuncia un Hooooo!!!!!! Un éxtasis que absorbe toda su capacidad de atención. Capacidad esa del descubrimiento, o sea la capacidad de asombro que supone un corazón permeable, un corazón dócil, un corazón no retorcido, un corazón no complicado, un corazón que no le está buscando la quinta pata al gato, ni dividiendo un pelo en ocho. ¡Esa es la capacidad de asombro! Y por eso es que el chico, a veces, no necesita tantas cosas porque se asombra, y la capacidad de asombro es fundamental para el creyente, para el hijo de Dios.     

No hay peor cosa que lo repetitivo, lo monótono, lo aburrido, justamente en la vida de relación con Dios Padre, con Jesús, con la comunidad, en el ministerio. No hay peor cosa que escuchar en las reuniones de consejo pastoral “Bueno, esto se ha hecho así, así que este año lo haremos igual…”, Y la procesión?, “ Lo mismo, lo haremos igual!”, o sea es como que nos damos cuenta de que estamos perdiendo esa inefable capacidad creativa que Dios tiene, y que la tiene también a través nuestro; que somos creativos porque somos hijos del Creador, que es creativo. Tenemos que ser creativos en todo, porque son los caminos del Espíritu. Y es Jesús el que hace nuevas todas las cosas.

Pero yo vuelvo a insistir en la capacidad de asombro. A mi me parece que la capacidad de asombro en un creyente, tiene que ver también con su capacidad de convertirse, mejor dicho de abrirse a la Gracia de la conversión. La capacidad de asombro lleva también a caminos nuevos en la oración. A no caer en la rutina en ningún aspecto de la relación, ni con Dios, ni consigo mismo, ni con los demás. Justamente los que no tienen capacidad de asombro son los que andan buscando incentivos o exitaciones, a nivel de sensaciones, a nivel de piel. ¿Por qué? Porque por dentro están secos, están aburridos.

El eterno aburrimiento de los adolescentes, o de algunos jóvenes. Es un problema. ¿De afuera o de adentro? Es un problema ¿De lo que se hace o de lo que se es? ¿Del hacer o del ser? No, es un problema del ser, de lo que esta dentro de mi.

Muchas personas han perdido, desgraciadamente, la capacidad de asombro, incluso muchos que se dicen creyentes. Como el desengañado autor del Eclesiastés, que ha llegado a pensar que no hay nada nuevo bajo el sol, ya está todo hecho, son perros viejos, con el colmillo retorcido, que ya saben como comienza y como termina todo. Por eso tienen esa cara así, esa actitud… Medio como de reventado. No están abiertos a la sorpresa, a las del Amado, de algo que sea realmente nuevo. Que no se limite a ser una combinación de los mismos elementos. Esta actitud entonces, es profundamente antievangélica y puede bloquear la acción de Dios en nosotros. A quien no espera nada nuevo, nada nuevo podrá sucederle.

No estoy hablando de esperazas puramente humanas, “este tipo tiene 20 años, tiene todo un mundo por delante; yo soy un viejito o una viejita, de 80, ¿Qué se puede esperar?” No, no se trata de esto, no estoy hablando de expectativas puramente humanas, no, no, no. Estoy hablando más allá de la edad, del estado o la circunstancias, de que el que no espera nada nuevo, nada nuevo podrá sucederle… El que cree saberlo todo, no puede aprender ya nunca nada. ¿Para qué a mi edad? ¿¡Cómo, si cada día es nuevo!? Y cada día Dios te quiere maravillar!!!

El Reino de los Cielos, es para los chicos, para los niños, para los de corazón simple, de corazón sencillo, confiado, abierto, para los que conservan la capacidad de maravillarse, de asombrarse, de sorprenderse, de dejarse acariciar, de dejarse amar, de dejarse seducir, pastorear.

Justamente la palabra mansedumbre viene de “el que se deja poner la mano encima”, para dejarse pastorear por Dios.

Frente al comentario escéptico de los Nicodemos de turno, que se sonríen burlonamente con aire de suficiencia “¿Cómo se puede nacer de nuevo siendo ya viejo, ja ja ja ¡? ¿Puede acaso entrar otra vez en el ceno de su madre y nacer otra vez? Está la promesa tajante de Jesús: “el que no nazca de nuevo no podrá entrar en el Reino de Dios” El hombre viejo, la mujer vieja, parece que goza, cuando puede decir; “Ahh, ya lo sabía yo, je, ya te lo había dicho. Qué querés, que podés esperar de este si siempre fue así? Ya sabía yo como iba a terminar todo, claro”; “Che, no te ilusiones demasiado que luego te vas a decepcionar” ; “Al principio lo tomás todo con mucha ilusión pero luego mirá, después termina todo igual”. Pues bien, la palabra de Dios denuncia esta actitud escéptica del hombre viejo, de la mujer vieja, Is. 48, 6-7: “ Ahora te hago saber cosas nuevas, secretas, no sabidas, que han sido creadas ahora, no hace tiempo de las que hasta ahora nada oíste para que no puedas decir ya lo sabía”. Parece que es esta cita, Dios tuviese placer en restregarnos que si, que Él es capaz de sorprendernos. En pasarnos delante del rostro, Yo soy capaz de sorprenderte, que puede hacer algo que no sabíamos.

El Reino de los Cielos es entonces, de los simples, de los abiertos, de los pobres, de los que se dejan asombrar, de los que se dejan asombrar por las sorpresas del Amado. Que están abiertos para aprender y recibir. El Reino de los Cielos es de aquellos que aceptan y que abrazan el misterio de la vida, admirándose ante esa maravilla siempre antigua y siempre nueva, ante estos vastos territorios sin explorar, que es la aventura maravillosa de la vida, regalo de Dios. Con una mirada tan hermosa, que es la del Padre en nosotros.

El Reino de los Cielos es entonces de los pobres que están abiertos a aprender y a recibir. Sí!, no necesitamos más milagros mis hermanos. ¡El milagro está ahí, la vida entera es un milagro! Es un milagro para saborear sapiencialmente.

Como dice Taylor, en su libro sobre el Espíritu Santo: “No necesitamos más maravillas,  sino mayor capacidad de maravillarnos”. Y juntamente cita un antiguo papiro: “El que se admira, reinará” ¿Qué es admirar? Es mirar dos veces. Es mirar con el corazón. Hemos, entonces de retener el sentido de misterio en todas las cosas que podemos comprender parcialmente, en ese Misterio que nos inunda. En ese Misterio que nos desborda y que nunca podremos comprender, jamás podremos comprender con nuestra inteligencia. En ese Misterio ahí está a puerta siempre abierta a lo nuevo, a la novedad. Pero no la novedad, en el sentido que la presenta el mundo: la novedad otoño- invierno, primavera- verano; el pelo así, que el pelo asá. 

No, no, no, la NOVEDAD, LO NUEVO. Es Dios quien nos promete “un hombre nuevo” Ap. 2, 17; “un cántico nuevo” Salmo 40; “Un corazón nuevo” Exodo 36; “Cielos nuevos y tierras nuevas” Isaías 65; “Alianza nueva” Jeremías 31; “Vino nuevo y odres nuevos” Mateo 9; “Hombre nuevo” Efesios 4. Y así dice el que está en el trono: “He aquí que Yo lo hago todo nuevo” Apocalipsis 21, 5.

Ante nuestros fracasos en la pesca, durante la noche, en la catequesis, en la evangelización, en el apostolado, en la familia, en los grupos, etc.; el Señor hace bullir maravillosamente la red en nuestras manos y en nuestra pesca milagrosa. Entonces, como los discípulos aprenderemos a asombrarnos con “tambos” que es la palabra griega que designa asombro, sorpresa, estupor, la capacidad de maravillarse de los que abren la puerta para nuevas etapas en su vida. Eso es lo que hace la alabanza en tu vida, en tu vida personal, familiar, eclesial.

Y vamos cerrando entonces esta catequesis de hoy y quiero hacerlo a través de esta oración que comparto con ustedes. Una oración quizá muy concreta, muy real, como todo tiene que ser la oración: llevar la vida a la oración. Y que se podría titular Amor torpe o Torpe amor.

Que tengan un hermoso día, que el Señor los bendiga y que puedan disfrutar las maravillas de su Amor cada instante de esta jornada.

Paz y bien para todos ustedes.